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Maldita sea, ahora ya ni siquiera quería esas dos semanas. No con alguien que lo acusaba de estar anclado en el pasado y huyendo de sus problemas. No con alguien que lo acusaba de haberla utilizado como una distracción.

Ella había sido su alegría.

Había sido su risa, su amiga, su compañera en la batalla de barro, la mujer que le había hecho recordar lo mucho que le gustaba volar.

¿Y él? ¿Qué había sido él para ella?

Se la imaginó en la cocina, con el pelo revuelto y las oscuras ojeras bajo los ojos. Sintió un dolor interno, una amarga punzada de pena. ¡Por Dios, debería haber besado su increíble boca una vez más! Debería haberle pedido que le sonriera por última vez. ¡Oh, sí, ella había sido su alegría!

Y entonces aquella pregunta levantó una vez más su fea cabeza. ¿Qué había sido él para ella?

En el peor momento de su vida -sin los gobios y con algún problema obvio entre ella y su hermana-, él no había sido nada para ella. Nada.

Y ahora la había abandonado.

Se hundió aún más en su asiento y recostó la cabeza en el respaldo de plástico. ¿Qué sentido tenía seguir dando vueltas a eso? El hecho era que él estaba regresando para enfrentarse a sus propios demonios y no podía hacer nada por una mujer que seguía dejándose conducir por los suyos.

Obligándose a respirar lenta y constantemente, intentó quedarse dormido.

Y de pronto sintió que alguien lo estaba mirando.

Gruñó. El barco estaba bastante lleno cuando él subió a bordo, pero se las había apañado para encontrar un lugar tranquilo en la popa. Con las gafas oscuras puestas y la gorra de béisbol calada hasta los ojos, había pensado que podría pasar inadvertido.

Pero al igual que había sucedido seis semanas antes durante su travesía hacia la isla, alguien le estaba echando el aliento encima.

– Oiga, señor.

Yeager decidió que ignorar la voz de aquel niño entraba en la categoría de estar huyendo de los problemas. No queriendo dar otro argumento más a Zoe, aunque fuera uno que ella no llegaría a conocer jamás, Yeager abrió los ojos y se echó para atrás la visera de la gorra.

– ¿Sí?-preguntó Yeager.

Su nueva admiradora debía de pesar unos cuarenta kilos, no mediría más de un metro de altura y tenía un pelo rubio y corto como el de Zoe. De pie a su lado estaba su hermano mayor, de unos nueve años, que parecía totalmente avergonzado. La pequeña Zoe en miniatura le dio un codazo a su hermano en las costillas.

Este se quejó y farfulló algo en dirección a su hermana.

– Hemos estado en Disneyland -le soltó a Yeager de golpe-. Ella tiene a Aurora, a Minnie y a Cenicienta.

La niña asintió con la cabeza enfáticamente y Yeager se dio cuenta de que llevaba en sus manos un libro de autógrafos de plástico rosa.

– ¿Sí? -preguntó de nuevo Yeager.

El autógrafo de un astronauta le parecía un poco raro para una niña coleccionista de estrellas, pero alargó la mano para coger el libro de autógrafos.

La niña apretó el libro contra su barriga y lanzó una mirada a su hermano.

Éste puso los ojos en blanco.

– Quiere un autógrafo del pez Flossie, ¿sabe? Le ha reconocido del desfile de ayer y ha pensado que quizá pudiera conseguirle usted un autógrafo.

Yeager se quedó mirando a los dos sorprendido. ¿Tan bajo había caído? ¿Ahora era reconocido como el compañero de un enorme e hinchado pez falso? Aquello era deprimente. Era horrible. Era ridículo.

Pero enseguida Yeager sintió que su boca se torcía en una mueca burlona. Rió entre dientes, notando que en su interior se desvanecía cierta tensión. Aquello era ridículo. Rió de nuevo meneando la cabeza.

¿Se reiría Zoe por algo así?

Sin dejar de reír, Yeager recibió un trozo de papel con la dirección de la pequeña y prometió que conseguiría el autógrafo de Flossie y se lo mandaría. Si las cosas se ponían mal, siempre podría comprar un bolígrafo de esos de tinta brillante y falsificar él mismo la firma, pero antes pensaba en ponerse en contacto con Zoe y ver qué se podía hacer al respecto.

