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De modo que yo soy quien dirige la operación, y yo quien me pongo en venta, con mi acento latino y mis millones. ¡Ciao!

A las diez en punto estaba en los talleres de la Universal. La protección de mi prepotente amigo me colocó junto al director de escena, inmediatamente debajo de las máquinas, de modo que pude seguir hito a hito la impresión de varios cuadros.

No creo que haya muchas cosas más artificiales e incongruentes que las escenas de interior del film. Y lo más sorprendente, desde luego, es que los actores lleguen a expresar con naturalidad una emoción cualquiera ante la comparsa de tipos plantados a un metro de sus ojos, observando su juego.

En el teatro, a quince o treinta metros del público, concibo muy bien que un actor, cuya novia del caso está junto a él en la escena, pueda expresar más o menos bien un amor fingido. Pero en el taller el escenario desaparece totalmente, cuando los cuadros son de detalle. Aquí el actor permanece quieto y solo mientras la máquina se va aproximando a su cara, hasta tocarla casi. Y el director le grita:

– Mire ahora aquí… Ella se ha ido, ¿entiende? Usted cree que la va a perder… ¡Mírela con melancolía…! ¡Más! ¡Eso no es melancolía…! Bueno, ahora, sí… ¡La luz!

Y mientras los focos inundan hasta enceguecerlo la cara del infeliz, él permanece mirando con aire de enamorado a una escoba o a un tramoyista, ante el rostro aburrido del director.

Sin duda alguna se necesita una muy fuerte dosis de desparpajo para expresar no importa qué en tales circunstancias. Y ello proviene de que Dios hizo el pudor del alma para los hombres y algunas mujeres, pero no para los actores.

Admirables, de todos modos, estos seres que nos muestran luego en la totalidad del film una caracterización sumamente fuerte a veces. En Casa de muñecas, por ejemplo, obra laboriosamente interpretada en las tablas, está aún por nacer la actriz que pueda medirse con la Nora de Dorothy Phillips, aunque no se oiga su voz ni sea ésta de oro, como la de Sarah. Y de paso sea dicho: todo el concepto latino del cine vale menos que un humilde film yanqui, a diez centavos. Aquél pivota entero sobre la afectación, y en éste suele hallarse muy a menudo la divina condición que es primera en las obras de arte, como en las cartas de amor: la sinceridad, que es la verdad de expresión interna y externa.

"Vale más una declaración de amor torpemente hecha en prosa, que una afiligranada en verso."

Este humilde aforismo de los jóvenes da la razón de cuándo el arte es obra de modistas, y cuándo de varones.

– Sí, pero las gentes no lo ven -me decía Stowell cuando salíamos del taller-. Usted conoce las concesiones ineludibles al público en cada film.

– Desde luego; pero el mismo público es quien ha hecho la fama del arte de ustedes. Algo pesca siempre; algo hay de lúcido en la honradez -aun la artística- que abre los ojos del mismo ciego.

– En el país de usted es posible; pero en Europa levantamos siempre resistencia. Cuantas veces pueden no dejar de imputarnos lo que ellos llaman falta de expresión, y que no es más que falta de gesticulación. Esta les encanta. Los hombres, sobre todo, les resultamos sobrios en exceso. Ahí tiene, por ejemplo, Sendero de espinas. Es el trabajo que he hecho más a gusto… ¿Se va? Venga con nosotros al bar. ¡Oh, la mesa es grande…! ¡Dolly! La interpelada, que cruzaba ya el veredón, se volvió.

– Dolly, lleve al señor Grant al bar. Thedy se llevó mi auto.

– ¡Y sí! Siento no poder llevarlo, Stowell… Está lleno.

– Si me permite podríamos ir en mi máquina -me ofrecí.

– ¡Ya lo creo! Entre, Stowell. ¡Cuidado! Usted cada vez se pone más grande.

Y he aquí cómo hice el primer viaje en automóvil con Dorothy Phillips, y cómo he sentido también por primera vez el roce de su falda, ¡y nada más!

