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– Pero nosotros también viajamos. Porque las cosas son mucho más hermosas con un poco de perspectiva -añadió Zoe sabiamente.

Yeager la besó en lugar de decirle que no estaba de acuerdo: podía haber estado al día siguiente en la luna y no por eso le iba a parecer Zoe más hermosa de lo que se lo parecía en aquel momento.

De repente un movimiento en la distancia le llamó la atención. Yeager levantó la cabeza, se frotó los ojos, luego parpadeó y se los volvió a frotar.

Zoe frunció el entrecejo.

– ¿Qué sucede? ¿No están bien tus ojos?

– Espero que no me estén jugando una nueva mala pasada, cariño, pero mira allí -le dijo él señalando hacia el mar.

Ella se volvió hacia donde él señalaba, carraspeó y entonces Yeager supuso que Zoe estaba viendo lo mismo que él. La blanca espuma de las olas que rompían había adquirido un vivo tinte plateado y carmesí, una de las más increíbles visiones que Yeager jamás hubiera contemplado.

– ¡Los gobios! -gritó Zoe.

Entonces Zoe se puso a saltar, después se echó entre los brazos de él, lo besó y al final empezó a gritar de alegría.

Alzando los brazos, echó a correr por la playa, y Yeager tuvo que salir a toda marcha tras ella para alcanzarla, haciendo caso omiso a los pinchazos que sentía en su pierna herida.

– ¿Adonde vas? -le gritó él.

– ¡La hoguera! -contestó ella deteniéndose al lado de una pila de troncos y poniéndose a rebuscar en sus bolsillos-. ¡Cerillas! ¡Necesitamos cerillas!

Él se metió las manos en los bolsillos.

– Los astronautas y los boy scouts siempre van preparados.

Una delgada caja de cerillas pasó de las manos de Yeager a las de ella. Al instante las llamas alcanzaban la cima del montón de leña indicando que la isla había vuelto a la normalidad.

Como suele suceder, las buenas noticias corrieron veloces por todo el pueblo.

Al cabo de un momento, Yeager se vio obligado a compartir lo que había supuesto iba a ser una noche tranquila en compañía de su futura esposa con varios centenares de residentes y visitantes de Abrigo.

A nadie pareció sorprenderle que fuera a casarse con Zoe.

Todos estaban muy contentos de tenerlo entre ellos, como un miembro más de su comunidad, que a partir de entonces iba a ser también la de Yeager.

Alguien trajo una caja de cervezas y la isla por completo se puso a brindar por su felicidad. También llegaron Lyssa y Deke. A Yeager le pareció que su arrugo estaba positivamente desconcertado y atontado por la encantadora belleza que acababa de entrar en su vida.

– Lyssa está enamorada de mí -le dijo a Yeager con una sonrisa de tonto en los labios.

Pero Yeager prefirió no hacerle ningún comentario acerca de la cara de bobo que se le había puesto, pues estaba seguro que su propia cara no tendría un aspecto muy diferente.

Zoe se acercó a ellos con una deslumbrante sonrisa en los labios y con los cabellos brillando a la luz de la hoguera.

– ¿Estás seguro de que serás feliz aquí? -le preguntó ella.

Yeager no pudo evitar acariciarle la mejilla, la nariz y la boca, maravillado por todo lo que era ella y por todo lo que le había ofrecido a él.

– Estoy seguro de que vamos a ser felices siempre -le contestó él.

Epílogo.

Zoe se detuvo justo delante de las puertas correderas del comedor de Haven House. Ante ella, el sol de septiembre brillaba en el cielo y el ondulado mar atrapaba aquella luz de tal manera que la superficie del agua parecía sembrada de monedas de oro. Desde allí podía ver también el pueblo de Haven, donde las banderolas plateadas, rojas y azules del festival ondeaban todavía por encima de las calles vacías.

Vacías porque casi todos los habitantes del pueblo estaban en ese momento reunidos en el jardín de su casa, esperando a que se celebrara la boda.

