– ¿Tenemos?
Tammy se puso colorada.
– Bueno, tú. Pero yo lo ayudaré, claro. En cuanto esté instalada del todo…
– ¿Vas a quedarte en palacio?
– Yo no. Tú te quedarás en palacio.
– Esto parece una discusión de niños -replicó Marc, irritado-. Yo me quedo, tú te quedas…
– Pues deja de portarte como un niño.
– ¿Cómo dices?
– Dejar tus responsabilidades en manos de una chica inexperta…
– ¿Una chica inexperta? No creo que lo fueras ni cuando tenías tres años -la interrumpió él-. ¿Qué te parece, Otto? Fantastique, eh
– Oui -contestó el jardinero-. Et belle, tres belle.
– Eso es verdad. Desde luego que sí-sonrió Marc.
– Sí, guapísima. Despeinada, con los vaqueros manchados de hierba… Estáis locos.
– Yo no lo creo. Por cierto, he venido para informarte de que la señora Burchett está haciendo un soufflé, así que no podemos llegar tarde a cenar. También me ha dicho que pensaba servir codornices para el almuerzo, pero la señora le pidió pollo.
– Yo no… bueno, sí, pero…
– Planeando arreglos en el jardín, cambiando el menú… te sentirás como en casa antes de que te des cuenta. Y entonces yo podré vivir mi propia vida -sonrió Marc.
Ah, genial.
Capítulo 8
INGRID no estaba allí. Tammy entró en el salón y se encontró a solas con Marc, que la esperaba frente a la chimenea con una sonrisa en los labios.
– ¿Qué? Quiero decir, buenas noches, Alteza.
– Buenas noches, señorita -dijo él, inclinando la cabeza.
En otro hombre hubiera resultado irónico, pero en él resultaba tan normal como que le besara la mano. Lo cual no era nada normal para ella… Nunca le habían besado la mano.
¿Y cuántos hombres conseguían ponerla nerviosa con una simple sonrisa?
– ¿Dónde está Ingrid?
– Ha tenido que volver a su casa urgentemente.
– ¿A tu casa?
– A la suya.
– De modo que la señora Burchett tenía razón-la has dejado.
– No.
– ¿Entonces volverá?
– No sé por qué te preocupa tanto.
– Es por el vestido -contestó Tammy, pasando la mano por la falda del vestido azul que había sacado del armario-. Si a partir de ahora vamos a cenar solos, puedo bajar en vaqueros.
– Ah, muchas gracias. Merci du compliment.
– De nada.
– Pensé que las mujeres se vestían para agradar a los hombres.
– Sólo si intentan atraerlos. Y yo no lo estoy intentando.
¿Sería eso cierto? ¿Estaba intentando atraerlo? No… o no mucho. O no estaba dispuesta a admitirlo.
– Las mujeres se visten para impresionar a otras mujeres. Mi madre y mi hermana podían diseccionar el atuendo de una mujer a quinientos metros.
– ¿Y a ti no te hacía gracia?
– Ninguna. ¿Podemos ir a probar el soufflé?
– ¿Por qué no te gustan las codornices?
– No me han gustado nunca.
– ¿Y si a mí me gustan?
– Si yo soy la encargada del menú, nunca comerás codorniz.
– Eres muy dura.
– Lo soy -sonrió Tammy. En realidad, se sentía feliz por la ausencia de Ingrid. Y no quería preguntarse por qué.
Fue una cena fabulosa. Podrían servirle pollo todas las noches si querían. Lo preparaban con unas hierbas especiales y era muy jugoso, una joya. Y el soufflé de salmón, para morirse. También fue delicioso el postre, una tarta de frambuesas que se deshacía en la boca.
Nunca había comido tan bien. Y si seguía comiendo así tendría que desabrocharse algún botón del vestido.
– ¿Qué? -preguntó Marc al ver que lo miraba.
El comedor era enorme, espléndido. Techos altos, candelabros de cristal, cortinas de brocado, una enorme chimenea, velas, cuadros de ancestros del principado colgando en las paredes…
Cualquiera se sentiría intimidado, pensó Tammy. Pero al mirar a Marc se dio cuenta de que era él quien la intimidaba en realidad. No el comedor, sino Marc. Específicamente cuando sonreía.
