Para olvidar que hacía muy poco aquellas mismas manos se habían paseado por la piel desnuda y caliente de Yeager, y por sus fuertes músculos.
Para intentar no pensar en que, después de haber hecho el amor con él, Yeager había tomado su mano y había besado cada uno de sus dedos; y después la palma, y luego se la había cerrado para que ella pudiera seguir sintiendo -todavía ahora- un cosquilleo, como una marca dejada por él en la sensible piel de su mano.
Las tijeras cayeron con estrépito sobre la mesa.
– ¡Caray! -murmuró Zoe, y decidió dedicarse a envolver con papel de aluminio las estrellas que tenía recortadas antes de que se hiciera daño con las tijeras.
Podía verse a sí misma reflejada en las hojas de aluminio. Su reflejo era borroso, pero podía ver sus labios carnosos, más enrojecidos e hinchados de lo normal.
Más enrojecidos e hinchados por los besos de Yeager.
Enfadada consigo misma, dejó las estrellas y, agarrando un trapo del polvo y la cera para los muebles, se dirigió hacia la sala de estar. Recogió del respaldo de una silla una mantilla de ganchillo que había hecho su abuela y se la echó por los hombros saboreando su reconfortante seguridad.
Abrazándose a sí misma, se quedó de pie en el centro de la sala de estar, en el corazón de la casa que representaba para ella todo lo que le era familiar y seguro. Ella pertenecía a aquel lugar, ese era su refugio.
Más calmada, tomó aliento y empezó, su ritual de quitar el polvo, rociando los muebles con el líquido perfumado con olor a limón: la mesa, el aparador y por último la mesilla de café de pino. Ya no había más polvo que limpiar -Zoe ya había hecho aquello mismo a primera hora de la mañana-, pero la lenta tarea de quitar el polvo era tranquilizadora, casi hipnótica.
Cuando acabó de pasar el trapo del polvo por encima de la mesa de café, se echó hacia atrás y admiró la brillante y pulida superficie.
Y de nuevo se vio reflejada allí.
Yeager no le había prometido nada. De hecho, le había dejado bien claro que no había nada que prometer.
Pero ella era una mujer con la imaginación llena de promesas.
Y los ojos llenos de amor.
Se ajustó la mantilla de ganchillo a los hombros e intentó negar aquella evidencia. ¡No podía haberse enamorado de aquel hombre!
Pero así era.
Se había enamorado de él. De cada uno de los complejos, excéntricos, encantadores y seductores centímetros de su cuerpo y de su mente.
Oh, no.
Aquello iba a acabar por hacerle daño.
Zoe se dejó caer en el sofá suspirando. Esa era la verdad. Cuando Yeager se fuera de la isla, aquello iba a romperle el corazón.
Pero todavía no se había ido. Aún no.
Se le erizó el vello de la nuca y no supo cómo interpretar aquella sensación, si como excitación o como un aviso. Agarrándose las manos intentó hacerse fuerte.
¿Podría conseguirlo? ¿Sabía acaso cómo hacerlo?
¿Podría seguir estando con Yeager hasta que este se fuera de la isla y luego seguir sobreviviendo?
Le parecía una pregunta estúpida, dado que tendría que seguir viviendo igualmente decidiera lo que decidiera. Y seguiría amándolo decidiera lo que decidiera. Y sabía que le iban a romper el corazón decidiera lo que decidiera.
Zoe se quitó la mantilla de los hombros y dejó el trapo del polvo sobre la mesa. No tenía ningún sentido tratar de tomar alguna decisión.
La puerta de la cocina se cerró de un portazo tras ella y Zoe salió corriendo por el camino hacia el apartamento de Yeager. Hacia la cama de Yeager.
Hacia Yeager.
Quería estar a su lado cuando él se despertara.
Deke no conseguía mantener la mente ocupada en las reparaciones de la casa, ni conseguía mantenerla alejada de lo que acababa de saber acerca de Lyssa.
A última hora de la tarde decidió por fin dejar el trabajo. Su cinturón de carpintero cayó al suelo con un ruido seco y luego echó a andar hacia el porche, sin saber exactamente qué iba a hacer a continuación.
Si volvía a Haven House, ella se le echaría encima y -por primera vez- no sabría qué hacer para manejar aquella situación.