Stowell, por su parte, me miraba con atención, debida, creo, a la rareza de hallar conceptos razonables sobre arte en un hijo pródigo de la Ar gentina. Por lo cual hicimos mesa aparte en el bar. Y para satisfacer del todo su curiosidad, me dejé ir a diversas impresiones, incluso las anotadas más arriba, sobre el taller.

Stowell es inteligente. Es además, el hombre que en este mundo ha visto más cerca el corazón de la Phillips desmayándosele en los ojos. Este privilegio suyo crea así entre nosotros un tierno parentesco que yo soy el único en advertir.

A excepción de Burns.

– Buenas noches a uno y otro -nos ha puesto las manos en los hombros-. ¿Bien, Stowell? No pude ir. ¿Cuántos cuadros? No adelantan gran cosa, que digamos. ¿Y usted, Grant? ¿Adelanta algo? No responda, es inútil…

– ¿Se me ve también en la cara? -no he podido menos de reírme.

– Todavía no; lo que se ve desde ya es que a Stowell alcanza también su efusión. Dolly quiere almorzar mañana con usted y Stowell. No está segura de que sean doce las fotografías de su número. Seremos los cuatro. ¿No le ha dicho nada Dolly? ¡Dolly! Deje a su Lon un momento. Aquí están los dos Stowell. Y la ventana es fresca.

– ¡Cómo lo olvidé! -nos dijo la Phillips viniendo a sentarse con nosotros-. Estaba segura de habérselo dicho… Tendré mucho gusto, señor Grant. Tom: ¿usted dice que está más fresco aquí? Bajemos, por lo menos, al jardín.

Bajamos al jardín. Stowell tuvo el buen gusto de buscarme la boca, y no hallé el menor inconveniente en recordar toda la serie de meditaciones que había hecho en Buenos Aires sobre este extraordinario arte nuevo, en un pasado remoto, cuando Dorothy Phillips, con la sombra del sombrero hasta los labios, no me estaba mirando, ¡hace miles de años!

Lo cierto es que aunque no hablé mucho, pues soy más bien parco de palabras, me observaban con atención.

– ¡Hum…! -me dije-. Torna a reproducirse el asombro ante el hijo pródigo del Sur.

– ¿Usted es argentino? -rompió Stowell al cabo de un momento.

– Sí.

– Su nombre es inglés.

– Mi abuelo lo era. No creo tener ya nada de inglés.

– ¡Ni el acento!

– Desde luego. He aprendido el idioma solo, y lo practico poco. La Phillips me miraba.

– Es que le queda muy bien ese acento. Conozco muchos mejicanos que hablan nuestra lengua, y no parece… No es lo mismo.

– ¿Usted es escritor? -tornó Stowell.

– No -repuse.

– Es lástima, porque sus observaciones tendrían mucho valor para nosotros, viniendo de tan lejos y de otra raza.

– Es lo que pensaba -apoyó la Phillips-. La literatura de ustedes se vería muy reanimada con un poco de parsimonia en la expresión.

– Y en las ideas -dijo Burns-. Esto no hay allá. Dolly es muy fuerte en este sector.

– ¿Y usted escribe? -me volví a ella.

– No; leo cuantas veces tengo tiempo… Conozco bastante, para ser mujer, lo que se escribe en Sud América. Mi abuela era de Texas. Leo el español, pero no puedo hablarlo.

– ¿Y le gusta?

– ¿Qué?

– La literatura latina de América. Se sonrió.

– ¿Sinceramente? No.

– ¿Y la de Argentina?

– ¿En particular? No sé… Es tan parecido todo… ¡tan mejicano!

– ¡Bien, Dolly! -reforzó Burns-. En el Arizona, que es México, desde los mestizos hasta su mismo infierno, hay crótalos. Pero en el resto hay sinsontes, y pálidas desposadas, y declamación en todo. Y el resto, ¡falso! Nunca vi cosa que sea distinta en la América de ustedes. ¡Salud, Grant!

– No hay de qué. Nosotros decimos, en cambio, que aquí no hay sino máquinas.

– ¡Y estrellas de cinematógrafo! -se levantó Burns, poniéndome la mano en el hombro, mientras Stowell recordaba una cita y retiraba a su vez la silla.

– Vamos, Tom; se nos va a ir el tren. Hasta mañana, Dolly. Buenas noches, Grant.