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Atravesar aquella puerta había sido como entrar en un santuario. Ella le había servido una copa y se había acercado a él. Cuando Saxon olió el aroma que desprendía la piel de Anna, el mismo que siempre estaba prendido en sus sábanas, la ferocidad de su deseo había sido casi insoportable.

Anna. Saxon había notado su serenidad, su femenino aroma desde que la contrató como secretaria. La había deseado desde aquel mismo instante, pero había decidido controlar sus impulsos sexuales porque ni quería ni necesitaba aquella clase de complicación en su lugar de trabajo. Sin embargo, poco a poco, el deseo se había ido haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en una necesidad insoportable que lo devoraba día y noche. Poco a poco, su autocontrol empezó a flaquear.

Anna era como miel para Saxon y él se moría por saborearla. Tenía una sedosa melena de color castaño claro con reflejos rubios y unos ojos de color chocolate. No era una mujer llamativa, pero resultaba tan agradable mirarla que la gente se volvía constantemente a su paso. Aquellos ojos castaños se mostraban siempre tranquilos, cálidos, amables…

Al final, Saxon no había podido seguir resistiéndose. El frenesí de aquella primera noche aún le sorprendía porque, hasta aquel momento, Saxon no había perdido nunca el control. Sin embargo, con Anna se había dejado llevar, viéndose arrastrado a las profundidades de aquellos cálidos ojos. En ocasiones, le daba la impresión de que jamás había logrado recuperar el control que había perdido aquella noche.

Jamás había permitido que nadie se le acercara de aquel modo, pero, después de aquella primera noche, no había podido olvidarse de Anna como lo había hecho del resto de las mujeres con las que había estado. Reconocer algo tan sencillo le aterrorizaba. El único modo en el que había podido controlarlo había sido separándola de las otras partes de su vida. Ella podría ser su amante, pero nada más.

No podía permitir que ella le importara. Aún mantenía la guardia para que ella no se acercara demasiado. Si lo hacía, Anna podría destruirlo. Ninguna otra mujer había amenazado sus defensas de aquel modo, por lo que, en ocasiones, sentía deseos de marcharse y de no regresar nunca más, de no volver a verla, pero no podía hacerlo. La necesitaba desesperadamente, pero tenía que esforzarse constantemente para que ella no se diera cuenta.

El acuerdo al que habían llegado le permitía dormir con ella toda las noches y perderse una y otra vez en su cálido y maravilloso cuerpo. En la cama, podía besarla y acariciarla, envolverse en ella. En la cama podía saciarse de su miel, calmar la necesidad que tenía de tocarla, de abrazarla. En la cama, ella se aferraba a Saxon con abandono, haciendo todo lo que él quería y acariciándolo con un descaro y una ternura que lo volvían loco. Cuando estaban juntos en la cama, parecía que ella no podía dejar nunca de tocarlo y, muy a su pesar, Saxon gozaba con ello.

Sin embargo, a pesar de todo lo que habían vivido juntos en aquellos dos últimos años, Saxon conocía muy poco de la vida de ella. Anna no bombardeaba a nadie con detalles de su pasado o de su presente y él no le había preguntado nada porque, al hacerlo, le estaría dando el mismo derecho a ella para preguntarle a él sobre su vida, algo sobre lo que Saxon prácticamente ni pensaba.

Sabía los años que ella tenía, dónde había nacido, dónde había estudiado, su número de la Seguridad Social, sus anteriores trabajos… todos los detalles que aparecían en su currículum. Sabía que era una persona concienzuda, detallista y amante de una vida tranquila. Raramente bebía alcohol y de hecho, últimamente, parecía haberlo dejado del todo. Leía bastantes libros de temas muy variados y Saxon sabía que ella prefería los colores pastel y que no le gustaba la comida picante.

Sin embargo, no sabía si había estado enamorada alguna vez o lo que le había ocurrido a su familia. En su archivo personal, la palabra «ninguno» había aparecido en el apartado en el que se preguntaba por los parientes más cercanos. No sabía por qué se había mudado a Denver o qué esperaba de la vida. Sólo conocía hechos superficiales sobre Anna, hechos que todo el mundo era capaz de ver. De sus recuerdos o esperanzas no sabía nada.

