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– Prefiero el granero.

– ¿El granero?

– Sería una casa preciosa.

– Lo siento, Matt, pero he pensado convertir el granero en un restaurante.

– ¿Un restaurante?

– Los clientes esperan algo más que un café de máquina en un hipermercado de jardinería -contestó Katherine.

– ¿Seth Gilbert está dispuesto a venderte el granero?

– Le he hecho una oferta estupenda por el granero y la casa. Si tiene un poco de sentido común, aceptará.

– ¿Y si no?

– Aceptará. No tienen un céntimo.

– ¿Estás segura? -preguntó Matt, como si no supiera que los Gilbert estaban en la ruina. Había hecho todo tipo de averiguaciones mientras estaba en Hungría para salirse con la suya.

Y estaba funcionando.

Llevaba en casa menos de veinticuatro horas y Fleur ya lo había llamado. Y, asustada, le había dicho todo lo que necesitaba saber.

Que haría todo lo que él quisiera…

Matt cerró la mano para que su madre no viese que le temblaba e intentó concentrarse en la conversación.

– … aceptarán tarde o temprano. Hay que ofrecer algo que los demás no ofrecen. Pero da igual, si no me lo quiere vender a mí, se lo compraré al banco cuando se quede en la calle.

– Y mientras tanto, ya has conseguido los planos del granero.

Katherine se encogió de hombros.

– Un constructor local envió unos planos al Ayuntamiento porque quería comprarlo para convertirlo en un par de chalecitos. Cuando le dijeron que no, me vendió los planos a mí.

– Ah, ya veo. Ése es el plan A. ¿Cuál es el plan B?

– ¿El plan B?

– Por si falla el primero. Supongo que esa zona rústica tiene mucho atractivo, pero ¿no te parece que sería mejor comprar algo en Maybridge?

– No quiero irme de aquí. Además, tener un plan B querría decir que estoy preparada para perder. Y no lo estoy.

Y acababa de decir que ella no estaba en guerra con los Gilbert…

– ¿Y bien? -su padre levantó la mirada cuando Fleur apareció con una taza de té en el invernadero.

– ¿Qué?

– ¿Qué te ha dicho la nueva directora del banco?

– Pues…

La carta de Matt, la llamada de teléfono, el miedo de que cuando Katherine Hanover se enterase de que tenía un nieto usaría su dinero y su influencia para robarle a su hijo, habían hecho que olvidara su conversación con Delia Johnson.

Ni siquiera recordaba cómo había vuelto a casa.

– Le he dejado los papeles de Chelsea para que los mirase en detalle.

– ¿No hablaste con ella?

– Sí, claro, pero la señora Johnson sólo quería hablar de los números rojos. Quiere que volvamos a vernos la semana que viene. Y quiere que vayas tú también, papá.

– ¿No está dispuesta a esperar hasta después de la feria?

– Sólo quiere que la cuenta no esté en descubierto.

– Dile que tendrá que esperar hasta mayo -contestó su padre, volviendo a concentrarse en su fucsia-. Entonces se solucionará todo.

Fleur miró la flor. Tenía una etiqueta con un número, nada de nombres.

– ¿Es ésta?

– Sí. Ya verás como será un éxito. Medalla de oro, seguro.

– Si nuestro negocio sigue abierto en mayo…

Su padre estaba recortando el tallo de la fucsia con una cuchilla de afeitar, con la precisión de un cirujano.

– Sin duda habrá gente que la desprecie.

– ¿Los que creen que deberías plantar peonías en lugar de crear fucsias de color amarillo? -preguntó Fleur, pensando en la directora del banco.

– Si tuviéramos otro año…

– Pero no tenemos otro año, papá -lo interrumpió ella.

El asunto era que necesitaban una fucsia de color amarillo perfecto, no de color crema, ni de color mantequilla. Eso no valdría de nada. El negocio de las flores era tan absurdamente complejo.

– La señora Johnson ha dicho que se pasaría por aquí para echar un vistazo.

¿Se llevaría una buena impresión?, pensó Fleur, mirando alrededor. ¿O vería sencillamente un invernadero lleno de flores que no le interesaban nada?

