– Fascinante. Y yo te recuerdo que soy arboricultora además de la tía de Henry. ¿Por qué no puedo volver a mi trabajo?
– Puedes hacerlo.
– ¿Y tú no puedes diseñar tuberías desde aquí? -le preguntó.
– No hace falta…
– ¿Cómo que no? Yo no sé cómo dirigir un palacio.
– No hace falta. El palacio se lleva solo.
– Sí, como en los últimos diez años, ¿no? La señora Burchett me ha contado que esto era un desastre.
– Parece que la señora Burchett te ha contado muchas cosas.
– Me ha contado lo mal que estaban todos, lo irresponsables que fueron Franz y Jean Paul. Y ahora tú te quieres marchar y dejarme a mí con…
– No dejaré mis obligaciones como gobernante. No voy a nacerte responsable de nada.
– ¿Y Henry?
– Es tu sobrino.
– Y tu heredero.
– No es mi heredero, es el heredero del trono de Broitenburg. ¿No sabes nada sobre las monarquías?
– Sé lo necesario. Sé que tienes una responsabilidad para con este país y que te vas a tu casa para jugar a los ingenieros.
– Mira, yo nunca he querido…
– ¿Qué, responsabilidad, compromiso? La señora Burchett me ha dicho que nunca has querido saber nada de eso. Me ha hablado de tu madre…
– ¿Qué demonios sabes tú de mi madre? -la interrumpió Marc.
– Que murió cuanto tú tenías doce años y que fue entonces cuando tu padre empezó a beber hasta matarse. Y que tú culpas a la familia de Jean Paul, a la familia real, por destrozar tu infancia.
– No me lo puedo creer… -murmuró él, atónito.
¿Cómo se atrevía la señora Burchett a contarle esas cosas? Debería entrar en palacio y despedirla de inmediato.
Pero… sólo estaba diciendo lo que decían las revistas. Le gustase o no, era de dominio público.
Tammy se mordió los labios. Por la expresión de Marc, se daba cuenta de que había hablado de más.
– Sé que todo eso no es asunto mío, pero sólo llevo aquí unas horas y ya he visto que el servicio está desesperado. Ellos quieren que te quedes, Marc. Supongo que intuían que ibas a marcharte… Y siento lo que he dicho, sé que no debería habértelo recordado, pero…
– Esto no tiene nada que ver con los cotilleos. No tiene nada que ver con el pasado. No soy un príncipe, soy un ingeniero.
Tammy se lo pensó un momento. No ya por ella, sino por Henry. Henry lo necesitaba a su lado, necesitaba una figura masculina que le enseñase cuáles serían sus obligaciones.
– Eres el jefe de Estado.
– El jefe de Estado en realidad es Henry.
– Ya, claro -sonrió ella, acariciando la cabecita del niño-. ¿Quieres que firme algún papel? ¿Quieres que redacte alguna ley?
– Ya te he dicho que estaré sólo a diez kilómetros de aquí. Puedo venir en menos de media hora si me necesitas.
– Tu sitio está aquí.
– No, tu sitio está aquí.
– Tú me has traído y no pienso dejar que te escabullas.
– No tengo intención de escabullirme…
– ¿Marc?
No se habían dado cuenta, pero Ingrid estaba en las escaleras, observando la discusión con cara de sorpresa. Con un cárdigan de cachemir y una faldita de tweed beige, sin un pelo fuera de su sitio, estaba preciosa.
– Buenos días, Ingrid.
– ¿Qué haces ahí? ¿Descalzo?
Marc no sabía qué la ofendía más, verlo hablando con Tammy o que estuviera descalzo.
– Jugando con la grava -sonrió por fin-. Pero no te lo aconsejo. Los pies de Tammy deben ser de cuero.
– Pensé que desayunaríamos juntos.
– *Y yo pensé que ibas a desayunar en la cama.
– Yo nunca desayuno en la cama. Los criados lo saben -replicó ella.96
– ¿Ah, sí? ¿Y por qué lo saben?
– Porque llevo aquí tres días.
– ¿Y por qué llevas aquí tanto tiempo? -siguió preguntando.
– Alguien tiene que controlar el palacio. Ahora es tu responsabilidad, Marc. No puedes dejar que lo controle el servicio.
