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– ¿Zoe?

Ella pudo oír la voz de Yeager saliendo del auricular que descansaba sobre la cama.

Lo cogió lentamente y volvió a colocarlo junto a la oreja.

– Aquí estoy.

– Te habrás quitado también las bragas, ¿no?

Su respiración sonaba profunda y deliberada. Ella apretó las piernas nerviosamente.

– Sí -le mintió.

– Zoe. -Pero él era demasiado listo para tragárselo.

– No sé por qué siempre acabo haciendo lo que tú quieres…

– Porque no estaría pidiéndote esto si hubieses venido antes a mi cama.

Ella se lamió los labios.

– Yeager…

– Las bragas, Zoe -le ordenó él.

Mientras se quitaba las bragas con una mano, sintió que la carne entre los muslos le ardía y al momento empezó a retorcer los muslos, ahora ya completamente desnuda.

– Ya está -dijo ella- ¿Estás ahora satisfecho?

Hubo un largo silencio y luego se oyó una risa.

– Todavía no, pero casi -contestó él con un tono de voz provocador-. No cuelgues, Zoe.

Click.

En la oscuridad, Zoe se quedó mirando el teléfono que sostenía en la mano. ¡Yeager le había colgado el teléfono! ¡Había hecho que se desnudara y luego le había colgado el teléfono!

Se quedó allí tumbada, desnuda en su propia cama, sin saber todavía si sentirse ofendida o aliviada. Y en ese momento le llegó el inconfundible sonido de la puerta trasera de la casa al abrirse.

Lyssa, pensó Zoe. Preocupada por que su hermana pudiera llegar a su dormitorio para charlar un rato con ella antes de irse a dormir, Zoe levantó las sábanas y empezó a revolverlas frenéticamente con el pie intentando alcanzar las bragas, mientras con la mano trataba de agarrar la camiseta que había quedado a un lado del colchón. Pero como en un sueño, cuando estaba a punto de alcanzar aquellas prendas, estas parecían escabullirse.

Oyó unos pasos que ascendían por las escaleras.

A Zoe se le aceleró el corazón y de repente la puerta del dormitorio se abrió de golpe.

La oscura silueta de una sombra en el marco de la puerta era mucho más alta que la de su hermana.

Y la voz de aquella sombra era también mucho más profunda y sensual que la de Lyssa.

– No me digas que te has vuelto a poner la ropa.

Zoe se echó hacia atrás sobre las almohadas, extrañamente nerviosa por la oscura intención que resonaba en aquella voz. Volvió a tirar de las sábanas y se las subió hasta la barbilla.

– ¿Por qué has venido?

Seguramente había estado esperando a oírla hablar para encontrar el camino hacia la cama, porque ahora se acercó directamente hacia ella.

– Si la montaña no va a Mahoma…

Zoe tragó saliva tratando de decir algo para aligerar la cargada atmósfera de la habitación.

– ¿Eso quiere decir que yo soy la montaña?

A Yeager no pareció hacerle gracia aquel comentario. Mientras su profunda y ronca respiración resonaba por toda la habitación, su negra sombra se acercó más a ella.

Podría haberle dicho que se marchara, pero no lo hizo.

Alargando una de sus fuertes manos hacia Zoe, Yeager palpó el borde del colchón, encontró las sábanas y luego tiró de ellas, se las arrancó de las manos y las echó a un lado. Gimiendo de satisfacción, Yeager tanteó con los dedos el cuerpo desnudo de Zoe.

– Bien.

– ¿Qué estás haciendo?

Zoe detestaba aquel tono agudo en su propia voz, pero Yeager ya estaba subiéndose a la cama y en aquel momento sus manos la agarraron por los tobillos.

En lugar de contestar a su pregunta, Yeager tiró con fuerza de sus tobillos hasta que ella quedó tumbada de espaldas sobre el colchón. El llevaba puestos unos tejanos, pero no llevaba nada arriba, y Zoe pudo sentir el calor de la piel desnuda de sus hombros rozando el interior de sus rodillas, mientras se las separaba con las manos.

Yeager agachó la cabeza.

La voz de Zoe volvió a chirriar de nuevo.

– ¿Qué estás haciendo?

