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La noche anterior, los parroquianos del bar le habían tratado con recelo. Casi podía oír los susurros que estallaban en cuanto él volvía la espalda. No importaba cuánto hubiera triunfado, a los ojos de la ciudad siempre seguiría siendo el criminal mezquino que ellos necesitaban. Una noche de insomnio le había convencido de que debía vender la casa de Ena y dejar que el pasado muriera con ella. Sin embargo, una sola mirada a Leigh había bastado para desbaratar sus planes.

No había sido su intención invitarla a cenar. Sólo pretendía decirle que Ena le había legado algunas cosas. Pero al verla sin maquillaje, con el pelo recogido en una coleta infantil, había sido incapaz. Una vez la había amado con una pasión que descartaba todo sentido común y que no había vuelto a sentir desde que dejara Kinley.

Los recuerdos de aquel amor apasionado habían hecho surgir la invitación de sus labios. Se le había ocurrido una idea descabellada. Necesitaba paz y quietud mientras escribía y pensó que Kinley era el refugio perfecto para trabajar en su próxima novela, un viaje al pasado y al interior de su alma. El personaje principal sería un hombre joven, sospechoso de un secuestro y posterior asesinato. La heroína podía ser una chica que tenía en sus manos la capacidad de limpiar su nombre. La trama sería que ella se había sentido demasiado asustada de los chismorreos de un pueblo como para admitir que había estado entre sus brazos en el momento del crimen.

Wade apretó el paso hasta que el sudor lo empapó. Llegó a la casa que había sido de su madre y se quedó en el porche con la cintura doblada y la cabeza gacha intentando recobrar el aliento. Tenía que encontrar otra idea. La que se le había ocurrido se parecía demasiado a su propia y cruel realidad y no estaba preparado para escribirla.

Por un instante, se había permitido olvidar la traición de Leigh y el precio que había tenido que pagar, pero no volvería a repetirse. Se juró a sí mismo no ver a la chica de voz dulce sino a la traidora en que se había convertido. Nunca olvidaría las palabras que le había susurrado para despedirse dejándole con el corazón destrozado. Su corazón se había curado hacía muchos años y no quería exponerlo una segunda vez.

Capítulo dos

El teléfono sonaba cuando Leigh abrió la puerta de su casa. Una casa de estilo colonial con una columnata blanca por porche. Su familia había insistido en que era demasiado grande para una sola persona cuando la había comprado. Mientras se apresuraba a llegar a su habitación, tuvo que reconocer que tenían razón. Sin embargo, por mucho esfuerzo que le costara mantenerla, se sentía encantada con su amplitud y elegancia.

– ¡Por Dios, Leigh! -dijo su hermana Ashley-. ¿Cómo has tardado tanto en contestar al teléfono? Ya iba a colgar. En serio, deberías instalar varios supletorios en esa casona.

– ¿Qué quieres Ashley? -dijo Leigh, quitándose los zapatos y dejándose caer en una de las sillas.

– Vaya una manera de saludar a tu única hermana.

Ashley tenía un acento sureño muy pronunciado, algo que Leigh nunca había podido explicarse puesto que su hermano y ella lo tenía mucho más suave.

– Si has tenido un mal día en el almacén no deberías pagarlo conmigo.

– No ha sido malo sino largo -suspiró Leigh, tratando de ser paciente-. ¿Llamas por alguna, razón en especial, Ashley?

– Pues sí, la verdad. Me encontré con Drew hoy y mencionó por casualidad que piensas ir a cenar con Wade. ¿Crees que será prudente?

Leigh intentó dominarse. La absoluta falta de tacto con que Ashley se metía en la vida de los demás había sido uno de los motivos por el que las dos hermanas nunca habían estado demasiado unidas. No obstante, no era la única razón de ese distanciamiento.

– Hace tiempo que no necesito que me lleves de la mano.

Prudente no era la palabra que ella hubiera utilizado para describir su acuerdo con Wade, pero por nada del mundo estaba dispuesta a admitirlo ante su hermana.