– No puede venir por aquí.

– ¿Por qué no?

– ¿Tú has visto a alguien que invite a la prensa antes de una exposición cuando tiene una flor especial que nadie ha creado antes? -exclamó su padre.

– Papá, no te pongas nervioso…

– No me pongo nervioso, es que sé que esta flor será un éxito -sonrió Seth Gilbert-. Y no quiero que me la roben.

Fleur tuvo que sonreír.

– Al menos esto es algo en lo que Katherine Hanover no está interesada.

– Katherine Hanover mataría por tener esta flor.

– ¿Por qué? Nadie creería que ella hubiera logrado crearla.

– La posesión es el noventa por ciento de la propiedad en este juego. Pero esto no tiene nada que ver con el orgullo ni con que nuestro apellido vuelva a estar donde le corresponde en el mundo de la jardinería. Esto es para asegurar el futuro de Tom.

– Papá, no lo entiendes. La señora Johnson necesita ver algo que justifique el apoyo del banco.

– Y luego se lo contará a alguien del banco y algún listo vendrá por aquí y entonces ya no será un secreto para nadie.

– Pero…

– Nada de peros.

– ¿Y que vayamos a la feria de Chelsea después de tantos años no hará que la gente empiece a especular?

– Si alguien pregunta, estamos intentando relanzar el negocio. Y si se ríen, creyendo que soy un viejo loco, déjalos.

Eso era precisamente lo que Fleur empezaba a pensar, lamentablemente. Si le dejara fotografiar la fucsia, si le hubiera hablado del asunto… pero no había dicho nada hasta que les ofrecieron un puesto en la feria.

Una planta era una cosa tan frágil… Un simple golpe de viento podía destruirla. Y el año siguiente sería demasiado tarde.

– En fin, si la señora Johnson decide pasar por aquí al menos pareceremos muy industriosos.

– Que no venga -insistió su padre.

Fleur tragó saliva.

– Papá, esta noche tengo que salir. Prometí ayudar a Sarah Carter con… está pintando su cocina.

La mentira se le quedó atragantada. ¿Habría contado su madre mentiras como ésa para sus encuentros ilícitos con Phillip Hanover? Después de su muerte Fleur intentó recordar, pero ella había estado demasiado ocupada contando mentiras para encontrarse con Matt Hanover.

Además, ¿quién esperaba que sus padres tuvieran una vida aparte de la que todo el mundo conocía? Desde luego, era inimaginable que estuvieran viviendo una pasión ilícita como la que se había convertido en el centro de su universo.

– ¿Puedes cuidar de Tom?

– Por supuesto. No pienso moverme de aquí -contestó su padre, sin levantar la mirada.

¿Qué podía ponerse para encontrarse con un hombre al que había pensado que no volvería a ver nunca más? Un hombre que, cuando tuvo que tomar la decisión de irse o quedarse con ella, no la había amado suficiente.

Un hombre al que quería impresionar, aunque quisiera darle a entender que le importaba un bledo su opinión.

Hacer un esfuerzo para encontrarse con la directora del banco había sido cosa de niños comparado con esto. Un traje de chaqueta, zapatos bien abrillantados, el pelo recogido en un moño…

Fácil.

Pero, ¿qué podía ponerse para suplicarle a un hombre que no destruyera su vida? Lo único que quedaba del futuro que habían planeado era Tom, la única alegría, la única razón para levantarse de la cama todas las mañanas.

Al final, fue el tiempo, la fina lluvia que empezó a caer a partir de las cinco y su destino, un viejo granero al final de un camino lleno de barro, lo que la decidió. Nada de mostrarse atractiva, nada de intentar recordarle que la había amado una vez.

Como si pudiera hacerlo.

Seis duros años de trabajo y de soledad le habían robado el brillo a sus mejillas. Pantalones vaqueros, botas y una camisa debajo de un jersey de lana. Nada de maquillaje y el pelo sujeto en una coleta. Ésa era ella ahora, una madre joven más preocupada por el colegio y por su negocio que por su propia apariencia.