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Era casi como si se hubiera hecho realidad allí por deseo suyo: un trozo firme de verdor en medio de la liquidez azul del océano. Y aquel día rezó, aunque no había ido nunca a la iglesia. Agarrándose al pasamanos de la barandilla del barco, rezó a un dios que tenía un rostro tan imperecedero e inalterable como el del monte Rushmore -el lugar que acabada de dejar para siempre guardado entre sus fragmentos de infantiles evocaciones mágicas.

– ¿Y bien? -Lyssa entró en la terraza luciendo ahora un vestido veraniego de punto de manga corta-, ¿Ya has echado un vistazo a nuestros nuevos huéspedes?

Zoe miró por encima de su hombro, entrecerrando los ojos, deslumbrada por el sol que brillaba sobre el rubio y ahora ya seco cabello de su hermana, que caía por encima de sus hombros. Zoe se tocó las puntas de su cabello, que parecía empeñado en no crecer.

La brisa hizo que a Lyssa se le pegara el vestido al cuerpo y Zoe dejó escapar un leve suspiro. Aunque estaba contenta de que su hermana hubiera recuperado todo el peso que había perdido, Zoe no podía todavía evitar sentir cierto resentimiento por el hecho de que ella aún siguiera siendo tan flaca como siempre. A pesar de que ambas tenían el mismo color rubio de pelo, las voluptuosas curvas y el impecable y lustroso cabello de Lyssa no tenían ni punto de comparación con su físico escuálido y su corto cabello rizado.

Pero aquel sentimiento era mezquino, y Zoe ya había aceptado aquellas diferencias hacía mucho tiempo.

– El barco todavía no ha llegado al muelle -le dijo a su hermana-. ¿Has visto mis gafas de sol?

Lyssa soltó un suspiro mientras le tocaba con la mano la cabeza.

– ¡Oh! -Zoe alzó la mano y deslizó las gafas de sol desde la cabeza hasta colocárselas sobre los ojos. Volvió a dirigir los prismáticos hacia el pequeño puerto de Haven y no pudo reprimir un leve respingo de excitación-. Dos hombres, Lyssa. Puedo hacer grandes cosas con dos hombres.

Su hermana suspiró.

– ¿Realmente crees que deberías entusiasmarte tanto, Zoe?

– Ya sabes que yo soy muy optimista. ¡Y los vamos a tener aquí durante varias semanas!

Lyssa se sentó en la silla que había al lado de la de Zoe. Un soplo de brisa hizo que el cabello se le elevara sobre los hombros.

– Ya sé que tienes una reputación que mantener, pero me estaba preguntando si…

– No lo digas -la interrumpió Zoe apartándose los prismáticos de la cara y mirando a su hermana con el ceño fruncido-. Tú siempre tienes sensaciones extrañas. Te das cuenta de cosas. Ves señales y portentos, como dices. De acuerdo, pues esta vez soy yo la que tiene un presentimiento.

Delgadas arrugas aparecieron entre las cejas de Lyssa.

– Zoe…

– La casamentera de la isla de Abrigo vuelve al ataque -insistió Zoe-. Incluso he elegido ya a las mujeres que les convienen a esos dos tipos. Susan y Elisabeth.

Lyssa refunfuñó:

– No hace ni dos meses que Susan se divorció…

– ¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?

– … del último tipo al que tú le presentaste.

Zoe se volvió para mirar de nuevo hacia la bahía.

– Estoy segura de que no me guarda rencor. Lyssa puso una mano sobre el antebrazo de su hermana.

– Por supuesto que no. Nadie te culpa a ti, de verdad. Lo que pasa es que tu labor de casamentera ha sido un poco…

– Venga, dilo. No he conseguido todavía ni un uno por ciento de éxitos.

– ¡Zoe! ¡Ninguna de las parejas a las que has presentado han durado ni un año casadas!

– Pero las llevé hasta el altar, ¿no es así?

Lyssa masculló algo.

– ¿Qué decías?

– Quizá no deberías interferir.

Zoe no estaba dispuesta ni a planteárselo.

– Viviendo en un pueblo pequeño y aislado, ¿qué otra cosa puede hacer la gente sino interferir? Yo quiero que la gente sea feliz. Susan y Elisabeth quieren ser felices. Ya les he dicho que esos dos hombres podrían ser perfectos para ellas.

Lyssa suspiró de nuevo.

