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Con un rápido movimiento de llave, Amanda cerró el coche y fue hasta la puerta. No reconoció al joven que estaba allí y él le sonrió amablemente mientras le preguntaba si podía identificarse:

– ¿Sabemos quiénes son?

– Semiafirmativo. Son dos… es decir, tres cuerpos en la vivienda de Josef F. Larsson, el presidente de la compañía de aguas Vattenfall.

Amanda soltó un silbido.

– Es decir, un pez gordo. ¿Tres cuerpos? Creía que eran dos asesinatos.

– El tercero es un perro. Arriba del todo -dijo, esquivo, sin mirar a Amanda a los ojos y señalando hacia arriba con la cabeza.

Parecía muy reacio a precisar con más detalle el aspecto que tenía el lugar del crimen.

Amanda comenzó a subir. El ascensor era viejo y lento. Teniendo en cuenta el problema de estómago que había sufrido aquel día, no pensó en la escalera. Poco a poco fue transportada hasta el último piso. Allí Amanda se encontró con otro agente y la cinta policial. En la puerta de enfrente había una anciana mirando. Debajo del brazo llevaba un caniche gris sucio. Sonrió interesada a Amanda, quien la saludó con la cabeza mientras entraba en la otra vivienda. Por experiencia, Amanda sabía que las vecinas mayores podían ser tan pesadas como útiles. Lo mejor era estar a buenas con ellas.

La investigación de la Científica estaba en pleno apogeo. Un hombre de unos treinta años con profundas marcas de acné en las mejillas la saludó por su nombre, pues la conocía. «Todos conocen al bicho raro», pensó a la vez que respondía a su saludo. No tenía ni idea de cómo se llamaba. Justo después de ella llegó otra persona a la que sí conocía muy bien: Moses Hammar, una inusual combinación de boxeador y forense. «Los dos somos bichos raros», siguió pensando Amanda.

Los recién llegados recibieron instrucciones de ir directamente hasta el dormitorio; los técnicos no habían acabado aún con el resto de la vivienda. Amanda estudió el ambiente: muebles caros, pesados pero, a pesar de ello, impregnados de estilo. No era el trabajo de un profesional, sino creado por la gente que vivía allí, constató. Uno de sus mayores vicios eran los programas de decoración que llenaban las parrillas de los canales de televisión. Veía sin dificultad las soluciones avanzadas adaptadas por la necesidad a la que obliga una fantasía inquieta y que exigen los diseñadores actuales y el buen gusto a la manera antigua. Cuando pasó delante del espejo vio la palabra «Asesino» escrita en rojo sangre.

– Me han llamado muchas cosas en esta vida, pero nunca esto -comentó cuando se encontró con las letras escritas debajo del reflejo de su imagen. Moses las estudió más detenidamente. Antes de terminar, el hombre de las marcas de acné dijo:

– Es pintura de spray normal y corriente.

Moses le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y fue hacia la sala de estar. Estaba limpia y recogida a excepción del sofá de piel, que también estaba pintado con spray con las palabras «Dinero manchado de sangre», y la pared, en la que habían escrito Dirty Thirty. El sol de la mañana jugaba con las partículas de polvo que la pantalla del televisor marca Bang & Olufsen había absorbido. Unas manchas poco espesas se veían sobre el suelo de parquet. El agente del acné que iba detrás de ellos continuaba con su ayuda:

– Sin embargo, éstas son de verdad. Sangre.

– Por lo visto alguien no quería mucho a las víctimas -constató Amanda.

– Sí. Parece como si el autor del crimen quisiera divulgar el motivo -añadió Moses señalando el texto de la pared con la cabeza.

– ¿Qué quiere decir eso de Dirty Thirty? -preguntó Amanda.

– Es una lista de centrales de energías peligrosas para el medio ambiente -aclaró Moses-. Y el propietario de este piso era presidente de algunas de ellas.

– O se trata de una persona profundamente desequilibrada -respondió Amanda.

