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Se echó hacia atrás tumbándose sobre la tierra cálida. Aquella rápida curación no le pareció en absoluto sorprendente. Sonriendo, cerró los párpados lentamente. Aquella isla era un lugar sanador. Y siempre había cuidado de ella y de Lyssa.

Dong, dong, dong. Las campanas de la iglesia metodista de Abrigo, que sonaban cada hora desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, sacaron a Zoe de su sopor.

Dong, dong, dong. Entreabrió ligeramente los ojos. Enseguida tendría que empezar a ponerse en marcha. Tenía que asistir a una reunión y aquel día iban a llegar nuevos huéspedes. Dong, dong, dong. Solo faltaba una hora para…

Dong.

¡Una hora no! Ahora.

Regañándose por haber perdido la noción del tiempo, Zoe se puso de pie de un salto, corrió hacia la casa y cruzando a toda prisa la cocina se dirigió hacia el vestíbulo de la parte de atrás. Dobló a la derecha y luego subió a la carrera las escaleras de Haven House, hasta llegar a la terraza, rodeada por una blanca barandilla, desde la que se divisaba toda la bahía de Haven y el puerto de la isla de Abrigo. Se dejó caer sobre una silla de mimbre cubierta de cojines, se golpeó la frente con la palma de la mano y se volvió bruscamente.

– Los prismáticos -susurró.

Volvió a bajar los escalones de madera de color miel, pasó de largo los dormitorios de la segunda planta donde se alojaban ella y su hermana y descendió de nuevo a la primera planta. Cruzó por delante del embaldosado mostrador de la cocina con su ordenada hilera de botes de cerámica. Lo único que vio sobre la reluciente mesa del comedor fue un cuenco de madera rústica lleno de melocotones y ciruelas de Santa Rosa; y en la sala de estar, un jarrón de altos y fruncidos gladiolos amarillos, mullidos cojines de cretona y el olor a limón de la cera para abrillantar los muebles.

Pero los prismáticos no se veían por ninguna parte.

– ¡Lyssa! -gritó Zoe-. ¡Lyssa! ¿Has visto los prismáticos?

Lyssa, la hermana de Zoe, apareció al momento en el rellano de la escalera. Desde que era una niña, siempre había tenido aquella habilidad telepática de estar donde se quería que estuviera en el momento en que se la necesitaba allí. Con el pelo recogido bajo una toalla en forma de turbante y vestida con un fino albornoz de algodón blanco, se la veía animada y radiante. Era el vivo retrato de la salud.

Zoe no pudo evitar sonreír.

– Tienes un aspecto maravilloso -le dijo Zoe.

Lyssa no se molestó en contestar.

– ¿Qué estás buscando?

– Los prismáticos. -Zoe movió las cejas de manera inquisidora a lo Groucho Marx-. Supongo que nuestros nuevos huéspedes deben de venir en el Molly Rose, que llegará al puerto dentro de unos minutos.

– Entonces deberías presentarte allí en persona dentro de muy poco -le dijo Lyssa, siempre tan razonable.

– Yo no puedo ir. Me he comprometido a estar en la reunión del Festival del Gobio. Espero que puedas ir a recogerlos tú, ¿de acuerdo? -Zoe miró a su alrededor y se encaminó hacia el viejo armario que había en la entrada-. ¿Dónde demonios los habré puesto? Está misma mañana los he tenido en las manos.

– Sí, sin duda.

– ¿Qué? -dijo Zoe deteniéndose.

Lyssa se echó a reír mientras le tiraba de las solapas de la bata.

– Aquí están, Zoe.

Zoe parpadeó y después miró hacia abajo. Vaya, los pequeños prismáticos colgaban de la negra correa que llevaba al cuello.

– ¡Caramba! -Echó a correr de nuevo escaleras arriba rozando con la mano la reconfortante solidez del hombro de Lyssa mientras pasaba a su lado-. Gracias.

