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Leigh asintió y trató de sonreír sin conseguirlo. Alzó el brazo sobre el abismo que les separaba y le apretó la mano, un gesto demasiado repentino para no ser espontáneo. Wade dejó su mano inerte, sin rechazar ni responder a su gesto.

– Siento mucho que tenga que ser así, Wade -dijo ella, abandonando el intento.

Wade no supo si se refería a la muerte de su madre o a su reencuentro. Leigh se dio media vuelta y se alejó como si ya no hubiera nada que decir. Él se quedó donde estaba, el sentimiento de pérdida que le había invadido desde su llegada a Kinley se hizo más profundo.

Leigh levantó una caja de frascos y la llevó con esfuerzo a la parte delantera del almacén familiar. Cuando acabó de ordenar los frascos en la estantería, jadeaba. Se sacudió el polvo de los vaqueros y se pasó una mano por la frente sudorosa y polvorienta. Frunció el ceño ante su aspecto. Tenía veintinueve años y nunca había tenido un trabajo que le exigiera llevar otra cosa que unos pantalones vaqueros y una camiseta.

Las campanillas de la puerta tintinearon avisándola de que un cliente acababa de entrar. Se asomó por una esquina del mostrador y fue recibida con una risa suave. Drew, su hermano menor, se le acercó y le pellizcó la mejilla.

– ¿Qué te parece tan divertido, Drew?

Los ojos de su hermano chispeaban de gozo. Drew sacó un pañuelo y le limpió la cara.

– Tú -rió él-. No puedo creer que seas dos años mayor que yo. Con esa coleta y la cara sucia no aparentas más de diecisiete.

Diecisiete. A esa edad había cometido el error de creer que podía manejar a Wade Conner. Había sido lo bastante ingenua como para creer que una adolescente tonta podía mantener a raya la pasión de un hombre y había pagado muy cara su equivocación.

– ¿A qué viene ese ceño, Leigh?

Drew le cogió la barbilla. Era ridículamente alto comparado con su uno sesenta. Por otro lado, parecía una versión masculina de sí misma. Pelo castaño, nariz recta y una boca un tanto grande en proporción al resto del rostro.

Leigh dejó a un lado su mal humor y lo abrazó. Trabajaban juntos en el almacén de la familia y él era la primera persona que prefería ver por las mañanas. Pero tampoco iba dejar pasar la oportunidad de reprenderle por su irresponsabilidad. Levantó la muñeca y señaló el reloj.

– Quizá el ceño se deba a lo tarde que llegas, Drew. Tenías que abrir tú esta mañana, menos mal que se me ocurrió venir a primera hora.

Drew hizo una mueca y Leigh sintió remordimientos. En realidad, no estaba enfadada porque nunca esperaba que su hermano fuera puntual.

– Lo siento, Leigh -se disculpó él, mientras comprobaba de un vistazo que los comestibles y demás artículos ya estaban ordenados.

Leigh había heredado la tienda tras la muerte de su padre hacía diez años. Y había hecho auténticas maravillas. Con el anciano Hampton, el negocio era un caos donde los clientes no podían encontrar nada.

– ¿No me habrás necesitado?

– Sólo para cargar unas cuantas cajas -contestó Leigh sin conseguir enfadarse.

Leigh se acercó a la caja registradora. Era un modelo antiguo, pero las cosas viejas eran muy valoradas por Kinley, su conversación constituía un modo de entender la vida. Había una cafetera junto a la caja y le sirvió una taza de café a su hermano.

– Cuéntame dónde estuviste anoche.

– En el bar, ¿dónde si no?

Kinley sólo disponía de un bar. Drew solía quejarse de que era una de las desventajas de vivir en un pueblo tan pequeño. A unos cincuenta kilómetros al sur estaba Charleston, una ciudad próspera que conservaba en buen estado su centro histórico. Georgetown quedaba más cerca, pero su aire estaba viciado por las fábricas de papel.

– Lo sabía -rió Leigh.

– También estaba Wade Conner -dijo Drew, observando su reacción.

La sonrisa desapareció de los labios de Leigh que tragó saliva e intentó dominar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella.

