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Ella se había quedado agarrada al contenido de aquel paquete, y de repente se dio cuenta de que se trataba de una muñeca de látex, desnuda y de tamaño natural.

¿Qué?, pensó ella.

Sorprendida de nuevo, Zoe dio un salto apartándose del calor y de la dureza que notaba en el regazo de su huésped. Con la muñeca todavía entre los brazos, emitió un chillido de disgusto y luego lanzó aquel objeto a un lado.

– Oh, Dios. -Sin ser capaz todavía de entender lo que estaba pasando, Zoe echó a correr hacia la puerta-. Discúlpame.

– ¡Espera! -dijo Yeager alzando la voz-. ¡No te vayas! ¿Qué es lo que ha pasado?

Una sonrisa seductora, el aterrizaje en su regazo y un juguetito de plástico, eso para empezar. Pero ella no podía enfrentarse con todo eso ahora. No con un hombre al que había visto brillando como un dios aquella misma mañana y que hacía un instante estaba ardiendo entre los muslos. Nerviosa, agarró con una de las manos el pomo de cobre de la puerta y la abrió.

– Que tengas un buen día -le soltó. Salió a toda prisa del apartamento y corrió hasta llegar al camino que conducía a la puerta trasera de Haven House.

A salvo en la cocina de su casa, cerró la puerta de golpe y se apoyó en ella respirando convulsivamente. Lyssa se quedó parada, sujetando una tetera en alto, a punto de llenarse una taza de té.

– ¿Qué te ha pasado?-preguntó Lyssa.

Zoe intentó explicárselo.

– Le he llevado un paquete al señor Yeager Gates y él me ha invitado a pasar.

Y a partir de ahí todo se había precipitado. Con su aspecto de actor de cine con las gafas de sol puestas, él le había ofrecido una abierta sonrisa y ella se había derretido como Doris Day bajo el calor de la sonrisa de Rock Hudson.

– ¿Y bien? -la animó Lyssa.

– Entonces me pidió que le desenvolviera el paquete.

Su mente volvió a repasar aquella escena. La mandíbula de Yeager abriéndose sorprendida un instante después de que el paquete explotara y ella acabara aterrizando en su brazos.

Aquellos brazos fuertes. Aquel pecho ancho. Aquel calor que emanaba de entre sus muslos.

Muy divertido. Aunque la comparación con Rock Hudson no le parecía demasiado acertada.

Entonces sonó el teléfono y Zoe salió corriendo a descolgarlo.

– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó.

– ¿Qué demonios era eso?

Yeager. Zoe tragó saliva y notó que las mejillas empezaban a arderle. ¿Cómo había podido acabar en los brazos de aquel tipo?

– ¿Qué era qué?

– Mi paquete. Esa «cosa».

– ¿Qué quieres decir?

– Mira, Zoe, no puedo encontrar esa cosa, pero sé que hace ruido.

– Sopla -dijo ella con el elevado y regocijado tono de voz que la mayoría de las mujeres utilizan para eludir cuestiones escabrosas; aunque Zoe no creía que fuera eso lo que se suponía que debería hacer la muñeca de látex para satisfacerle.

– Ahora ya no está soplando. Pero ¿qué demonios era?

Zoe frunció el entrecejo. Todo aquello no tenía ningún sentido.

– Espera un momento.

Con la mano que tenía libre abrió la puerta trasera de la cocina y arrastró hacia fuera el cable del teléfono. Salió hasta el camino y echó a andar entre los matorrales de lantanas anaranjadas y doradas, que le rozaban las pantorrillas. Desde un punto elevado del jardín podía ver la parte trasera del patio del apartamento de Yeager. Incluso podía verlo a él, con las gafas aún puestas y la luz del sol brillando de nuevo sobre su cabello castaño dorado, y con el largo cable de su teléfono cruzando el patio.

– ¡Eh, Yeager!

– ¿Sí? -Su voz sonaba impaciente y en absoluto ofendida.

– Ella se ha caído al otro lado de la barandilla. Si estiras la mano derecha y la sacas por la barandilla, podrás tocarle el pie.

– ¿Ella? ¿Qué? ¿Su pie?

Pero mientras formulaba aquellas preguntas, su mano descubrió el apéndice de plástico y tiró del juguete hinchable por encima de la barandilla. Fue a caer encima de la mesa del patio, con la cabeza golpeando contra el borde.

Yeager llevaba gafas oscuras. Había agarrado el pie de la muñeca a ciegas con la mano.