De vuelta en la terraza, Zoe enfocó los prismáticos hacia la bahía con forma de herradura. Desde Haven House, un lugar elevado en un extremo de la bahía, podía ver el Molly Rose avanzando lentamente entre una flotilla de barcos de recreo, mientras se dirigía hacia el muelle de pasajeros del pequeño puerto de Haven. Dejando escapar un leve suspiro, se sentó en una de las sillas de mimbre y colocó los pies desnudos sobre la barandilla calentada por el sol de principios de junio. Las flores de los geranios de color rosa se elevaban de sus macetas acariciando las plantas de sus pies.

Mientras el Molly Rose se preparaba para atracar en el muelle, Zoe se acercó los prismáticos a los ojos para echar un vistazo al pueblo de Haven. Por las colinas que se elevaban más allá de las calles a diferentes niveles del centro del pueblo se podían ver casas de diferentes estilos: villas mediterráneas, casas de campo inglesas y construcciones contemporáneas repletas de ventanas. En Crest Street -en él extremo opuesto de Haven House- parecía que los Dobey habían empezado a repintar su casa de campo, antes blanca y azul, llamada Cape Cod. Las puertas del garaje ya eran de color verde oscuro. Aunque el nuevo color hacía un hermoso contraste con las buganvillas que se extendían por el terraplén, Zoe habría preferido que la hubieran repintado de blanco y azul. Le gustaba que Haven siguiera siendo exactamente como era.

Enfocó los prismáticos descendiendo por las escalonadas laderas verdes que llegaban hasta el pueblo. Era sábado por la mañana, muy temprano, y había poco tráfico. Hacia el mediodía, los cochecitos de golf que funcionaban con motor de gas -los únicos trasportes para los turistas en la isla, aparte de las bicicletas y los taxis- empezarían a recorrer las comerciales calles del centro.

Zoe sonrió con satisfacción al ver las banderas de color azul, dorado y escarlata de Festival del Gobio que ondeaban ya sobre mástiles ricamente ornamentados a lo largo de avenida De la Playa, que recorría la orilla del mar. Herb Dawson, el presidente del comité de festejos, debía de haber hecho que las colgaran a primera hora de la mañana. Las banderas -de fondo azul marino por el océano Pacífico y con la silueta dorada y escarlata de un pez que recordaba la brillantes colas de los gobios de cola de fuego- se izaban cada año varias semanas antes de que tuviera lugar el festival. Anunciaban el regreso del talismán de la isla y su estancia allí hasta el equinoccio de otoño, momento en que aquellos peces abandonaban sus zonas de desove en la isla de Abrigo.

Algunos habitantes de Haven -incluso varios de los que estaban en el comité de festejos- habían empezado a hablar de no izar las banderas aquel año. Dado que los biólogos marinos dudaban de que los gobios fueran a hacer aquel año su anual visita a las playas de Abrigo, algunos -muchos, tenía que admitir Zoe- habían planteado la posibilidad de cancelar el festival. Pero la opinión de Zoe había prevalecido.

Los gobios regresarían. Tenían que regresar.

No era capaz de pensar qué pasaría si no era así. Porque nada debía cambiar en Abrigo.

Zoe volvió a enfocar los prismáticos hacia el barco y sonrió imaginando la primera impresión que tendrían de la isla los nuevos huéspedes que llegaban a bordo del Molly Rose. Cuando ella tenía diez años, había visto la isla desde aquel mismo lugar por primera vez, desde la cubierta superior de aquel barco. Inquieta por el nuevo cambio en su vida que eso suponía -una nueva cama, una nueva escuela, un nuevo manojo de nervios infantiles-, había hecho todo el viaje desde el continente forzando los ojos para intentar ver la isla de Abrigo.

Al principio, cuando vio aparecer en el horizonte una nube negra, le dio un vuelco el corazón y se clavó las uñas en las palmas de las manos, aterrorizada por lo que parecía ser un mal augurio. Pero luego aquella nube se fue disipando poco a poco y ante ella empezó a aparecer -haciéndose lentamente más claros y materializándose como por arte de magia- los verdes acantilados de Abrigo.