– Creí que ya se habría ido. El funeral de Ena fue hace cuatro días.

– Quizá me equivoque, pero me dio la impresión de que no pensaba marcharse pronto. Estaba preguntando por ti.

Drew parecía preocupado. No sabía todo lo que había pasado hacía doce años, pero sí sabía que Leigh estaba dolida.

– Ha pasado mucho tiempo fuera. Supongo que tendrá curiosidad por saber lo que ha sido de todos nosotros en estos doce años.

– Yo no he dicho eso, Leigh. Lo que he dicho es que quería saber de ti. Quería saber dónde vives, en qué trabajas y si te habías casado.

– ¿Se lo dijiste?

– Yo no. Es demasiado astuto como para preguntarme a mí. Habló con los chicos.

Leigh se mordió el labio inferior y dejó que su frente se poblara de arrugas. En otra época, Wade se hubiera dirigido directamente a la fuente más cercana y segura de información. Wade había sido su amigo, su confidente, su amante. Pero el cuento de hadas había terminado convirtiéndose en una pesadilla.

– Yo estaba hablando con Everett Kelly y créeme si te digo que echaba chispas. Entiéndeme, no creo que le hayas dado pie a Everett, pero se hace la ilusión de que tú eres su chica.

Leigh suspiró. Conocía a Everett desde la infancia y eran amigos, pero cualquier atisbo de romance entre ellos pertenecía al terreno de la imaginación.

– Pero no es Everett quien me preocupa, Leigh, sino Conner.

– No tienes por qué preocuparte -dijo ella, extrañada por su curiosidad-. Le vi en el funeral de Ena y me miró como si yo no existiera. No puedo creer que piense en reiniciar nuestras relaciones.

– Intentaré creerte, hermanita. Bien, será mejor que me ponga a trabajar. Me parece que te prometí que ordenaría el almacén.

Con un gesto dramático, Drew se dirigió a la parte trasera como quien camina hacia la silla eléctrica. Leigh le rió la gracia, aunque tuvo que hacer un esfuerzo. En cuanto su hermano se perdió de vista, se dejó caer en la silla que había detrás del mostrador. Zapateó nerviosa y se mordió el pulgar tratando de imaginarse el motivo de que Wade se hubiera quedado en Kinley.

Pensaba que con su madre enterrada ya no había nada que le atara allí. Incluso había tenido tiempo de poner la casa de Ena a la venta y volver a Nueva York. Kinley tenía para Wade fantasmas que nunca podrían ser exorcizados. ¿Qué le retenía allí?

Leigh cerró los ojos y le recordó en el cementerio, un extraño que apenas se parecía al joven que ella había conocido. Había sido el único chico del pueblo que tenía una moto, el único en dejar el instituto para viajar por todo el país, el único que había sabido exactamente lo que quería. Y también, había sido el único capaz de conseguir que el corazón de Leigh dejara de latir.

En el cementerio le había notado muy cambiado, más maduro. Los años le había añadido personalidad a sus rasgos, pero le habían privado de lo que ella más admiraba, su sonrisa. De no haber sido tan alegre, Leigh nunca se habría fijado en él. Al contrario, la intensa reacción de sus instintos ante su presencia la hubieran alejado de no haber sido Wade tan encantador. Todavía llevaba el pelo un poco más largo de lo normal, pero sus ojos grises ya no reflejaban confianza al mirarla. Leigh no podía culparlo por eso. Ella tampoco confiaba en él. Deseaba fervientemente que no hubiera regresado, aunque siempre había sabido que lo haría. La muerte de Ena sólo había apresurado lo inevitable.

– ¡Oh, Ena! ¿Por qué has tenido que morir?

Las campanillas de la puerta tintinearon y Leigh se levantó con una sonrisa que murió en su boca al ver a Wade. Tenía el presentimiento de que su vida no volvería a la normalidad hasta que él se hubiera marchado de la ciudad. Wade tenía un aspecto menos formal que en el cementerio. Unos pantalones de deporte y una camiseta cubrían un cuerpo que se había desarrollado desde que Leigh lo viera por última vez. Se había convertido en un hombre atractivo, más musculoso y más amenazador.