– Me tienes muy preocupada. Wade Conner ha estado fuera mucho tiempo, pero eso no cambia nada. La gente todavía piensa que la pequeña Sarah Culpepper estaría viva de no ser por él.

Por lo menos, pensó Leigh, lo bueno de su hermana era que siempre iba directa al grano.

– Pues yo no lo pienso. Y, si no recuerdo mal, tú tampoco veías nada malo en Wade.

Leigh se arrepintió al instante de sus palabras. Ashley estaba casada con el jefe de policía de la ciudad, pero había sido una adolescente que creía que sus cabellos rubios y sus ojos azules podían conquistar a cualquier hombre. Sin embargo, sus encantos le fallaron con Wade y era obvio que todavía estaba resentida.

– No hacía falta que lo dijeras. Sólo que me parece que no debías andar con él. Tú no le conoces.

Pero Leigh conocía la manera que tenía de mirarla con el corazón en los ojos, recordaba la sonrisa eterna de sus labios.

– No te preocupes, Ashley. Voy a cenar con él porque Ena me ha dejado algunas cosas. No se me ha ocurrido tener una aventura con Wade.

– ¿La tuviste? Siempre sospeché algo pero nunca tuve la seguridad.

– ¡No me digas! Siempre he creído que sabías todo lo que ocurría en Kinley.

– Está claro que no estás de humor para confidencias, pero quiero que sepas que iré a verte más tarde por si necesitas hablar con alguien.

– No te he invitado, Ashley -replicó Leigh, conteniéndose a duras penas-. Ya soy mayorcita para manejarme a mí misma y a Wade Conner.

– De todas formas, será mejor que no bajes la guardia. Sospecho que tiene el diablo metido en el cuerpo.

– Yo creo que eso nos pasa a todos un poco -dijo Leigh antes de colgar.

Subió a su dormitorio. Los muebles de color cereza contrastaban con el rosa de la alfombra y las paredes. Sin embargo, no le animó como de costumbre. Abrió un armario y rebuscó entre las ropas colgadas y las cajas de zapatos. Aunque Leigh mantenía el orden en la tienda nunca había sido muy meticulosa con los detalles menores. Su armario reflejaba aquel rasgo de su personalidad.

Encontró lo que buscaba en la repisa superior. Tuvo que encaramarse a un taburete para alcanzar una caja pesada que llevó a la cama. A los pocos momentos pasaba las páginas del álbum del instituto. Al fin dio con las fotos de su clase.

Wade se le apareció tal como ella lo recordaba, un muchacho con ojos chispeantes y sonrisa contagiosa. Le sorprendió un poco que su foto apareciera en el álbum. Wade había abandonado las clases a mediados de aquel curso. No estaba segura si había sido para embarcarse en un barco de pesca o para viajar en su moto.

Se tumbó en la cama contemplando la foto de Wade. Había sido un muchacho temerario y despreocupado en abierto contraste con ella que siempre había sido muy consciente de sus responsabilidades y de las consecuencias de sus acciones hasta que empezó a escaparse por las noches para reunirse con él.

Siempre había sabido quién era Wade. En una ciudad tan pequeña como Kinley, todo el mundo se conocía. Sabía que había aparecido en la ciudad a los doce años en compañía de su madre a la que todo el mundo presumía viuda. Uno de los antepasados de Leigh había sido fundador en Charleston en 1670, su familia había vivido en Kinley hacía más de cien años por lo que su «pedigree» nunca había sido puesto en duda. Aquello la había molestado desde siempre, no sólo por lo concerniente a Wade, sino por que le fastidiaba vivir en una sociedad tan rígida.

Wade tenía tres años más que ella y había ido tres cursos por delante en el instituto. Sus caminos raramente se habían cruzado, sin embargo, cada vez que él la miraba, Leigh sentía un escalofrío de delicia recorrerle el cuerpo.