De repente Zoe se dio cuenta de que todas las piezas encajaban.

Y de pronto se sintió tan mareada como parecía estarlo la muñeca de goma.

– Ahí la tienes -dijo Zoe sintiendo la mortificación que le crecía por dentro.

¡Aquel hombre no podía ver! Por eso había bajado del barco agarrado del brazo de su amigo. Y eso también explicaba por qué le había pedido que entrara y que le abriera el paquete. Y cuando le había dedicado aquella deslumbrante y encantadora sonrisa ¡ni siquiera le había podido ver la cara!

– Llámame si necesitas cualquier otra cosa -dijo ella en un suspiro.

– ¡No, espera! -Desde donde ella estaba apostada pudo ver cómo él seguía palpando el pie desnudo de la muñeca-. ¿Qué demonios es eso? -preguntó él.

Zoe no contestó y decidió que era mejor volver a entrar en casa. Pero al dirigirle una última mirada vio cómo su largo pulgar rozaba el empeine de aquel juguete de plástico.

– ¿Zoe? -Su pulgar la acarició un poco más arriba.

A ella le ardían las mejillas, pero esta vez no era a causa de la vergüenza. Se quedó mirando los movimientos de su mano sin poder moverse, como encantada ante la visión de aquel errante dedo pulgar. Vamos, se dijo a sí misma, vuelve a la cocina. Cuelga el teléfono y date media vuelta.

Los músculos de sus piernas se tensaron para obedecer, pero en ese momento él paseó sus largos dedos por el torneado tobillo de la muñeca y ascendió siguiendo hacia la rodilla. A Zoe se le aflojaron los músculos -casi se le derritieron- y sintió un picor en el lugar correspondiente de su propia pierna. «¡Qué reacción más estúpida!» Quería alejar de sí aquella sensación pero estaba demasiado hipnotizada por la escena para poder moverse.

Él agarró con la palma de la mano la rodilla -la rodilla de la muñeca hinchable- y Zoe notó que se le encogía el estómago mientras sus dedos ascendían por el muslo de plástico. Pero Yeager esquivó la parte central y recorrió lentamente con la mano las caderas y los ridiculamente hinchados pechos de aquella muñeca Barbie.

De acuerdo, ahora realmente ya era hora de que se retirara. Pero ni uno de sus músculos respondió a aquella débil orden. Sus ojos seguían pegados a aquellos dedos masculinos que recorrían las femeninas formas de la muñeca.

Zoe apretó los labios y reprimió una leve oleada de culpabilidad. ¿Era realmente voyeurismo si uno de los dos observados era una muñeca de plástico?

Su mano grande y bronceada, tan masculina, se movía lentamente por la palidez de látex de la muñeca. Los dedos de él siguieron avanzando hacia arriba y Zoe notó un escalofrío en la carne que rodeaba su propia caja torácica. Se puso una mano allí, intentando calmar de ese modo la extraña respuesta de su cuerpo.

Pero su mano se quedó allí quieta. Y en el momento en que la mano de Yeager se deslizó por el pecho de la muñeca de plástico, Zoe se rozó el paladar con la lengua. Un calor recorrió todo su cuerpo cuando aquella gran mano masculina descubrió -y luego cubrió por completo- la total extensión de los pechos de aquella muñeca hinchable.

– ¡Ah! -dijo él en el teléfono.

Otra oleada de calor recorrió la carne de Zoe y sus pezones se pusieron duros.

– ¿Todavía estás ahí? -preguntó él.

Ella no sabía si aún estaba allí. Ni siquiera sabía quién era en ese momento. La Zoe Cash de veintisiete años que ella conocía no sería capaz de espiar a un hombre mientras se dedicaba a acariciar a otra mujer, ¡incluso aunque se tratara de una mujer de plástico! Aquella Zoe no debería haber sentido sus caricias en sus propias carnes… y aún más profundamente.

No es que fuera una mojigata, que ella supiera. Pero después de un muy breve romance en el instituto y en la universidad, sus experiencias en la vida la habían llevado por unos derroteros trágicos que la habían hecho tener que protegerse de otros posibles romances. Y apenas hacía tres años que, después de haber hecho una docena de tratos con Dios, ella y Lyssa habían podido regresar a la isla de Abrigo. Con Lyssa y con los negocios de los que tenía que ocuparse no había sentido la necesidad de tener nada más ni a nadie más en la vida.