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A Yeager no le gustó nada el tono burlón de la voz de su amigo.

– Quizá deberíamos haber aceptado una porción de ese pastel -opinó Yeager intentando distraer a Deke.

Deke ignoró su segunda intentona de poner una nota de humor en la conversación.

– Había una caja de bombones sobre la mesa y varios platos de porcelana china, así como una tetera de plata. En ella se reflejaba la luz de cientos de velas.

– ¡Para ya, Shakespeare! -dijo Yeager en un último intento de cambiar el rumbo de la conversación.

– También había un marco de plata. Con una fotografía.

Velas, cáncer, un pastel. Yeager pensó que ya había oído suficiente. No quería saber nada de aquella fotografía.

– Yo me voy a mi habitación -dijo echando a andar por el camino hacia su apartamento. Deke lo agarró por el brazo.

– Tienes que oír el resto.

– No, no quiero.

Deke lanzó una risotada.

– Sí, sí quieres.

Yeager intentó soltarse de la mano de su amigo.

– Mierda, tío, ¿por qué quieres contarme nada más?

Yeager se sintió de repente enfadado, aunque no podía adivinar por qué. Quizá por el cáncer. Por el recuerdo de sí mismo diciéndole a Zoe que ella no podía saber lo que era sentirse impotente.

– ¿No crees que ya hemos invadido bastante su intimidad? -dijo Yeager haciendo ver que intentaba protegerlas a ellas, a Lyssa y Zoe, porque le avergonzaba aceptar que realmente era a sí mismo a quien estaba tratando de proteger.

Era perfectamente capaz de imaginar la escena sin necesidad de un retrato enmarcado. Y estaba seguro de que no tenía ningunas ganas de saber qué había en aquel retrato.

Deke colocó una mano sobre el hombro de Yeager.

– Creo que es algo que deberías saber.

Yeager apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza.

– Vale -dijo al fin-. Suéltalo.

– La fotografía era un primer plano de Lyssa y Zoe. Las dos sonrientes, pero con un aspecto horrible. Eran todo piel y huesos, con los ojos enormes y sin pelo.

Yeager hizo una mueca.

– La quimioterapia. Pierdes el pelo.

– Pero las dos. Sin pelo.

– ¿Las dos? No lo entiendo. ¿Qué…?

– Imagino que Zoe se rapó el pelo. Estaba más calva que Michael Jordan, tío. Supongo que lo haría como una muestra de solidaridad con su hermana, que estaba luchando contra la muerte.

Un escalofrío hizo que a Yeager se le pusieran de punta los pelos de la nuca. Cuando Zoe pensó que su hermana pequeña se estaba muriendo, se afeitó la cabeza. Como una pequeña muestra de solidaridad, como decía Deke, para con el único miembro de la familia que le quedaba en el mundo.

– Zoe -nombró Yeager.

– Y Lyssa -dijo Deke-. Estuvo a punto de morir. Y Zoe tuvo que mantener a su hermana con vida.

Yeager meneó la cabeza.

– Dios bendito -dijo de nuevo Yeager.

– Cielos -añadió Deke.

Parecía que ambos se hubieran puesto a rezar.

Zoe se había dado cuenta de que Yeager la estaba evitando e intentó sentirse aliviada por ello. Yeager le había parecido demasiado cálido, sólido y permanente cuando lo había tenido entre sus brazos en el barro del huerto. Había sentido deseos de tenerlo así, junto a ella, para siempre. ¿No era una locura?

Una completa locura.

Con todas sus energías puestas en el Festival del Gobio en lugar de en sus huéspedes, Zoe había estado metida últimamente en una vorágine de actividad. Más carteles, más ensayos con la banda de música, una reunión con el jefe de policía de la isla para decidir el recorrido del desfile y qué calles deberían cerrarse al tráfico aquel día.

Y luego estaba el compromiso de hacer un centenar de estrellas de papel de aluminio para decorar el auditorio de la escuela, donde tendría lugar el baile de inauguración. Los miembros del Club de Pescadores de Abrigo se habían ofrecido para recoger el millar de estrellas que iban a hacer entre todos y colgarlas con hilo de pescar del techo del auditorio.

