Pero sabía que Yeager estaba esperando aquella carta.
Zoe tragó saliva para intentar aliviar el dolor que sentía en el corazón. Aquel era el tipo de sentimiento que le daba miedo. Y esa era la razón por la que debería dejar aquel asunto en manos de Deke.
Se había pasado los últimos tres años de su vida protegiéndose de situaciones que la asustaban, de situaciones como esa, que tuvieran que ver con aquel pequeño órgano que bombeaba sangre dentro de su pecho y que con tanta facilidad podían llegar a romperle.
Aquella carta podía devolverle a Yeager la libertad que tanto había añorado o bien podía ser una sentencia de muerte para sus sueños. Pero nada de eso le concernía a ella. Yeager no era asunto suyo. Él era el Apolo dorado acostumbrado a vivir en una órbita que estaba muy lejos de su alcance.
Pero aun así, estaba esperando aquella carta.
Sintió una nueva punzada de dolor que le encogía el corazón y, a pesar de sus buenas intenciones, Zoe se encontró poniéndose de pie. Cuando estuvieron en el acantilado, cuando él se había detenido en lugar de seguir adelante, lo había hecho pensando en ella. Le parecía que ahora tenía que devolverle el favor.
Desde el camino hacia el apartamento lo vio sentado a la sombra, apoyado en el muro trasero de la casa, con Dolly sentada al otro lado de la mesa, delante de él. La muñeca llevaba todavía puestas las gafas de sol infantiles de color amarillo y ahora también llevaba un desgastado collar de cuentas alrededor del cuello, que le caía sobre uno de sus voluptuosos pechos.
– ¡Hola! -dijo Zoe llamando su atención.
Yeager volvió la cabeza hacia ella y, en la sombra, los cristales negros de sus gafas le parecieron insondables pozos sin fondo.
– ¿Zoe?
Ella tragó saliva.
– Correo -dijo Zoe alzando el sobre aunque sabía que él no podía verlo.
Su silla golpeó contra la pared cuando se levantó precipitadamente. En ese momento su nuevo grupo de huéspedes -tres mujeres y dos hombres- se acercaban a Zoe caminando por el sendero y pidiéndole a gritos que les dijera el nombre de varias plantas. Una pareja se sentó en el banco que había a su lado, estirando las piernas relajadamente.
Mientras intercambiaban saludos y ella les daba las informaciones que le pedían, Yeager se había acercado ya a su lado y alargó los brazos hacia ella.
– ¿Quieres que vayamos a tu apartamento? -preguntó ella.
– ¿Qué te parecería llevarme un poco más lejos? -murmuró él.
Consciente de las miradas especulativas de los demás huéspedes, Zoe no se molestó en contestar, pero lo condujo hacia el sendero de piedra que llevaba hasta su casa. Cuando llegaron a la zona de tierra, lo siguió conduciendo hacia delante -pasando por la hilera de parejas de palmeras que enmarcaban los terrenos cultivados de Haven House- hasta que llegaron a la parte silvestre de la colina. Allí nadie podría molestarles.
No lejos de una oxidada toma de agua -de la que salía una manguera verde que estaba enrollada en el suelo- había una zona que Zoe y el señor Duran -el compañero de su empleada doméstica- habían limpiado de hierbas y preparado para hacer un huerto de árboles frutales. Aunque ya había pasado el momento óptimo para plantar, estaban decididos a tener listo el huerto aquel mismo verano.
Zoe invitó a Yeager a que se sentara en una caja de plástico vuelta hacia abajo y ella se sentó en otra a su lado. Entonces se dio cuenta de que el rectángulo de tierra de diez por veinte estaba empapado de agua, tal y como le había indicado al señor Duran que hiciera. Había pensando remover el terreno con una pala, pero la tierra dura había que reblandecerla antes. Aquella mañana estaba perfectamente saturada de agua, acaso incluso demasiado pringosa.
– ¿Y bien? -preguntó Yeager con impaciencia-. ¿Me has dicho que había llegado correo para mí?
Una brisa fría le revolvió el cabello.
– Sí -contestó ella después de tragar saliva.
– ¿Qué dice? -preguntó Yeager con un rostro inescrutable.
– Yo… no la he abierto.