Metiéndose las manos en los bolsillos de sus mugrientos tejanos, dejó la desvencijada casa atrás y echó a andar por el camino que descendía por la colina -pasando de largo de la vieja cabaña en el árbol- en dirección al océano. Allí vio huellas de pasos que se dirigían hacia el acantilado y las siguió distraídamente.
Conforme descendía por la ladera de la colina, el olor salado del mar empezó a inundar el aire y los pájaros se pusieron a cantar entre las ramas de los chaparrales. Despertó a una lagartija que tomaba el sol entre la hierba, a la que su rápida disculpa no pareció tranquilizar.
Cuando daba la vuelta en un recodo del camino, el profundo graznido de un cuervo cercano lo sobresaltó. Se quedó parado, miró a sus pies y luego hacia arriba, y entonces su mirada se cruzó con los ojos de Lyssa.
Su corazón empezó a sufrir el ahora ya familiar pseudoinfarto, que golpeaba con fuerza contra su pecho. ¿Cómo podía ser aquella muchacha tan insoportablemente hermosa?
Ella estaba arrodillada en un pequeño claro, al lado del camino, vestida con una blusa mexicana bordada y unos tejanos. El pelo -tan liso y dorado como las espigas de trigo- le caía por la espalda, y sus ojos -como diamantinas gotas de cielo- lo miraban con solemnidad. Lyssa tenía un aspecto joven y tierno; sin embargo fue él quien de repente se sintió tan torpe como un quinceañero.
Ella sostenía en la mano una corteza de pan.
– Ha estado a punto de comer de mi mano -dijo Lyssa ladeando la cabeza hacia un pequeño manzano de hojas grisáceas. En una de sus ramas había un cuervo encaramado que los miraba con ojos brillantes.
– Ha estado tan cerca… -añadió ella.
Deke arrastró los pies, igual que hacía en el instituto cuando estaba cerca de alguna de las chicas guapas de la clase. Su nuez se movió arriba y abajo con nerviosismo.
– Lo siento -le dijo.
Ella se encogió de hombros y se puso de pie tirando lejos la corteza de pan.
– Ya tendré otra oportunidad.
Aquellas palabras se clavaron en Deke, recordándole cada uno de los pensamientos que habían estado torturándole durante los últimos días. Aquella muchacha había estado luchando contra el cáncer. Casi no había tenido más oportunidades.
– ¿Por qué no me lo contaste? -le preguntó Deke con voz ronca.
– ¿Lo de la leucemia?
Cuando Deke asintió con la cabeza, ella giró la cabeza en dirección al océano, haciendo que su pelo ondeara con el movimiento y luego cayera de nuevo sobre su espalda con una perfecta suavidad.
– No quería que me echaras un polvo por compasión.
Deke sintió una sacudida, como si aquellas palabras fueran una bofetada en plena cara.
– ¿Eso es lo que quieres, pequeña?
Lyssa se volvió y lo miró por encima del hombro con sus ojos reflejando algo parecido al enfado.
– ¿No te has dado cuenta aún de que no soy una niña «pequeña»?
A él se le aceleró el pulso. Quería seguir pensando en ella como una niña pequeña. Quería seguir pensando que si sus amigos lo veían con una mujer tan joven como Lyssa, la mitad de ellos lo abofetearían y la otra mitad lo cachearían buscando las cadenas de oro y las llaves de su Ferrari último modelo. La crisis de la madurez no podía ofrecerle nada más hermoso y típico que aquella mujer.
Excepto por el hecho de que ella no era en absoluto típica.
Casi sin darse cuenta, avanzó un paso hacia ella.
– ¿Eso es lo que quieres de mí? -preguntó Deke de nuevo-. Un pol… -Se dio cuenta de que no podía pronunciar aquella palabra, no delante de ella-. ¿Pero sin la compasión?
– Quiero hacer el amor contigo -contestó Lyssa sin siquiera volverse.
El corazón de Deke golpeó una vez más contra su pecho y su mente empezó a poner la directa. Se imaginó retirándole de la nuca aquellos mechones de cabello dorados. Se imaginó oliendo su piel y besándole la boca y los pechos. Se imaginó lo dulce y delicado que podría ser con ella.