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Nova se sentó delante del ordenador. De la tela de la vieja y sucia silla de oficina salió una nubecilla de polvo. Antes de posar la vista sobre el ordenador que tenía delante, se fijó en el taburete que había en un rincón.

El rincón de la vergüenza.

Recordaba que se había pasado muchas horas allí, mirando la pared. En una ocasión había mirado hacia arriba y había puesto en marcha un plan que tuvo como resultado la prohibición de salir durante semanas y unas cuantas heridas en las palmas de las manos. La trampilla estaba encima de la cabeza de Nova. Cuando tenía doce años, se había encaramado por la librería para salir al tejado de la casa. El aire primaveral le había enfriado las mejillas y la vista sobre las partes más altas de las casas de Gamla stan hicieron que el corazón le latiera fuerte en el pecho por la sensación de libertad. Sobre el tejado había una escalera de incendios que llevaba a la casa del vecino. La huida le había costado mucho más de lo que le había aportado.

Nova volvió al presente. Cuando tocó el ratón del ordenador, en la pantalla que estaba completamente negra apareció una ventana para introducir el código de entrada. Lo sabía desde hacía dos años, cuando su madre, que tenía que ausentarse varias semanas por un trabajo en el extranjero, decidió que ella copiaría las películas en DVD. Su madre volvió a casa morena y se puso contenta al ver que Nova había sabido hacer lo que le había encargado. Después de aquello, lo hacía ella de vez en cuando. Cada fin de mes desaparecían los discos y eran guardados en la caja de seguridad del banco, según le explicó. Nova tenía la sensación de que así la privaba de ver todo lo que hacía su madre.

Las cuatro cámaras de vigilancia guardaban directamente las imágenes en el ordenador. Eran las únicas carpetas que se utilizaban regularmente. Nova pasó película tras película y vio su propia persona andando por la casa, igual que un conejo de los del anuncio de Duracell. Aquello la hizo sentirse fatal a pesar de que tenía los reflejos cansados y embotados. En su fantasía veía una figura oscura que se metía en la habitación contigua, pero en realidad allí no había nadie. Se concentró y constató que nadie más que ella había estado dentro de la casa la última semana. En la librería había tres DVD. Nova alargó una mano para cogerlos y estudiar el contenido de la misma manera que había hecho con las películas que había en el disco duro del ordenador.

La mano se quedó quieta a medio camino.

«¿No debería haber cuatro discos?», pensó Nova frunciendo el ceño. Contó hacia atrás y constató que debería ser así. Cogió los discos y observó las fechas.

Faltaba un disco.

Era la película de los días anteriores y posteriores a la muerte de su madre. Nova estaba segura de que había escrito cuidadosamente la fecha y había puesto el disco en la librería. Entonces todavía estaba aturdida por la noticia de la muerte de su madre y actuaba como si llevara puesto el piloto automático. Pero sí que la había copiado. Estaba segura de ello. Recordaba cada minuto que había pasado después de la noticia de su muerte.

Y ahora no estaba.

Una persona ajena había entrado en la casa.

Alguien que sabía lo que buscaba. Alguien había encontrado un disco allí, donde Nova se hallaba en aquellos momentos. Alguien había estado allí.

Justo allí.

Nova sintió un escalofrío y miró intranquila el montón de muebles que con facilidad podían esconder a una persona. Las sombras estaban quietas en la esquina. Salió del ordenador y se dio prisa en bajar por la escalerilla.

La escena del dormitorio era el lugar del crimen más horrible que Amanda había visto en sus quince años como policía. Y no por la descomposición ni por la cantidad de sangre. Los cadáveres estaban en bastante buen estado, y no hacía mucho que eran personas vivas con un corazón que les latía y unos cerebros que pensaban. A pesar del calor que hacía, la putrefacción no era aún evidente. Pero la humillación premeditada de los cuerpos y sus posturas estudiadas hicieron que Amanda se estremeciera de frío. «Si el infierno existe, debe de ser así», pensó al mirar los ojos de la mujer abiertos como platos. ¿Qué fue lo último que vio?