– Eso es lo que yo le estaba diciendo -intervino Tammy-. ¿Sabes que piensa volver a su casita en cuanto pueda?
– ¿Cómo dices? -replicó Ingrid, mirándola como se mira a un gusano.
– Piensa dejarme aquí.
– ¿Sola?
– Con Henry. Intenta convencerlo, por favor -sonrió Tammy, volviéndose hacia Marc-. Pero si no quieres que empiece a buscar casa, será mejor que te lo pienses. Lo siento, Alteza, tengo que poner a esta otra Alteza en la cuna.
Y luego pasó a su lado muy digna, con gesto de gran dama, descalza y todo.
A pesar de su aparente confianza, Tammy estaba nerviosa. El palacio era una maravilla, el país era magnífico, pero ella no quería responsabilidades.
¿Debía aceptar su destino como responsable del heredero al trono?
Seguramente sí, pensó, mirando al niño dormido en la cuna. Y, en realidad, la culpa no era de Marc, sino de su hermana.
Muy bien. Podía cuidar de Henry, pero controlar un palacio y explicarle al niño cuál sería su futuro papel en Broitenburg era algo que no podía hacer sola.
– ¿Quiere aprobar el menú del almuerzo, señorita Dexter? -le preguntó la señora Burchett.
– ¿Yo?
– No quiero molestar a Su Alteza.
– ¿No puede hacerlo Ingrid?
– Es usted la anfitriona, señorita Dexter. ¿Qué tal codornices estofadas como primer plato?
– Yo creo que sería mejor un caldo de gallina -suspiró Tammy-. Porque así es como me siento ahora mismo. Como una gallina desplumada.
La señora Burchett disimuló una risita.
– ¿Lo dice en serio?
– Bueno, un pollo tampoco estaría mal.
Tammy no quería soportar las ironías de Ingrid otra vez, pero bajó al comedor cuando Dominic anunció que el almuerzo estaba servido.
Sin embargo, ni Marc ni Ingrid aparecieron por allí.
– Su Alteza y la señorita Ingrid comerán fuera de palacio -le dijo Dominic.
«Mejor», pensó ella. Así podría conocer al mayordomo… e intentar hacerlo su aliado.
Y funcionó. Para cuando terminó con el postre de fresas silvestres estaba casi segura de que podía contar con un amigo.
De modo que, ¿dónde estaban Marc e Ingrid?98
– Se han ido al cháteau de Su Alteza, en Renouys. Aunque nos gustaría que se quedase aquí, Su Alteza no disfruta en palacio.
– ¿Podría convencerlo para que se quedara? -preguntó Tammy.
– No lo sé. Pero si usted puede hacer algo…
Sí, ya. ¿Qué podía hacer ella? Lo único que tenía claro era que si Marc se iba de palacio para hacer lo que le daba la gana, ella también podía hacerlo.
De modo que bajó al jardín y buscó al jardinero jefe. Otto era mayor que Dominic y apenas hablaba su idioma, pero compartían el mismo amor por las plantas. Por lo visto, llevaba años intentando remodelar el jardín y el bosque que rodeaba el palacio, pero nadie le daba órdenes precisas. Cuando le mostró los planos de lo que quería hacer, Tammy se quedó boquiabierta.
– Es asombroso -sonrió, admirando una avenida flanqueada por perales de Manchuria-. Una maravilla.
– Si Su Alteza lo permitiera…
– Claro que lo permitirá. Tiene que hacerlo.
– ¿Qué es lo que debe permitir Su Alteza? -oyeron una voz tras ellos.
Marc acababa de aparecer entre los árboles y parecía muy serio.
Pero Tammy no pensaba dejarse intimidar.
– ¿Has visto estos planos? Son increíbles.
Pero el jardinero estaba guardando los papeles, nervioso.
– Otto quiere hacer muchas cosas -insistió Tammy-. Y no sé por qué no se lo han permitido antes. Mira esta colina. La mayoría de los árboles sufrieron algún desperfecto después de una gran tormenta hace años… pero nadie le ha dado permiso para replantarlos y la erosión empieza a ser un problema. Sería un crimen dejar que el terreno se echara a perder.
– ¿Un crimen?
– Sí. Y no es un problema de dinero. Otto tiene semillas suficientes para plantar un bosque entero. Sólo tenemos que decirle que sí.