– Entonces, será mejor que lo olvidemos y hablemos de otra cosa -dijo él.
Georgia adivinó que se estaba pasando los dedos por el cabello y sintió un dolor en la boca del estómago.
– Lockie me ha dicho que tenéis unas canciones nuevas fantásticas, escritas por un compositor desconocido -continuó Jarrod, como si no hubiera pasado nada.
Georgia lo miró con incredulidad.
– Se refiere a unas canciones que escribí hace años -dijo, esforzándose por recuperar la voz-. Cree que pueden servirle para el disco.
– ¿Las escribiste tú? -fue el turno de Jarrod de mirarla sorprendido y Georgia supuso que estaba recordando la conversación previa.
Poeta. Compositora. Esposa. Madre. Y amante. Las palabras giraban en la cabeza de Georgia como la letra de una canción.
– Recuerdo que escribías unas canciones muy buenas. ¿Y vas a grabarlas con Lockie? -preguntó él.
– Tengo la sensación de que Lockie es demasiado optimista.
– No es eso lo que él cree. Pero, ¿no has dicho que no veías tu futuro en la música? -Jarrod dio un sorbo a la cerveza.
Georgia se encogió de hombros.
– Así es.
– Pues si no piensas grabar con él, deberías avisárselo -comentó Jarrod.
– Ya se lo he dicho. La librería me lleva demasiado tiempo.
– Pues él ha dicho… -Jarrod calló bruscamente-. ¿Estás segura de que Lockie no cuenta contigo? Si quieres que se lo aclare yo…
– ¿Y por qué iba a necesitar que lo hicieras? -preguntó Georgia, arqueando las cejas.
Jarrod se encogió de hombros.
– Porque tengo la sensación de que Lockie consigue que hagas todo lo que él quiere -dijo, sonriendo.
– Puedo defenderme a mí misma, Jarrod -Georgia sintió crecer su ira, una ira desproporcionada. ¿Qué derecho tenía Jarrod a erigirse en su salvador?
– Ya lo sé -dijo él-. Sólo quería que supieras que podías contar conmigo. Y, teniendo en cuenta lo que te cuesta subir al escenario, no tiene sentido que pases ese suplicio cada noche -la miró-. Cuando te traje ayer por la noche estabas muy tensa. Siempre solías sufrir de pánico escénico.
«Solía» era la palabra adecuada. En el pasado. Georgia no quería seguir hablando de ello, y menos con Jarrod.
Tomó aire. Estaba cansada de aquella escena.
– Escucha, Jarrod, no formo parte de Country Blues -dijo, indiferente-. Estoy sustituyendo a Mandy, la novia de Lockie, hasta que vuelva de Nueva Zelanda.
Jarrod la observó unos instantes.
– ¿Y por qué me dijiste lo contrario?
– No te dije nada. Tú malinterpretaste a Lockie.
– Esa es una manera de verlo -dijo Jarrod, evidentemente molesto.
– Tampoco tiene demasiada importancia -dijo Georgia, a la defensiva-. No tengo por qué contártelo todo.
Jarrod bajó la mirada.
– No -dijo quedamente-. Tienes razón.
– No podía dejar a Lockie en la estacada en una ocasión como ésta.
– No -Jarrod se concentró en la lata de cerveza-. Y tienes una gran voz -dijo, dulcificando su tono aun sin alterar la expresión de su rostro.
Georgia no pudo evitar mirarlo. Las pestañas le ocultaban los ojos, pero se dio cuenta de que había perdido peso. Los vaqueros ya no se le ajustaban a las caderas y estaba demacrado. ¿Acaso…?
¡No! Estaba preocupado por el tío Peter. Cualquiera pasaría por un mal momento al saber que su padre iba a morir. No se lamentaba por el amor perdido tal y como ella había hecho durante tanto tiempo.
Un pensamiento que ya había tenido con anterioridad la asaltó en ese instante con toda vividez: ¿Por qué iba a sentir Jarrod nostalgia por un amor de juventud cuando probablemente docenas de mujeres esperaban su regreso a los Estados Unidos?
Un dolor le estranguló el corazón y Georgia estuvo a punto dejar escapar una risa amarga al darse cuenta de que sentía celos de todas ellas.
