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Uno de los extremos de los labios de Yeager se torció hacia arriba y se pasó una mano por la cicatriz de la cara.

– Le dije que mi abuela siempre recomendaba el té caliente con miel. Una buena taza y estaría curada.

Zoe sonrió un poco.

– ¿De veras?

– ¡Demonios, claro que no! Ni siquiera conocí a mi abuela. A ninguna de las dos. -Yeager se encogió de hombros-. Pero aquella señora y yo no teníamos mucho que decirnos.

Zoe se puso una mano en el pecho imaginándose la escena: Yeager tumbado en una cama de hospital, ciego, hablando con la anciana que había provocado el accidente; dándole consejos para curarse el resfriado en lugar de mandarla al infierno por haber sido la causa de aquel cambio en su vida. Un cambio irrevocable.

Entre los dos se hizo el silencio, pero era un silencio sonoro porque contenía los tácitos pensamientos de Yeager.

– Debes de sentirte impotente -dijo ella para romper aquel tenso silencio.

– No me digas cómo me siento.

Zoe ignoró la brusquedad de su respuesta.

– Sé que no es fácil.

Los días que había pasado cuidando a Lyssa, mientras su hermana luchaba contra la muerte, habían hecho cambiar a Zoe.

– Sí, como seguramente tú ya sabes -dijo él mientras se pasaba los nudillos por la cicatriz, arriba y abajo.

– Sí, lo sé. Sé cómo se siente uno cuando pierde algo.

No había vuelto a sentirse segura de sí misma hasta que regresó a la isla.

– No tienes ni la más remota idea de lo que se siente.

A Zoe el corazón le dio un vuelco y tuvo que tragar saliva. Ahora aquel hombre ya no parecía radiante y dorado, sino tan solo un hombre. Un hombre dolido y de mal humor. La idea de que en el fondo él no estaba tan lejos de ella la aterrorizó. Pero intentó olvidarse de aquel miedo, porque también sabía que él estaba indefenso, perdido y lleno de emociones que debería dejar a un lado si quería seguir sobreviviendo. Zoe se irguió incómoda y estiró las piernas; el lodo del huerto inundado le manchó los zapatos.

Intentando hallar alguna manera de ayudarle, se agachó y agarró un puñado de barro húmedo. Hizo con él una bola y echó la mano hacia atrás como si fuera a arrojarla.

Pero luego se detuvo. Giró la cabeza y se quedó mirando a Yeager.

– Toma -dijo Zoe agarrando una de sus manos y colocando la bola de barro sobre su palma.

Yeager cerró los dedos alrededor de la bola en un acto reflejo.

– ¿Qué…?

– Es una pella de barro. -Ella miró a su alrededor y vio una palmera que se alzaba como un voluntario a unos pocos metros delante de ellos-. Tírala contra el tronco de aquella palmera. Verás cómo te sentirás mucho mejor.

Las cejas de Yeager se alzaron por encima de la montura de sus gafas.

– Zoe, ni siquiera puedo ver ninguna jodida palmera.

– Oh -dijo ella-. Tienes razón. -Pero no dejó que aquello la desalentara, sino que se volvió a agachar y tomando otro trozo de barro hizo una bola para ella-. Bueno, entonces tírala a cualquier parte.

– Zoe.

Ella le dirigió una sonrisa.

– Dame una oportunidad, ¿vale?

Zoe echó la mano hacia atrás y lanzó la bola de barro en dirección al árbol. Reventó a unos pocos pasos del objetivo, pero de todas maneras ella gritó de alegría.

– ¡Un tiro perfecto! -le dijo a su ciego compañero.

Yeager meneó la cabeza.

– ¿Por quién iba eso?

Ella se agachó y recogió más barro.

– Por esos estúpidos biólogos marinos que afirman que los gobios de cola de fuego no volverán más. -Lanzó otra bola de barro que aterrizó muy cerca del árbol causando un audible chapoteo-. Y esta… esta es por El Jodido Niño que ha cambiado las corrientes de nuestro océano.

– Estás loca.

Zoe se agachó de nuevo y apretó los dedos alrededor de su nueva bola de barro.

– No lo critiques hasta que no lo hayas probado.

Ella aguantó la respiración y entonces, todavía meneando cabeza, Yeager lanzó su bola con fuerza.

Zoe chasqueó los dientes.

– Oh, tío, ahora ya entiendo por qué te han dado la patada en el culo, señor Hombre del Espacio. Tiras como un marica.