Él levantó la cara. No llevaba puestas las gafas de sol, pero aun así sus ojos eran dos oscuros misterios. Sonrió y sus pupilas brillaron en la oscuridad de la habitación.

– Te estoy demostrando que en realidad no querías pasar la noche sola.

Y entonces le pasó las manos por la parte interior de los muslos, abriéndole todavía más las piernas. Luego hundió la cabeza entre sus muslos y Zoe pudo notar un soplido de cálido aliento en su… allí.

El corazón le dio una sacudida.

– ¡Yeager!

Luego sintió algo húmedo allí y todo su cuerpo se puso a temblar.

– ¡Yeager!

Él volvió a lamerle, una y otra vez, explorándola suavemente de una manera a veces persistente, a veces fugaz. Zoe apretó los talones contra el colchón y se agarró con las manos a las sábanas para sujetarse a algo, mientras el resto del mundo se derrumbaba, daba vueltas y acababa cayendo en todas direcciones.

Zoe no podía creerse que estuviera dejándole hacer aquello.

Pero Yeager acababa de descubrir un punto -¡oh, Dios!- por el que había pasado levemente en sus anteriores exploraciones y que ahora golpeaba sin tregua con su lengua. Zoe separó todavía más los muslos y, cuando él se incorporó para pellizcarle suavemente un pezón con los labios, el corazón empezó a martillearle contra las costillas. Ella pensó que de un momento a otro se iba a poner a levitar por encima de la cama y que saldría volando de la habitación.

– Zoe.

Ella jadeó. Yeager la había llevado hasta el límite, con las manos y la boca, y ella lo único que podía hacer era tratar de conseguir que le entrara un poco de aire en los pulmones. Le palpitaban las terminaciones nerviosas y la sangre le hervía.

– Zoe.

Ella jadeó un poco más.

– ¿Qué?

Quería pedirle que acabara con aquello, que acabara con ella, y se agarró de nuevo a las sábanas para no empujarle la cabeza de vuelta allí donde quería tenerla de nuevo.

– Dime, Zoe -dijo él volviendo a respirar otra vez sobre su caliente humedad.

¿Qué era lo que quería? Estaba ya tan cerca, tanto, que le habría dicho cualquier cosa que él le pidiera con tal de que la tocara allí una vez más.

– ¿Qué? -gimoteó ella.

– Dime que no querías quedarte sola. Dime que me deseas. Dime que me necesitas.

Zoe estuvo a punto de echarse a llorar. Le estaba pidiendo que le mintiera con todo su corazón. Quería que le entregara el corazón en una bandeja de plata, una bandeja que ella misma hubiera abrillantado antes con su trapo del polvo.

Yeager pasó un dedo por encima de su pubis húmedo y ella gimió.

– Dime, Zoe -le pidió él de nuevo.

¿Por qué le estaba pidiendo aquello? ¿Por qué quería oírlo?

Aquel dedo se entretuvo un momento encima de su ingle y luego se introdujo en ella. Zoe gimió de nuevo y luego se rindió a él.

– Te deseo. Te necesito -dijo ella con un tono de voz que era un ronco murmullo-. No quiero estar sola.

Inmediatamente Yeager inclinó la cabeza de nuevo, como si aquellas palabras lo hubieran inflamado. Ella pudo sentir de nuevo su lengua allí. Yeager volvió a encontrar aquel punto especial de su cuerpo, y la besó allí de una manera diestra y exigente. Entonces Zoe empezó a sacudir todo el cuerpo y se puso a chillar, embriagaba por el influjo de la hermosa intimidad de aquel acto y de las palabras que acababa de decirle.

Cuando a Zoe todavía seguía temblándole todo el cuerpo, Yeager se colocó encima y se introdujo en él. Zoe se puso a gritar de nuevo, mientras la dureza del miembro de Yeager la llevaba al éxtasis una vez más. Él se movía dentro de ella con un ritmo firme y acelerado.

Zoe lo rodeó con sus brazos y se agarró a su espalda, atrayéndolo hacia ella a la vez que alzaba las caderas para que se introdujera todavía más. Y entonces Yeager se puso rígido, gimió y empezó a moverse todavía más rápido. Él acabó desplomándose sobre ella mientras le besaba los hombros.