Bien pensado, fue normal que Arturo se uniera a ellos y se alejara paulatinamente de sus viejos amigos. Ellos eran los niños de la alcantarilla y Arturo siempre había sido un niño de la alcantarilla.
Uno de sus viejos amigos, sin embargo, no se alejó de él. Ernesto San Epifanio. Yo conocí primero a Arturo, luego conocí a Ernesto San Epifanio una noche radiante del año 1971. Por entonces Arturo era el más joven del grupo. Luego llegó Ernesto, que era un año o unos meses más joven que él, y Arturito perdió ese sitial equívoco y brillante. Pero entre ellos no hubo envidias de ninguna clase y cuando Arturo volvió de Chile, en enero de 1974, Ernesto San Epifanio siguió siendo su amigo.
Lo que pasó entre ellos es bien curioso. Y yo soy la única que puede contarlo. Ernesto San Epifanio por aquellos días andaba como si estuviera enfermo. Casi no comía y se estaba quedando en los huesos.
Por las noches, esas noches del DF cubiertas por sucesivas sábanas de lino, sólo bebía y apenas hablaba con nadie y cuando salíamos a la calle miraba para todos los lados como si tuviera miedo de algo. Pero cuando los amigos le preguntaban qué ocurría él no decía nada o contestaba con alguna cita de Oscar Wilde, uno de sus escritores favoritos, pero incluso en ese punto, en el de la ingeniosidad, su fuerza había languidecido y en sus labios una frase de Wilde más que hacer pensar concitaba un sentimiento de perplejidad y conmiseración. Una noche le di noticias de Arturo (yo había hablado con su madre y con su hermana) y él me escuchó como si vivir en el Chile de Pinochet no fuera, en el fondo, una mala idea.
Los primeros días, tras su regreso, Arturo se mantuvo encerrado en su casa, casi sin pisar la calle, y para todos, menos para mí, fue como si no hubiera vuelto de Chile. Pero yo fui a su casa y hablé con él y supe que había estado preso, ocho días, y que aunque no fue torturado se comportó como un valiente. Y se lo dije a sus amigos. Les dije: Arturito ha vuelto y orné su retorno con colores tomados de la paleta de la poesía épica. Y cuando Arturito, una noche, apareció finalmente por la cafetería Quito, en Bucareli, sus antiguos amigos, los poetas jóvenes, lo miraron con una mirada que ya no era la misma. ¿Por qué no era la misma? Pues porque para ellos Arturito ahora estaba instalado en la categoría de aquellos que han visto a la muerte de cerca, en la subcategoría de los tipos duros, y eso, en la jerarquía de los machitos desesperados de Latinoamérica, era un diploma, un jardín de medallas indesdeñable.
En el fondo, también se ha de decir, nadie se lo tomaba al pie de la letra. Es decir: la leyenda había partido de mis labios, mis labios ocultos por el dorso de mi mano, y aunque en esencia todo lo que yo había dicho de él cuando él permanecía encerrado en su casa era verdad, por venir de quien venía, de mí, no merecía una credibilidad excesiva. Así son las cosas en este continente. Yo era la madre y me creían, pero tampoco me creían demasiado. Ernesto San Epifanio, sin embargo, tomó mis palabras al pie de la letra. En los días previos a la reaparición pública de Arturo me hizo repetir sus aventuras en el otro extremo del mundo y a cada repetición su entusiasmo crecía. Es decir yo hablaba e inventaba aventuras y la languidez de Ernesto San Epifanio iba desapareciendo, iba desapareciendo su melancolía, o al menos languidez y melancolía se estremecían, se desempolvaban, respiraban. Así que cuando Arturo reapareció y todos quisieron estar con él, Ernesto San Epifanio también estuvo allí y participó con los demás, aunque manteniéndose en un discreto segundo plano, de la bienvenida que sus antiguos amigos le dieron y que consistió, si mal no recuerdo, en invitarlo a una cerveza y a unos chilaquiles en la cafetería Quito, ágape a todas luces modesto, pero que se correspondía con la economía general. Y cuando todos se fueron, Ernesto San Epifanio siguió allí, apoyado en la barra del Encrucijada Veracruzana, pues para entonces ya no estábamos en el Quito sino que nos habíamos trasladado al mentado bar, mientras Arturo, solo con sus fantasmas y sentado en una mesa, miraba su último tequila como si en el fondo del vaso se estuviera produciendo un naufragio de proporciones homéricas, algo impropio se viera como se viera en un muchacho que no había cumplido todavía los veintiún años.
Entonces empezó la aventura.
Yo lo vi. Yo doy fe. Yo estaba sentada en otra mesa, hablando con un periodista novato de la sección de cultura de un periódico del DF, y acababa de comprarle un dibujo a Lilian Serpas, y Lilian Serpas después de vendernos el dibujo nos había sonreído con su sonrisa más enigmática (pero la palabra enigma no alcanza a dibujar la oscuridad abismal que era su sonrisa) y había desaparecido en la noche del DF y yo le decía al periodista quién era Lilian Serpas, le decía que el dibujo no era suyo sino de su hijo, le contaba lo poco que sabía de esa mujer que aparecía y desaparecía por los bares y cafeterías de la avenida Bucareli. Y en ese momento, mientras yo hablaba y Arturo contemplaba en la mesa vecina los remolinos conjeturales de su tequila, Ernesto San Epifanio se alejó de la barra y se sentó junto a él y por un instante yo sólo vi sus dos cabezas, sus dos matas de pelo largo que caían hasta los hombros, la de Arturo rizada y la de Ernesto lacia y mucho más oscura, y durante un rato hablaron mientras el Encrucijada Veracruzana se iba vaciando de los últimos noctámbulos, los que de repente tenían prisa por irse y gritaban viva México desde la puerta y los que estaban tan briagos que ni siquiera podían levantarse de las sillas.
Y entonces yo me levanté y me quedé de pie junto a ellos como la estatua de cristal que hubiera querido ser cuando niña y escuché que Ernesto San Epifanio contaba una historia terrible sobre el rey de los putos de la colonia Guerrero, un tipo al que llamaban el Rey y