Hubo un instante de tenso silencio. Pero luego Yeager se agachó y tomó un trozo de barro con una expresión indescifrable en la cara.

– Eso lo vamos a ver ahora.

¡Sí!, pensó Zoe orgullosa de sí misma, mientras veía cómo él hacía una enorme bola de barro, una que necesitaba de las dos manos para ser lanzada. Luego la colocó sobre la palma de la mano derecha y la lanzó con un gruñido, haciendo que la bola pasara por encima de la palmera y fuera a aterrizar sobre unos matojos de manzanilla que había a varios metros detrás del árbol.

Zoe soltó un chillido de júbilo.

– ¿Y esa por quién era?

– Por los médicos de la NASA, por supuesto -dijo él agachándose a recoger más barro.

– Muy bien hecho, tío -lo animó ella dando palmadas.

Su siguiente pella de barro reventó en el suelo a pocos metros de la manzanilla.

– Esta es por las carreteras resbaladizas y la lluvia de Houston.

Zoe se metió de lleno en el juego. Hizo otra bola de barro y lanzó el tercer disparo hacia su afortunada palmera.

– Por Jerry y por Randa, y por cualquiera que vuelva a decir una palabra, ¡una sola palabra!, contra la banda de la isla.

Yeager refunfuñó.

– ¿No estarás pensando seriamente en dejarles tocar? Sea quien sea su director, haría un gran favor al festival si sencillamente se retiraran con una elegante reverencia.

Zoe lo miró con los ojos rojos de furia. Él tenía el pelo levantado y una mancha de barro en la mejilla.

– Yo soy la directora de la banda -dijo ella-. ¿Es que no lo sabías?

– ¡No! -contestó Yeager frunciendo los labios-. Con la mano en el corazón, te juro que no tenía ni idea.

De repente a ella no le gustaron sus labios fruncidos y su camisa impecablemente limpia, ni aquella mancha de barro solitaria en la mejilla. Metió la mano rápidamente en el barro y, sin molestarse en hacer una bola, pasó los dedos manchados de barro por la mejilla y por la camisa de Yeager.

– Oh -dijo ella en tono arrepentido-. He fallado el tiro.

Yeager se quedó de piedra. Un grueso reguero de barro le bajaba por la mandíbula.

– Eso no ha sido un accidente -replicó Yeager al cabo de un rato.

Ante el tono aparentemente calmado de su voz, Zoe prefirió apartarse hacia el extremo de su asiento.

– Por supuesto que sí -dijo ella.

– No. -Moviéndose hacia un lado, Yeager la agarró por los hombros con una mano y dejó caer el barro que tenía en la palma de la otra sobre su cabeza-. Esto sí que es un accidente.

Zoe dio un grito y se puso de pie.

– No deberías haber hecho eso -le advirtió ella.

– ¿Ah, no? -Él se agachó de nuevo y agarró dos montones de barro con las manos-. ¿Y por qué no?

Porque ella tenía la ventaja de ver. Y manteniendo un ojo en él, se movió rápidamente hacia el huerto inundado de agua y se armó. Luego, andando de puntillas, se colocó detrás de él.

– ¿Zoe? -la llamó Yeager con desconfianza-. ¿Dónde estás, cariño?

– Aquí mismo -le susurró ella al oído, y luego le apartó el cuello de la camisa y le metió el barro húmedo por dentro.

Yeager gritó y se volvió hacia ella, pero Zoe se alejó de allí dando saltos de alegría.

– ¡Te pillé, te pillé, te pillé! -chillaba Zoe triunfante.

Pero Yeager ya estaba preparando una gran pella de barro. Una leve sacudida de excitación estremeció el cuerpo de Zoe y no pudo resistir la tentación de seguir torturándolo.

– ¡Aquí estoy! -le gritó ella. Y luego, moviéndose varios pasos hacia el otro lado, añadió-: ¡Y aquí!

Yeager disparó hacia donde ella había estado la primera vez y luego en dirección hacia donde había hablado la segunda.

– No juegues conmigo, Zoe -le advirtió.

Zoe tuvo que taparse la boca con el dorso limpio de la mano para ahogar la risa. Oh, cielos, ya sabía dónde quería embadurnarlo ahora de barro. Con cautela, dio un par de pasos y se quedó parada en medio del huerto para hacer la más sucia, suculenta y húmeda pella de barro.