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El objeto de la invitación era celebrar la jubilación de un hombrecillo de unos setenta años, con el pelo gris y gafas gruesas. El personal se había esmerado para regalarle una caña de pescar -un modelo japonés, de altas prestaciones, con carrete de triple velocidad y amplitud modificable con una simple presión del dedo-, pero él no lo sabía todavía. Estaba de pie muy a la vista, junto a las botellas de champán. Uno por uno, todos iban a darle una palmada amistosa, o incluso a evocar un recuerdo común.

A continuación, tomo la palabra el jefe de sección de Estudios Informáticos. Resumir en unas pocas frases treinta años de carrera íntegramente dedicada a la informática agrícola era una apuesta temible, una tarea imposible. Louis Lindon, recordó, había conocido los momentos heroicos de la informatización: ¡Las tarjetas perforadas! ¡Los cortes eléctricos! ¡Los cilindros magnéticos! A cada exclamación abría vivamente los brazos, como invitando a la asistencia a dejar volar su imaginación hacia ese periodo caduco.

El interesado sonreía con aire malicioso, se mordisqueaba el bigote de manera bien poco apetitosa; pero en conjunto se portaba con corrección.

Louis Lindon, concluyo el jefe de sección calurosamente, había dejado su huella en la informática agrícola. Sin el, el sistema informático del Ministerio de Agricultura no seria lo que es. Y eso no podría olvidarlo (su voz se hizo un poco mas vibrante) ninguno de sus colegas presentes o futuros.

Hubo unos treinta segundos de nutridos aplausos. Una muchacha elegida entre las más puras le entrego al futuro jubilado su caña de pescar. El extendió el brazo y la blandió con timidez. Fue la señal de dispersarse hacia el buffet. El jefe de sección se acercó a Louis Lindon y le obligo a un paso lento, pasándole el brazo por los hombros, para intercambiar con él algunas palabras más tiernas y personales.

Ese fue el momento que eligió el teórico para susurrarme que Lindon pertenecía a otra generación de la informática. Programaba sin verdadero método, de manera un poco intuitiva; siempre le había costado trabajo adaptarse a los principios del análisis funcional, los conceptos del método Cereza del bosque seguían siendo para el, en su mayor parte, letra muerta. De hecho, habían tenido que reescribir todos sus programas; desde hacia dos años ya no le daban gran cosa que hacer, ya estaba mas o menos en la reserva. Nadie ponía en duda, añadió con calor, sus cualidades personales. Solo que las cosas evolucionan, es normal.

Tras enterrar a Louis Lindon en las brumas del pasado, el teórico pudo emprenderla otra vez con su tema predilecto: según el, la producción y la circulación de la información iban a verse afectadas por la misma mutación que habían conocido la producción y la circulación de mercancías: el paso del estadio artesanal al estadio industrial. En materia de producción de la información, constataba con amargura, estábamos todavía lejos del cero defectos; a menudo seguían imperando la redundancia y la imprecisión. Las redes de distribución de la información, insuficientemente desarrolladas, seguían llevando la impronta de la aproximación y el anacronismo (¡la compañía telefónica sigue repartiendo guías de papel!, subrayaba, colérico). A Dios gracias, los jóvenes reclamaban informaciones cada vez mas numerosas y cada vez mas fiables; a Dios gracias, se mostraban cada vez mas exigentes con los tiempos de respuesta; pero el camino que llevaría a una sociedad perfectamente informada, transparente y comunicante era todavía largo.

El siguió desarrollando ideas; Catherine Lechardoy estaba a su lado. De vez en cuando ella asentía con un “Si, eso es importante”. Llevaba la boca pintada de rojo y los parpados de azul. La falda le llegaba a mitad del muslo, y las medias eran negras. Me dije de pronto que debía de comprar bragas, quizás incluso tangas; la algarabía de la sala creció ligeramente. La imagine en las Galerías Lafayette, eligiendo unos tangas brasileños de encaje escarlata; me invadió una oleada de dolorida compasión.