– Estaba preguntándome qué habrá sido de las pobres codornices que la señora Burchett pensaba servir en el almuerzo.
– ¿Por qué?
– Porque me caen bien las codornices. Lo que pasa es que no me gusta comérmelas. Me gusta verlas volar. De pequeña cuidé de una que se había roto una pata.
– ¿Y no piensas comerte a ninguno de sus parientes?
– No pasa nada por tomar pollo en lugar de codorniz. Pero si ya las habían matado, es absurdo tirarlas a la basura.
– ¿Las quieres para el desayuno?
– No, mejor no.
– Pues entonces tendrás que cenarlas mañana tú sola. O dejar que las coma el servicio -sonrió Marc, levantándose y apartando su silla.
Por supuesto, ella no necesitaba que nadie apartara su silla, pero la sensación no era desagradable. Sobre todo, porque así lo rozó y, al hacerlo, experimentó una sensación nueva, un cosquilleo sorprendente.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué actuaba como una niña pequeña?
– ¿Tendré que cenar yo sola? ¿Tú no estarás aquí?
– Me voy a casa. Ya te dije que no quería quedarme en el palacio.
– Pero vives aquí.
– No, tú vives aquí. Tomaste esa decisión al venir con Henry a Broitenburg.
– Pues entonces me has traído engañada.
– Si hubieras decidido no venir, yo tendría que vivir aquí.
– ¿Y qué ha cambiado?
– Tú -contestó Marc-. Y yo.
– No sé a qué te refieres.
– Tú misma has dicho que la situación era imposible.
– Yo necesito mi propio espacio -murmuró Tammy, tragando saliva. Y lo necesitaba justo en aquel momento porque Marc estaba muy cerca, demasiado cerca.
– Yo también.
– Pero este palacio es suficientemente grande para los dos. Si aceptas que yo convierta una parte del palacio en mi apartamento…
– No es necesario, Tammy. Yo odio este sitio.
– ¿De modo que dejas toda la responsabilidad en mis manos?
– No es mi responsabilidad vivir aquí.
– Tampoco mía.
– Tú elegiste venir a Broitenburg.
– Elegí cuidar de Henry, no de todo el palacio. Ni del reino.
– Principado -la corrigió Marc.
– Por favor… yo intento buscar sentido a todo esto y tú me discutes la semántica.
– No discuto nada. Me voy.
– Pero no sabía que te fueras tan pronto -protestó ella-. No puedo quedarme sola aquí, Marc. Aún no estoy acostumbrada a Henry.
– Da igual. Dominic y Madge te ayudarán.
– ¿Por qué no te quedas un poco más?
– Tengo que irme.
– ¿Por qué? -exclamó Tammy-. ¿Por qué tienes que irte? ¿Por qué sales corriendo? Por favor… es como si hubiera fantasmas en el palacio.
– No seas ridícula. Los fantasmas no me dan miedo.
– Entonces, ¿qué te da miedo?
– Nada -contestó él-. Tengo mis propias responsabilidades en casa.
– ¿Y no puedes solucionarlo desde aquí? No me lo creo.
– Lo creas o no, así es.
– Antes de salir de Australia, no dijiste que te irías de palacio. Me hiciste creer que cuidaríamos juntos de Henry. Y ahora me dices que te vas mañana… tiene que haber una razón. ¿Por qué te vas?
¿Por qué?
Sus palabras quedaron colgadas en el aire.
Marc la miró, perplejo, y ella le devolvió la mirada con los ojos llenos de furia. Tenía las mejillas coloradas y su pecho subía y bajaba, agitado. Era…
Era demasiado.
¿Por qué?
Marc sabía por qué y no podía soportarlo ni un minuto más.
Había jurado no hacerlo. La primera vez fue un error. Nunca debió tocarla. Pero ella parecía tan vulnerable, tan dulce, tan… Tammy.
Pero, ¿cómo no iba a hacerlo? Ella lo estaba mirando, estaban tan cerca…