Seguramente ella iba a divertirse con aquella anécdota.

Yeager se echó a reír una vez más mientras volvía a recostarse en su asiento. Vaya una manera de descubrir que ya no era astronauta.

Zoe también tenía razón en eso. Nunca volvería a serlo. A pesar de sus estúpidas fanfarronadas, en el fondo sabía que aquello se había acabado para él. Necesitaba una nueva vida, una nueva identidad.

Se sonrió de nuevo pensando en aquella isla de locos y en la gente que vivía allí. Habían creado una comunidad muy especial. Un grupo de gente que se preocupaba por los demás y que se protegían los unos a los otros.

Meneó la cabeza. De manera que, cuando tuviera que buscarse una nueva identidad, puede que allí donde era conocido como el amigo de Flossie no fuese, después de todo, un lugar tan deprimente para empezar una nueva vida.

El barco cabeceó ligeramente contra el muelle del puerto. Cuando Yeager recogió su petate, el último de los taxis ya se había marchado, así que se sentó en un banco a la sombra, a esperar que llegara otro taxi.

El aire del continente olía de manera diferente al aire de la isla. Inhaló una bocanada y notó que, aunque se trataba de un aire salado y fresco por estar tan cerca del mar, le faltaba algo que le resultaba difícil de reconocer. Estiró los brazos sobre el respaldo del banco y se quedó mirando el paisaje que había a su alrededor: una hilera de coches polvorientos, que se le hacían extraños después de tantas semanas viendo cochecitos de golf y motocicletas, unas poco inspiradoras calles asfaltadas y a lo lejos una nube de contaminación suspendida bajo el cielo azul.

Alzó la vista hacia la extensión que se abría sobre su cabeza. Sintió que se le encogía el corazón al recordar el día que había subido en paracaídas y había saboreado de nuevo la sensación del vuelo y de la libertad. Tendría que volver allí muy pronto. Sintió un cosquilleo en las palmas de las manos, ansiosas por agarrar de nuevo los mandos de un avión. Incluso una pequeña avioneta podía ser una buena llave para volver a entrar en su paraíso favorito.

¿O acaso era su segundo paraíso favorito, después del pequeño e impaciente cuerpo de Zoe?

Trató de apartar aquella pregunta de su mente. Ahora que su vista era buena, casi podía estar seguro de que, pasados unos meses, todo aquello -la isla y Zoe- sería como si no hubiera existido jamás. Podría llegar a pensar que su ceguera no había sido nada más que un mal sueño.

Suspiró. Por supuesto, aquella fantasía podía llegar a hacerse añicos en el momento en que viera la nave Millennium alzarse del suelo sin él.

Alzarse del suelo sin él.

Yeager se incorporó y pasó su mano por la cicatriz que tenía en la cara. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?

¿Realmente estaba regresando para enfrentarse a sus demonios o volvía porque era más fácil agarrar un viejo sueño por la amarga cola en lugar de intentar encontrar uno nuevo?

¿Por qué no empezaba ya a buscarse una nueva vida?

Fáciclass="underline" Porque no tenía ni idea de dónde demonios empezar a buscar.

Pero ¿era esa toda la verdad? Cerró los ojos y allí estaba de nuevo ella, protagonista única tras la pantalla de sus párpados apretados. Zoe.

Zoe riéndose.

Zoe abrazándolo.

Zoe deseándolo.

Y él deseando a Zoe.

Se levantó del banco sin saber todavía qué hacer. ¿Podría encontrar una nueva vida en la isla? ¿Podría ofrecer a Zoe algo más que un par de semanas?

Porque, si regresaba, ella se merecería todo lo que él pudiera darle.

Tomando aliento se volvió a tocar la cicatriz de la mejilla. ¿Qué era lo que debía hacer?

Se frotó de nuevo la cicatriz andando inquieto de un lado a otro. ¿Qué era lo que le había dicho en una ocasión Lyssa? ¿Que el destino tenía su propio plan?

– Vamos, destino -murmuró agarrando su petate-, haz tu trabajo.