En ese momento, un colega se acerco al teórico. Apartándose ligeramente de nosotros, se ofrecieron mutuamente unos cigarros Panatella. Catherine Lechardoy y yo nos quedamos frente a frente. Siguió un silencio manifiesto. Luego, viendo una salida, ella empezó a hablar de la armonización de los procesos de trabajo entre la empresa de servicios y el Ministerio, es decir, entre nosotros dos. Se había acercado a mí; un vacío de treinta centímetros, todo lo mas, separaba nuestros cuerpos. En un momento dado, con un gesto sin duda involuntario, apretó ligeramente entre los dedos el revés del cuelo de mi chaqueta.

Yo no sentía el menor deseo por Catherine Lechardoy; no tenía las más mínimas ganas de tirarmela. Ella me miraba sonriendo, bebía Cremant, intentaba ser valiente; sin embargo, yo lo sabía, tenia una enorme necesidad de que alguien se la tirase. El agujero que tenía en el bajo vientre debía de parecerle de lo mas inútil. Uno siempre puede cortarse la polla, pero ¿Cómo se olvida la vacuidad de una vagina? Su situación me parecía desesperada, y la corbata empezaba a apretarme un poco. Después de mi tercera copa estuve a punto de proponerle que saliéramos juntos, que fuésemos a follar a un despacho; sobre la mesa o en la moqueta, que mas daba; me sentía dispuesto a llevar a cabo los gestos necesarios. Pero me calle; y en el fondo creo que ella no habría aceptado; o que antes yo habría tenido que cogerla por la cintura, declarar que era bella, rozarle los labios en un tierno beso. Decididamente, no había salida. Me disculpe brevemente y me fui a vomitar en los aseos.

Cuando volví el teórico estaba a su lado, y ella le escuchaba con docilidad. A fin de cuentas, la chica había conseguido recuperar el control; y seguramente era mejor para ella.

12

Esta copa de despedida por jubilación sería el irrisorio apogeo de mis relaciones con el Ministerio de Agricultura. Había recogido todos los datos necesarios para preparar mis cursos; bien poco tendríamos que vernos ya; me quedaba una semana antes de irme a Rouen.

Triste semana. Estábamos a finales de noviembre, periodo que el común de los mortales esta de acuerdo en considerar triste. Me parecía normal que, a falta de acontecimientos más tangibles, las variaciones climáticas vinieran a ocupar cierto lugar en mi vida; por otra parte, según dicen, los viejos no consiguen hablar de otra cosa.

He vivido tan poco que tengo tendencia a pensar que no voy a morir; parece inverosímil que una vida humana se reduzca a tan poca cosa; uno se imagina, a su pesar, que algo va a ocurrir tarde o temprano. Craso error. Una vida puede muy bien ser vacía y a la vez breve. Los días pasan pobremente, sin dejar huella ni recuerdo; y después, de golpe, se detienen.

Otras veces tengo la impresión de que conseguiría instalarme de forma estable en una vida ausente. Que el hastío, relativamente indoloro, me permitiría seguir llevando a cabo los gestos habituales de la vida. Nuevo error. El hastío prolongado no es una posición sostenible: antes o después se transforma en percepciones claramente mas dolorosas, de un dolor positivo; es exactamente lo que me esta pasando.

Tal vez, me digo, este viaje a provincias me haga cambiar de ideas; en sentido negativo, no hay duda, pero va hacerme cambiar de ideas; por lo menos habrá una inflexión, un sobresalto.

Segunda parte

1

En las cercanías del paso de Bab-el-Mandel, bajo la superficie equivoca e inmutable del mar, se ocultan grandes arrecifes de coral, espaciados de manera irregular, que representan un peligro real para la navegación. Casi no son perceptibles, a no ser por un afloramiento rojizo, un tinte del agua un poco distinto. Y si el viajero de paso se digna recordar la extraordinaria densidad de la población de tiburones que caracteriza esta zona del Mar Rojo (llegan, si no me falla la memoria, a unos dos mil tiburones por kilómetro cuadrado), se comprenderá que sienta un ligero estremecimiento, a pesar del calor aplastante y casi irreal que hace vibrar el aire con un viscoso hormigueo en las cercanías del paso de Bab-el-Mandel.