Algunas veces se temía que, precisamente por saber tan poco de ella, Anna pudiera escapársele algún día. ¿Cómo era posible que pudiera predecir lo que ella podría hacer en un futuro cuando no sabía nada de ella? La culpa sólo era suya. Jamás le había preguntado nada ni la había animado a que le contara detalles de su vida. Durante los dos últimos años, Saxon había vivido presa de un terror silencioso, temiendo el día en el que terminaría perdiéndola, pero sintiéndose incapaz al mismo tiempo de hacer nada para evitarlo. No sabía cómo cambiar aquella situación, sobre todo cuando incluso pensar que podía decirle a Anna lo vulnerable que lo hacía sentirse lo ponía físicamente enfermo.

El apetito sexual creció dentro de él al pensar en Anna, al notarla tumbada a su lado. Su masculinidad se irguió como respuesta. Si no podían tener otra forma de contacto, al menos podían dejarse llevar por la abrumadora necesidad sexual que experimentaban el uno por el otro.

Saxon jamás había buscado otra cosa que no fuera sexo en una mujer. Resultaba una ironía que estuviera utilizando el sexo para sentir al menos una cierta cercanía con ella. Los latidos del corazón se le aceleraron cuando empezó a acariciarla, despertándola a la pasión para poder hundirse en ella y olvidarse, durante un rato, de todo menos del increíble placer que sentía al hacer el amor con Anna.

Era uno de esos días soleados en los que la luz es tan brillante que resulta casi cegadora.

Aquel día de abril era perfecto, con aire limpio y cálidas temperaturas. Desgraciadamente, Anna se sentía como si el corazón se le estuviera muriendo por dentro. Le preparó el desayuno y lo tomaron en la terraza, como lo hacían con frecuencia cuando el tiempo era bueno. Ella le sirvió otra taza de café y se sentó enfrente de él. Entonces, rodeó con ambas manos el vaso de zumo de naranja que iba a tomarse para que no le temblaran.

– Saxon -dijo, sin poder mirarlo. Se centró en el vaso de zumo. Sentía náuseas, pero en aquella ocasión eran más síntoma de temor que de su embarazo.

Él había estado poniéndose al día de las noticias locales. Levantó la mirada y la observó por encima del periódico.

– Tengo que marcharme -añadió ella, en voz baja.

El rostro de Saxon palideció y, durante un largo instante, se sentó como si se hubiera convertido en una estatua de piedra. Ni siquiera parpadeaba. Una ligera brisa sacudió el periódico, moviendo las páginas muy lentamente. El momento había llegado y él no sabía si podría soportarlo. Miró a Anna, que seguía con la cabeza bajada, y supo que tenía que hablar. Al menos en aquella ocasión, quería saber la razón.

– ¿Por qué? -preguntó con voz ronca.

Anna hizo un gesto de dolor al notar la tensión que había en la voz de Saxon.

– Ha ocurrido algo. Yo no lo he planeado. Simplemente… simplemente ha ocurrido.

Saxon pensó que se refería a que se había enamorado de otro hombre y trató de contener la respiración para aliviar el nudo de agonía que sentía en el pecho. Había confiado plenamente en ella. Jamás se le había pasado por la cabeza que ella pudiera estar viéndose con otro hombre durante sus ausencias. Evidentemente, se había equivocado.

– ¿Me vas a dejar por otro hombre?

Anna levantó bruscamente la cabeza y lo miró, asombrada por aquella pregunta. Saxon le devolvió la mirada con unos ojos más verdes y más fieros de lo que los había visto nunca.

– No -susurró ella-. Eso nunca.

– Entonces, ¿de qué se trata? -preguntó él levantándose y controlando a duras penas su ira.

Anna respiró profundamente.

– Estoy embarazada.

Durante un instante, la expresión del rostro de Saxon no cambió. A continuación, se endureció y adquirió un gesto impenetrable.