Sentada a la mesa de la cocina y dándose un masaje en los dedos entumecidos por las tijeras, Zoe deseó haberse quedado con el tema del festival del año anterior: «El jardín de las maravillas de la isla». En todos los garajes se habían colgado cajas de pasta de papel, fabricadas por los alumnos de la escuela secundaria, y cintas de papel floreado, cortesía de los niños de la escuela elemental.

«¡Los límites del cielo!», el tema de este año, así, entre exclamaciones, le parecía demasiado optimista. Pero Zoe dejó a un lado sus dudas y tomó otra hoja de papel de aluminio en la que previamente había dibujado la silueta de una estrella. Se sentía optimista. Era optimista.

Como un castigo por su breve ataque de negatividad, metió los dedos en las tijeras y siguió recortando estrellas.

Sin embargo, sus dedos entumecidos agradecieron la interrupción de alguien que llamaba a la puerta de entrada de la casa. Lo mismo que Zoe, hasta que vio quién había al otro lado.

– Jerry.

Este cruzó la puerta -haciendo pasar primero su oronda barriga- con su cara camisa de algodón por encima de su cara redondez, que rebosaba por encima de unos caros pantalones blancos. Con el corazón en un puño, Zoe lo siguió hasta la sala de estar.

Gunther le había dicho hacía unos días que Jerry había vuelto a la isla, y ella había estado contando, como si fueran una bendición, cada uno de los días que habían pasado sin que él se dejara ver por allí, para quejarse o intentar cambiar algo del festival. Jerry pagaba casi todo el festival y esperaba que aquella inversión le reportara beneficios.

Se sentó en uno de los sillones soltando un ligero suspiro.

– Tenemos que hablar, Zoe.

– Por supuesto, Jerry. -Ella se sentó en una silla de respaldo alto intentando pensar en cómo manejar aquella situación-. Espero que hayas tenido un buen viaje.

Él alzó una mano llena de anillos -joyas caras en dedos rollizos- como si sus buenos deseos estuvieran de más.

– Veo que has seguido con los preparativos para el festival.

Zoe tragó saliva.

– Bueno, claro que sí, Jerry. Habíamos decidido que…

– Por lo que he oído, tú habías decidido.

Ella volvió a tragar saliva.

– Fue el voto mayoritario de la comunidad, Jerry. Sabes que necesitamos el festival para atraer a los turistas.

– Los peces, Zoe. Necesitamos que vuelvan esos peces, Zoe.

– Pero es que van a volver. -Zoe sintió que le ardía la base de la nuca, un signo claro de nerviosismo.

– Esos científicos no se dejan influir por las palabras, Zoe. Y de momento no han cambiado de opinión.

– No sé qué esperabas que hiciera yo, Jerry -dijo Zoe frotando sus de repente sudorosas manos sobre las perneras de los tejanos-. Ya se han puesto las banderas y se han repartido los carteles, y los boy scouts están preparando su desfile acuático.

Jerry frunció el entrecejo.

– Tengo un montón de dinero pendiente de un hilo.

– Jerry. -Zoe no podía pensar en nada mejor que decir, de modo que acabó por repetirse-. Ya están puestas las banderas. Ya se han repartido los carteles. Los boy scouts están preparando su desfile acuático.

Él se puso de pie, metió las manos en los bolsillos de los pantalones y empezó a hacer sonar las monedas que llevaba de manera amenazadora.

– Y yo creo que…

Otra voz irrumpió en la conversación.

– Creo que está usted molestando a Zoe sin ningún motivo.

Ella se dio media vuelta. Yeager. Estaba apoyado en el marco de la puerta que daba a la sala de estar, con una pierna cruzada sobre la otra y vestido con una deportiva camisa de seda y unos arrugados pantalones de lino. Con las gafas negras y una barba incipiente ocultando sus facciones, tenía el aspecto de una disoluta celebridad de Hollywood. En su rostro podía verse una leve sonrisa, y nadie podría imaginarse que era ciego.