– Desequilibrada, seguro -añadió el hombre del acné señalando con la cabeza la rendija de la puerta hacia donde seguían las huellas del suelo-. Loco de remate.

Amanda observó las huellas rojas más detenidamente. Cuando se agachó notó que el estómago intentaba salírsele por la garganta. Se levantó con rapidez y tragó saliva. La tensión que experimentaba en un lugar donde se había cometido un crimen hacía que no controlara su malestar. El rápido movimiento hizo que la sangre le bajara de la cabeza y se apoyó contra la pared. En cuanto la imagen oscura desapareció de sus ojos, se sintió algo mejor y se enderezó. Pero era demasiado tarde. Moses parecía preocupado por ella y dijo:

– ¿Qué te pasa? Estás completamente pálida.

– Ya estoy bien. Es que me he levantado demasiado de prisa -dijo Amanda maquillando la verdad.

Moses la observó escéptico, pero después se encogió de hombros y continuó adentrándose en el desagradable secreto de la vivienda. Amanda se sentía demasiado mal como para admirar su nuca de toro, que normalmente observaba con atención. Sus manos y su cuello eran su gran debilidad, pero en aquellos momentos su atracción hacia Moses quedaba anestesiada por el malestar físico que sentía.

Antes de entrar en la habitación hacia donde dirigía el rastro de sangre vieron una suciedad en el suelo marcada por los de la Científica. El olor difuso de muerte fue sustituido por una fuerte y ofensiva peste. Antes de que Amanda la pudiera definir, su estómago reaccionó. Los jugos gástricos recogidos en la última hora querían salir y le provocaban una arcada tras otra.

Amanda miró desesperada a su alrededor. Lo peor que le podía ocurrir era vomitar en el lugar del crimen, primero porque como mujer socavaría rápidamente su posición demostrando debilidad, y segundo porque podría destruir pruebas muy valiosas. Y eso que todavía no había visto los cadáveres.

No había tiempo de salir del piso. Amanda reaccionó instintivamente, abrió su bolso nuevo y vomitó dentro. Moses la miraba sorprendido. Cuando Amanda acabó, él dijo:

– Así que te habías levantado demasiado de prisa. ¿No deberías quedarte en la cama? ¿Gripe?

Para no tener que ver aquella asquerosidad, Amanda cerró pulcramente el bolso y se lo colgó en el hombro. Después asintió con la cabeza y dijo:

– Empecé ayer. No sé si he comido algo en mal estado o si es otra cosa.

– ¿Así que lo mejor que sabes hacer es contagiar a tus compañeros? – preguntó Moses, provocador, pero sus ojos la observaban preocupado con una mirada escrutadora, como si se tratara de un médico.

Amanda se sentía culpable y se tapó la boca como para proteger de sus bacilos a los que estaban a su alrededor.

Mientras subía hacia el desván, Nova pensó que era una ventaja haber tenido una madre paranoica. Toda la casa estaba cuidadosamente protegida por alarmas y cámaras de vigilancia. Si alguien había conseguido entrar sin disparar las alarmas por lo menos estaría en alguna de las películas. Además de la cámara de la entrada había otras tres que vigilaban las habitaciones donde estaban los objetos más valiosos de la colección de arte de su madre. Nova había continuado con la labor de su madre de copiar las películas de las cámaras en DVD una vez a la semana.

Abrió la trampilla del techo y desplegó la escalerilla por la que se subía al desván. Al llegar arriba miró a su alrededor. Un lado del desván estaba lleno de trastos de otras generaciones: había montones de cajones polvorientos; unas alfombras enrolladas aparecían debajo de una mesa de tres patas. Todo aquel caos quedaba iluminado por una elegante lámpara de cristal. Era el mejor sitio donde guardar los tesoros que no quedaban bien en la vivienda de abajo. La luz de los cristales de la lámpara jugaba sobre el equipamiento que estaba al otro lado de la habitación. Era un ordenador con tarjeta DVR que funcionaba como central de vigilancia. Detrás había una librería donde libros centenarios se guardaban junto a los DVD de las últimas semanas con las películas de las cámaras de vigilancia.