– Quizá podrías empezar a dedicarte a ver culebrones en la televisión, como hace la gente normal.

Zoe le dirigió una sonrisa burlona.

– Yo no quiero ver culebrones, yo quiero crearlos.

Lyssa se quedó mirándola fijamente.

– Entonces busca una pareja para ti misma -respondió.

La sonrisa burlona de Zoe no se desvaneció de sus labios.

– Sí, claro.

Para empezar, ¿a quién podía encontrar que hiciera buena pareja con ella? Había crecido al lado de los pocos hombres elegibles de aquella isla y los consideraba prácticamente como hermanos. Y liarse con un visitante temporal… ¿para qué se iba a poner a tiro de que le rompieran el corazón? Amaba aquella isla y no tenía ninguna intención de abandonarla.

– De todos modos, no estábamos hablando de mí. Estábamos hablando de nuestros nuevos huéspedes, que están a punto de llegar.

Lyssa meneó la cabeza.

– ¿Cómo sabes siquiera que esos hombres están solteros?

Zoe chasqueó los dedos.

– El típico truco de: «¿Y sus esposas no les acompañarán?».

– Oh, Zoe.

– Oh, Lyssa. ¿A ti no te gusta ver a la gente feliz?

– Yo quiero verte feliz a ti -dijo Lyssa con vehemencia.

Sorprendida, Zoe se apartó otra vez los prismáticos de delante de los ojos. Se quedó mirando a su hermana de veintidós años, rubia, de ojos azules y con un aspecto saludable.

– Te tengo a ti para hacerme compañía. Y tengo esta hermosa isla en la que hemos crecido. Tenemos un negocio que funciona a la perfección. ¿Qué más podría desear?

En otro tiempo, aquello habría sido mucho más de lo que se hubiera atrevido a desear.

Lyssa estaba distraída observando un enorme pájaro de color negro azulado que se acababa de posar sobre la barandilla de la terraza, justo delante de ella.

– Un cuervo -dijo.

Lyssa tenía una especial predilección por las especies animales que habían sido seres sagrados para los indios de Norteamérica, que tiempo atrás habían habitado aquella isla. Para Zoe aquellos pájaros no eran más que animales de ojos pequeños y brillantes y que no significaban gran cosa.

Éste la estaba mirando fijamente, de una forma inquietante. Zoe intentó mantenerle la mirada, pero tuvo que apartar la vista enseguida. Lo habría ahuyentado de allí si Lyssa no hubiera sido tan amiga de aquellos bichos de patas largas y delgadas.

Un segundo pájaro pasó volando en círculos por encima de sus cabezas con algo brillante en el pico. Dejó caer el objeto que llevaba en el regazo de Lyssa justo antes de posarse al lado del otro. Zoe se quedó mirando la llave dorada que brillaba sobre el fondo de algodón del vestido de su hermana.

– Dos -dijo Lyssa-. Dos cuervos.

¡Dos! Aquella palabra hizo que Zoe recordara a sus presas. Volvió a colocarse los prismáticos delante de los ojos esperando que no fuera demasiado tarde. Quería echar un vistazo a los nuevos huéspedes de Haven House antes de irse a su reunión. De esa manera, mientras los miembros del comité de festejos se dedicaran a quejarse por los problemas de aparcamiento y los permisos para los desfiles, su subconsciente podría dedicarse a trabajar en la estrategia de casamentera, planteándose quién de los dos hombres podría convenir mejor a Susan y quién a Elisabeth.

Por supuesto, Lyssa tenía razón al decirle que no se dejara llevar demasiado lejos por sus ilusiones. Quizá no debería ser tan rígida respecto a qué mujeres hacer felices. Pero sabía que con aquellos dos hombres podría hacer felices a un par mujeres; de eso no había ninguna duda. Además, ella tenía una reputación que mantener.

Recordó rápidamente sus seis anteriores fracasos. Bueno, tenía una reputación que recuperar.

Había estado esperando que Lyssa acabara lanzándole el habitual discurso sobre su actividad de casamentera, porque para su hermana no había romance sin riesgo, pero esta vez -afortunadamente- parecía haber desistido. No hacía falta que lo discutieran una vez más. Habida cuenta su historia durante los últimos años, Zoe tenía que haber sido una idiota para ofrecer su corazón a nadie por voluntad propia. Hacer de casamentera era mucho más seguro.