– ¿Perdón? -dijo Jerry.
Yeager sonrió abiertamente, pero había algo en la manera como se comportaba, casi despreocupadamente, que le daba un aire de mando. Por primera vez Zoe recordó que había sido oficial de la Armada.
– Le decía que no veo ninguna razón para molestar ahora a Zoe con este tema. No cuando los preparativos del festival están marchando a la perfección. Un hombre de negocios de su calibre debería darse cuenta de que este es el momento de hacer todo lo que esté en su mano para que el festival salga a pedir de boca.
– Bueno, yo… bueno, yo…
– Estoy seguro de que usted es perfectamente consciente de que no tiene ningún sentido molestar a Zoe con estos asuntos -dijo Yeager, y luego volvió la cabeza hacia ella-. Zoe -le dijo-, necesito hablar contigo en privado.
Ella sonrió.
– ¿Algún problema con tu factura? -le preguntó dulcemente.
– Exacto.
Incluso ciego y con las gafas de sol puestas, Yeager se las apañó para atravesar a Jerry con la mirada.
El otro hombre captó la indirecta.
– Bueno, les dejaré que arreglen sus asuntos. -Jerry avanzó hacia la puerta, pero antes de cruzarla se giró en redondo y se quedó mirando a Yeager-. ¿No es usted…?
Yeager asintió con la cabeza.
– Exactamente. El subsecretario de Inspección de Hacienda.
A Jerry le faltó tiempo para desaparecer por la puerta.
Zoe se tapó la boca con las manos para sofocar un ataque de risa. Una vez hubo conseguido controlarse, meneó la cabeza.
– Se va a dar cuenta del error que ha cometido en menos de veinte segundos. Jerry no es estúpido, ¿sabes? No creo que se haya tragado que trabajas en Hacienda y seguro que pronto recordará quién eres.
Yeager estaba ya dando media vuelta en dirección a la puerta.
– ¿Quién sabe? Ahora tendré que buscar un nuevo trabajo.
Zoe corrió para alcanzarlo antes de que saliera.
– ¿Necesitabas algo?
Yeager dejó que ella le sujetara las puertas batientes de la cocina abiertas para que pasara.
– No, nada. Simplemente oí voces y me picó la curiosidad.
– Bueno, pues me has salvado.
Con esa idea, Zoe sintió que florecía en su pecho una sensación de calidez. Hacía mucho tiempo que nadie salía en su defensa.
– Tú podrías haberlo manejado perfectamente sola -dijo él bruscamente-. Yo habré evitado quizá tres minutos de tu cuota de problemas diarios.
Ella lo acompañó hasta fuera de la cocina.
– ¿Estás bien?
– De maravilla -contestó él avanzando por el sendero hacia el apartamento Albahaca.
Zoe aceleró el paso para mantenerse a su lado.
– Llevaba tiempo sin verte. ¿Por alguna razón?
– Ninguna en absoluto.
Pero había algo que le iba francamente mal, muy mal. Ahora que Jerry se había marchado, los hombros de Yeager estaban rígidos por la tensión y en su mandíbula se podía apreciar un músculo que palpitaba. Echó a andar aún más rápido y Zoe se dio cuenta de que cojeaba claramente de la pierna derecha.
Frunciendo el entrecejo, ella echó a correr para alcanzarlo.
– ¿Está Deke en su apartamento?
– Creo que está en la casa de su tío.
Aquello quería decir que Yeager estaba solo. Zoe se mordió el labio inferior. Podía imaginar parte de las razones por las que su humor había cambiado de una manera tan drástica -el aire de tranquilidad que había aparentado antes solo había sido para desarmar a Jerry-, pero lo que había detrás de todo aquello le parecía mucho más oscuro que cualquier cosa que hubiera experimentado antes en su vida.
Zoe volvió a morderse el labio. Aquel hombre acababa de hacerle un gran favor. ¿Era justo dejarlo a solas con su mal humor? Ella seguía avanzando a paso ligero sin estar todavía segura de lo que estaba haciendo.
Al llegar a la puerta de su apartamento, él se detuvo.
– Zoe -le dijo con determinación-. Márchate.
Ella metió las manos en los bolsillos.
– Pero…
– Márchate.