Aunque Amanda sabía que la boca abierta de los cadáveres era uno de los procesos de la expiración, no pudo dejar de pensar que estaba así por haber proferido un último grito. Las mandíbulas se habían quedado fijas en una postura completamente abierta.

Amanda no había querido dejar la vivienda antes de acabar con su trabajo. «Tienes que irte a casa», le había insistido Moses, pero sin conseguir que se cumpliera su voluntad. Ahora él se encontraba delante de ella observando a las víctimas.

– Por lo menos hace doce horas que están muertos -constató-. El rigor mortis se ha extendido por todo el cuerpo.

Con gran esfuerzo rodeó la cama; había muy poco suelo que estuviera seco; el resto era de color rojo oscuro de la sangre de las víctimas.

– Seguramente fue aquí donde murieron -continuó con un gesto que se refería al espacio de la habitación.

– ¿Estás seguro? -preguntó Amanda.

– Volveré con una respuesta definitiva después de la autopsia.

Amanda estudió la grotesca escena con matices de locura y sexuales. La mujer estaba desnuda y estirada boca abajo con las piernas separadas. Una almohada debajo del vientre hacía que sus nalgas estuvieran un poco levantadas. El pastor alemán estaba encima con las tripas sobre la espalda de ella y alrededor del cuello. El hombre todavía llevaba puesta la camisa y la corbata. Estaba tumbado junto al animal y la mujer. Parecía como si estuviera a punto de introducir su órgano sexual seccionado en la boca de la mujer. El espejo del techo duplicaba el horror y descubría detalles.

«Ultraje», fue la palabra que Amanda consideraba que describía mejor la escena de la habitación. Grave ultraje.

– ¡Qué odio tiene que haber sentido para hacer algo así! -exclamó Amanda.

Moses levantó la mirada hacia la escena y replicó:

– O es alguien frío como el hielo. De alguna manera, todo parece muy bien pensado. Como una obra de arte.

Amanda no podía ver la similitud con una obra de arte, pero pensó que tal vez tenía que ver con el humor tan increíblemente mórbido que solía tener el forense. Mientras su mirada se quedaba fija en la frase de la pared, Génesis 6, 4, se olvidó por completo de lo que acababa de decir Moses.

– Tú que te llamas Moses deberías saber lo que significa -le exigió Amanda al señalar la pared con la cabeza.

– El hecho de llamarme Moses no significa que me sepa la Biblia de memoria. Aunque lo cierto es que he leído este pasaje alguna vez hace tiempo. Creo que el capítulo seis tiene algo que ver con el Arca de Noé. Pero no estoy seguro.

– Tendré que mirarlo cuando vuelva a la oficina.

– ¿No deberías ir a casa y curarte?

– Bah, no cuesta nada buscarlo en la red -respondió Amanda como si estuviera sana como un roble.

Cuando Amanda salió por la puerta de la calle Drottning le entraron unas irreprimibles ganas de tomarse una Coca-Cola. «Seguro que eso acaba con mi malestar», pensó, imaginándose una bebida fría en un vaso con hielo y burbujas. El sol que le quemaba la cabeza hizo la imagen aún más atractiva. Al otro lado de la calle había un Seven-Eleven. Se dirigió hacia allí de prisa y pidió una Coca-Cola, pero no light, como solía tomarla; necesitaba todas las calorías que su cuerpo había eliminado. En el bolsillo encontró un billete de veinte para pagar; lo último que quería hacer era tener que abrir el bolso y ver la asquerosidad que había dentro.

Cogió el vaso de plástico y se sentó junto a la ventana para recuperarse y concentrarse. El estómago admitió la bebida sin protestar. Aquello funcionaba, constató al cabo de unos minutos. Se le aclararon las ideas y el malestar disminuyó notablemente.