– Lockie piensa que las canciones que ha seleccionado para el disco son fabulosas. Está seguro de que una de ellas va a ser todo un éxito -Jarrod interrumpió sus pensamientos-. ¿Cómo se llama? ¿La conozco?
Georgia se tensó y le rogó mentalmente que no ahondara en el tema. Jamás se la había cantado.
– Los chicos han estado ensayando un par de ellas -desvió la mirada hacia la oscuridad.
– Por lo que me ha dicho Lockie, una de ellas es muy especial.
Georgia se encogió de hombros.
– Dice que es tremendamente sensual -insistió Jarrod.
– Las canciones sensuales suelen tener éxito -comentó, indiferente.
Jarrod tardó tanto en hablar, que lo miró.
Una vez más, estaba contemplando la lata de cerveza con gran concentración. Como siempre que lo observaba, Georgia sintió el impulso de alargar la mano para tocarlo, tomar su cabeza entre sus manos y acunarlo, suavizar las líneas que se formaban alrededor de sus ojos. Líneas que se le marcaban al reír, aunque en el presente apenas sonriera.
Jarrod levantó la vista y la descubrió mirándolo. Georgia no tuvo tiempo de ocultar la luz de la pasión que ardía en sus ojos. Por una fracción de segundo, vio una llama igual de ardiente en los ojos de Jarrod, pero él se apresuró a bajar la mirada para ocultarla.
Lo bastante como para que el corazón de Georgia comenzara a latir violenta y desacompasadamente. No, el fuego no se había extinguido en él. El beso que se habían dado los había encendido por igual. Pero Jarrod se esforzaba por hacerla creer que no era así.
A no ser que Georgia se estuviera confundiendo una vez más. Tal vez se trataba de una mera atracción física. Tanto en el pasado como en el presente. Y cabía la posibilidad de que, al recordar lo mal que ella había reaccionado cuando rompió su relación de juventud, no estuviera dispuesto a arriesgarse.
Tampoco ella quería revivir el pasado. Especialmente aquella espantosa noche que no había logrado erradicar de su mente.
Cuando cerraba los ojos podía oler el aroma de los arbustos en flor, sentir la brisa fresca sobre la piel mientras corría por el sendero, ansiosa por llegar junto a Jarrod y contarle el secreto que guardaba en su interior.
El salón de los Maclean estaba iluminado. Georgia sabía que el tío Peter estaba en Hong Kong y, cuando se acercó, vio la figura de la tía Isabel recortada contra la ventana, que se llevaba la mano al broche de la camisa.
Georgia subió los escalones de dos en dos. Sus zapatillas de deportes no hicieron ruido. Iba a llamar a la puerta cuando el sonido de la voz de su tía la hizo detenerse.
Georgia no se había propuesto escuchar a escondidas, pero algo en el tono de Isabel la paralizó.
– Sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad, Jarrod?
– Antes quiero hablar con mi padre -la voz de Jarrod era casi irreconocible y Georgia contuvo la respiración.
– ¿De qué te serviría? -dijo Isabel, con aspereza-. No cambiará nada.
– ¿Cómo puedes contarme esto tan tranquila? ¿Cómo lo has soportado? ¿Cómo has podido vivir con él?
– Tu padre me pidió que me casara con él y en nuestros tiempos, uno hacía lo que debía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Era una solterona y no quería ser una carga para nadie. Hice lo más honesto que podía hacer, Jarrod.
– ¿Honesto? ¡Qué clase de hombre hubiera aceptado algo así!
Georgia escuchó a Jarrod maldecir.
– ¿Por qué no se casó con ella? ¿No hubiera sido eso mucho más honesto? -preguntó él, con voz ronca.
– Ella no lo amaba.
Jarrod volvió a maldecir.
– Tienes que comprender el tipo de hombre que era tu padre -dijo Isabel, bajando el tono de voz-. Tu madre…
– No metas a mi madre en esto -dijo Jarrod, mordiendo las palabras.
– ¿Por qué no me lo ha dicho él, Isabel? ¿Es tan cobarde que ha necesitado que me lo dijeras tú?
– Él no lo sabía. Ella no se lo contó.
– ¿Ella…? ¡Por Dios, Isabel! ¿Por qué no?
– ¿Quién sabe?
– ¿Y por qué tú no hiciste nada? -preguntó Jarrod, fuera de sí.