Yeager se acercó a ella, puso una mano en su hombro y le dio un ligero empujón. Luego se dio la vuelta y abrió la puerta.
Zoe pudo ver que el interior del apartamento estaba manga por hombro. Las colchas de la cama estaban tiradas por el suelo, como después de una buena borrachera. En el pequeño mostrador de la cocina americana había montones de bolsas de patatas fritas, botellas de cerveza y latas de soda vacías. Las almohadas -junto con un par de cajas vacías de galletas de mantequilla- estaban en el suelo, entre la cama y la puerta del patio. Solo el patio estaba limpio. Dolly seguía sentada en su silla, con sus pies hinchables metidos en unas zapatillas de playa de color púrpura y colocados sobre la mesa.
– La señora Duran me ha dicho que no la has dejado entrar -dijo Zoe-. ¿Te importaría que arregle un poco el apartamento?
Él se pasó la mano por la cicatriz de la cara, que ni siquiera su barba incipiente podía disimular.
– Me gustaría que cerraras la puerta y te marcharas de aquí.
Zoe cerró la puerta.
Yeager debió de imaginar que ella le había hecho caso y se había ido, porque se acercó a la cama revuelta, se sentó en ella y luego se dejó caer de espaldas. El colchón se hundió bajo su peso.
Ella dudó. Aquel malhumor -o comoquiera que se le pudiera llamar- todavía puede con él.
– Zoe, ¿por qué estás todavía aquí?
Aparentemente el resto de sus sentidos seguían perfectamente afinados.
Ella frotó las manos en sus pantalones cortos. ¿Qué podía hacer? Lo había visto comportarse de manera encantadora, burlona y seductora. Luego lo había sentido como a un amigo y también lo había visto decepcionado. Pero ahora todos aquellos estados de ánimo habían desaparecido. En lugar de eso parecía estar tenso, cortante y dolorido. ¿Debía dejarlo allí sin más o era mejor tratar de ayudarlo de alguna manera?
– ¿Te encuentras mal? -preguntó ella.
– Sí, estoy agonizando -contestó él dejando escapar una carcajada helada.
Zoe no supo qué replicar ante aquel tono sarcástico que había adoptado su voz.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -Zoe se acercó más a la cama-. ¿Dónde te duele?
No parecía que él tuviera intención de contestar. Tomando aliento, ella se sentó en la cama a su lado.
– Me he dado cuenta de que cojeabas -dijo Zoe rozando con los dedos el muslo rígido de Yeager.
Él la agarró por la cintura con una mano.
Ella se quedó quieta.
– ¿Es aquí donde te duele?
– No, Zoe. No lo hagas -dijo él apretando los dedos a su cintura con más fuerza.
– ¿Que no haga qué?
– No me tomes más el pelo.
– ¿Qué? -Ella trató de apartar la mano de su pierna, pero él no se lo permitió-. No sé de qué me estás hablando.
– Todo empezó el otro día en el huerto. ¿Hace falta que te refresque la memoria? Me dijiste que sabías lo que se sentía al perder algo. -Yeager se puso rígido-. Pero no replicaste nada a mi amable respuesta. ¿Recuerdas lo que dije? Que no tenías ni puñetera idea de lo que significaba eso.
– Yo no he sido astronauta…
– Por favor, Zoe -parecía enfadado-. Me dejaste gimotear y lloriquear, y exponer todas las quejas infantiles que pudiera sacar a la luz.
Ella tragó saliva.
– Yo…
– Y mientras yo estaba allí sentado quejándome de mi vida, tú estabas ocultando unos cuantos detalles importantes de la tuya. Como que tu hermana había tenido cáncer. Como que tú eras la única familia con la que ella podía contar. Como que te llegaste a afeitar la cabeza para que ella no se sintiera tan sola.
– No sé qué tiene que ver eso…
– ¡Tiene mucho que ver! -Su voz adquirió un amargo tono de rabia y Yeager retiró la mano de ella-. Como hacer que me sienta como un idiota. Como presentarme como un quejica egoísta. Como dejar claro que no soy más que un aspirante a héroe. Alguien que no tiene ni el valor suficiente para meterse en la cama por las noches, porque odia tener que levantarse cada mañana y volver a la realidad.