Apretó con fuerza su ramo de rosas blancas y se agarró al brazo uniformado del hombre que estaba a su lado. Él la miró y las normalmente severas líneas de su rostro se suavizaron.

– ¿Estás lista?

Zoe tragó saliva.

– Preparada, mi brigadier general.

Aquellas palabras consiguieron que él esbozara otra inesperada sonrisa. El padre de Yeager, el brigadier general, era un hombre directo y serio, pero le gustaba aquella muchacha. Y le gustaba el apodo que le había puesto antes de que se conocieran. Cada vez que ella se dirigía a él llamándole brigadier general se le caía la baba.

El brigadier general dio un paso corto hacia delante, y esa fue la señal para que empezara la ceremonia. Tanto él como Zoe dieron un pequeño respingo cuando la banda de la isla empezó a atacar lo que se suponía que debía de ser una marcha nupcial, pero tras cuatro o cinco notas desafortunadas pareció que los instrumentos acabaron por ponerse de acuerdo. Dejando escapar un largo suspiro, Zoe asintió al padre de Yeager con la cabeza y ambos empezaron a andar.

El pasillo estaba engalanado con guirnaldas de jazmines y rosas. A ambos lados del pasillo, la pequeña familia isleña de Zoe ladeó la cabeza para verla pasar: Marlene, Gunther, Susan, Elizabeth, Desirée, Rae-Ann y los Daves, por nombrar solo a unos cuantos. Entre los invitados también había unos cuantos uniformes militares, de los amigos de Yeager en el centro espacial, y Zoe estuvo a punto de echarse a reír al ver que uno de ellos parecía haber elegido a la hinchable Dolly como pareja. Dolly parecía casi respetable, vestida con un traje de satén negro y un sombrero de ala ancha, de pie al lado de aquel hombre.

Pero conforme Zoe avanzaba por el pasillo, los invitados empezaron a convertirse en una masa borrosa, porque ante ella aparecieron las personas a las que más amaba en el mundo. Allí estaban Deke y Lyssa, los padrinos de boda. Cinco días después de la llegada de los gobios, la impaciente pareja los habían arrastrado a ella y a Yeager hasta el continente para que fueran los testigos de su boda en el juzgado. Zoe había estado tentada de seguir su ejemplo, pero Yeager se había empeñado en que quería verla con el traje blanco de boda de su abuela, y con varios metros de velo arrastrando detrás de ella.

Yeager. Al fin se permitió mirarlo. Estaba sobriamente parado al lado del cura, vistiendo un impecable traje negro que hacía resaltar aún más el dorado brillo de su cabello. A Zoe le dio un vuelco el corazón y el ramo de flores empezó a temblarle entre sus manos. Al parecer, Yeager percibió su repentino nerviosismo, porque la miró sonriéndole, y en aquella sonrisa ella pudo ver el apoyo, la seguridad y el amor con el que iba a poder contar durante el resto de su vida.

Tras unos cuantos pasos más llegó a su lado. El brigadier general la besó en la mejilla y tras palmear a su hijo en el hombro se sentó. Mientras la banda municipal acababa de tocar, dejando en el aire unas cuantas desafinadas notas finales, Yeager la tomó de las manos y se inclinó para mirarla.

– Gracias -le susurró-. Gracias por ser tú, por casarte conmigo y por darme este hogar.

El sol calentaba el rostro de Zoe y los profundos y apasionados sentimientos que la unían a Yeager incendiaron su corazón. Le devolvió la sonrisa a su inminente marido y le apretó la mano. El amor que sentía por él le había ofrecido una nueva vida.

– Gracias a ti -le susurró ella-, por haberme regalado a mí el mundo.

* * *

Christie Ridgway

Christine Ridgway siempre ha vivido en California. Empezó su carrera como escritora en quinto grado, cuando se inventó algunas historias de amor en las que ella era la protagonista y su partenaire, su ídolo de niñez. Más tarde, tras casarse con su amor de juventud, Christie retomó la afición de escribir romántica, esta vez imaginando héroes y heroínas.