– Entonces ábrela.
Yeager apoyó los codos en las rodillas y entrelazó las manos y apoyó la cabeza en ellas. Era una postura engañosamente relajada.
Zoe tragó saliva y empezó a rasgar el sobre con dedos temblorosos.
– Podría decirle a Deke… -Prefirió no acabar la frase.
– Léela, Zoe -dijo él, y a su alrededor empezó a zumbar la tensión como si fuera un enjambre de avispas.
El resistente sobre no se dejaba abrir con facilidad, y finalmente Zoe se lo acercó a la boca y rasgó con los dientes una de las esquinas. Cuando pudo meter una uña en él, lo desgarró por la parte superior tras forcejear un rato.
Yeager se estremeció.
Zoe tragó saliva de nuevo y extrajo del sobre dos cuartillas de papel dobladas.
– ¿Estás seguro de que no prefieres que Deke…? -preguntó ella con el corazón en un puño.
– Zoe.
Notó en su voz un tono de mando. Tomando aliento desdobló las páginas.
– Es del doctor…
– Ya sé quién me la manda -dijo él cortante-. Cuéntame solo qué dice.
Zoe sostuvo la carta en una mano y frotó la otra palma sudorosa contra la pernera de sus ajustados tejanos.
– «Querido comandante Gates.»
– ¡Ve al grano! -le cortó Yeager con voz ronca.
Zoe leyó la carta en voz baja con manos temblorosas y un nudo en el estómago. Luego la dejó caer en su regazo y se agarró con ambas manos a uno de los rígidos antebrazos de Yeager.
– Yeager.
Él se quedó inmóvil.
– Se acabó -dijo al fin.
Alzó las manos, dejó escapar un hondo suspiro y luego se pasó los dedos por el pelo.
– Sí -susurró ella.
Yeager apretó los labios y se quedó en silencio durante un buen rato.
– Por supuesto, ya lo sabía. O al menos debería haberlo sabido. Deke tenía razón.
A Zoe no le gustaba el contenido tono de moderación que había en su voz.
– Lo siento.
– No hace falta. -Yeager alzó una mano y la movió en el aire en un gesto de quitarle importancia-. Esto se había acabado hace mucho tiempo. Hace semanas. -Una risa sin alegría le arañó los nervios-. Solo he estado jugando un juego estúpido conmigo mismo. -A pesar de que sus palabras sonaran despreocupadas, un músculo palpitaba en su mandíbula.
Zoe levantó una mano y la colocó sobre sus hombros.
– Está bien. Tenías que preguntar. ¿Y si hubieran cambiado de opinión?
Yeager se apartó de su caricia.
– ¿Y si…? -dijo él con dureza-. He ahí una pregunta muy propia de ti. -Ella notó que Yeager estaba luchando consigo mismo. Al cabo de un instante, tomó aliento y dijo en un tono de voz inquietantemente bajo-: Ya tengo bastantes «¿Y si…».
– ¿De verdad? -Zoe no sabía qué otra cosa decir.
– Sí. -Yeager rio de nuevo, pero el sonido de aquella risa a ella le pareció doloroso-. He aquí una que ya no puedo quitarme de la cabeza: ¿Y si no hubiera decidido salir de casa aquella noche?
Zoe se mordió el labio inferior.
– Yeager…
– ¿Y si hubiera hecho algo más inteligente, como quedarme en casa con una caja de cerveza y una suscripción por horas a un canal porno? -dijo él volviendo a reír.
Zoe sintió un hormigueo que le empezaba en la base del cráneo y le bajaba lentamente por la columna vertebral.
– ¿Y si hubiera cogido el coche? ¿O si aquella viejita se hubiera resfriado y en lugar de salir a toda prisa para jugar al bingo se hubiera quedado en su casa rodeada de pañuelos de papel y Vicks Vaporub?
Yeager volvió la cabeza hacia Zoe con una sonrisa tan helada en el rostro que ella sintió otra ráfaga de escalofríos recorriéndole la espalda.
– Vino a visitarme al hospital, ¿sabes? Aquella viejita vino para disculparse por haberme atropellado. Por supuesto que no pude verle la cara, pero olía a Vaporub y me dijo que se había resfriado.
– ¿Y qué le dijiste?