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Me detuve frente a la casa de la señora Frizell para reprender al causante de mis desgracias financieras. El labrador negro y la bola peluda estaban en la parte de atrás, gimiendo y rascando la puerta, pero al oírme vinieron corriendo hacia la verja para ladrarme. Dentro de la casa podían verse otros dos hocicos asomando por debajo de la raída persiana para unirse a los ladridos.

– ¿Por qué no haces algo útil? -regañé al labrador-. Consigue un trabajo, haz algo para mantener a la familia que te has echado encima. O corre allí al lado a robarle un par de zapatillas de deporte a Todd Pichea para mí.

Pichea era el abogado que quería que la asociación de vecinos llevara a la señora Frizell ante los tribunales. Su casa había sido restaurada hasta convertirla en un impecable edificio Victoriano, pintado de color cáscara de huevo y con marcos festoneados de un rojo y un verde intensos. Y el jardín, con sus arbustos de flores tempranas y su césped esquilado a medida, hacía resaltar el descuidado entresijo de malas hierbas de la señora Frizell. Era simple perversidad lo que me hacía preferir la casa de la anciana señora.

El labrador sacudió la cola dándome afablemente la razón, me ladró unas cuantas veces y regresó a la parte trasera. La bola peluda lo siguió. Me pregunté en vano dónde estaría la señora Frizell; casi esperaba verla aparecer tras los hocicos de la ventana, agitando furiosamente el puño.

Recorrí mis ocho kilómetros de ida y vuelta hasta el puerto y me olvidé de la mujer y de sus perros. Por la tarde me obligué a hacer algunos encargos de rutina para clientes habituales. Daraugh Graham, mi cliente más asiduo y el que mejor pagaba, me llamó a las cuatro y media. No estaba satisfecho con los informes de un hombre al que quería ascender. Quería información sobre Clint Moss para la tarde siguiente, lo que hizo que me rechinaran ligeramente los dientes. Además de las facturas de Peppy y de las zapatillas nuevas, tenía que ponerme al día con los pagos del Trans Am y de mi apartamento.

Apunté toda la información que me facilitó sobre Moss en un formulario y marqué la carpeta con un rotulador fosforescente rojo oscuro, para que por la mañana me saltara a la vista desde la mesa. Era todo lo que podía hacer por ese día. Cuando pasaba a máquina las facturas de los dos últimos trabajos que había terminado volvió a sonar el teléfono. Estuve tentada de dejarlo sonar, pero la aguda conciencia de mi situación financiera me impulsó a contestar. Era Carol Alvarado. Me arrepentí de haber descolgado.

– Vic, ¿puedo ir a verte esta noche? Necesito hablar contigo.

Me volvieron a rechinar los dientes, esta vez de forma más audible. No quería tomar partido en su disputa con Lotty: era la manera más fácil de perder la amistad de ambas para siempre. Pero Carol insistió, y no pude evitar pensar en todas las veces que ella me había apoyado cuando Lotty amenazaba con hacerme trizas cada vez que me presentaba, yo sola o con un cliente, para que nos remendara tras una refriega. Tuve que acceder, y de la forma más amable que pude.

Carol llegó a las ocho con una botella de Barolo. Sin su uniforme de enfermera y con vaqueros parecía menuda y joven, casi frágil. Abrí la botella y serví un par de vasos.

– ¡Por las viejas amistades! -brindé.

– ¡Y por las buenas amigas! -respondió.

Charlamos informalmente durante unos minutos antes de que abordase el tema que le interesaba.

– ¿Te ha contado Lotty lo que he decidido hacer?

– ¿Lo de quedarte en casa a cuidar al primo de tu madre?

– Eso es sólo una parte de la historia. Guillermo ha estado muy enfermo: pulmonía, complicaciones, y en el hospital del condado, donde no tienen precisamente los recursos para atenderle las veinticuatro horas. Por eso mamá quiere traerlo a casa, y desde luego la ayudaré a atenderle. Con unos buenos cuidados, con la atención adecuada, tal vez podamos ponerle en pie, al menos durante un tiempo. Lotty cree que la abandono y que me voy a sacrificar…

Se le quebró la voz. Frotó el borde de su vaso. Era de vidrio basto y grueso, comprado en Woolworth, y no produjo el agudo chirrido que produciría el cristal.

– ¿No preferirías tomarte una baja, en lugar de despedirte?

– La verdad, Vic, es que estoy harta de esa clínica. He estado yendo día tras día durante ocho años y necesito un cambio.

– ¿Y quedarte en casa a cuidar a Guillermo es el descanso que necesitas?

Se ruborizó un poco.

– ¿No puedes decir lo que piensas sin sarcasmo? Ya sé que Lotty y tú pensáis que a mis treinta y cuatro años debería separarme de mi madre e independizarme. Pero mi familia no es un estorbo para mí como lo sería para ti o para Lotty. Y además, ¿no estuviste tú a punto de ser asesinada por cuidar de tu tía Elena el año pasado?

– Sí, pero desde luego odiaba tener que hacerlo -jugueteé con un hilo suelto del sillón. Otra cosa que podía haber hecho si me hubiese colocado en un bufete de abogados de altos vuelos: comprar muebles de oficina nuevos-. A los quince años, ayudé a cuidar a mi madre, que estaba muriéndose de cáncer. Y a mi padre, que murió de enfisema diez años después. Lo volvería a hacer si fuese necesario, pero no podría dedicar ese tipo de atención a alguien que no fuese tan importante para mí.

– Por eso eres detective, Vic, y no enfermera -alzó la mano cuando quise contestar-. No me estoy sacrificando, créeme. Estoy quemada con esa clínica. Necesito un cambio. Eso es lo que Lotty no quiere entender: ella da tanto de sí misma, pone tanta energía en sus pacientes que no entiende por qué no han de hacerlo los demás. Pero quedándome en casa, enfrentándome con un solo problema médico, me quedará tiempo para pensar, para decidir lo que quiero hacer después.

– ¿Y quieres que yo le venda eso a Lotty?

No podía reprocharle a Carol que quisiera dejar la clínica, yo había terminado muy quemada en la oficina del defensor público al cabo de cinco años, y el trabajo de Carol era mucho más intenso de lo que pudo ser el mío. Pero, evidentemente, Lotty se sentía traicionada. Ella no tenía familia de la que hablar -un hermano en Montreal y el hermano de su padre, Stefan, fueron los únicos familiares que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial-, por eso no podía entender lo que exige una familia. ¿O quizá guardaba algún secreto resentimiento contra los que tenían la suerte de poseer una familia a la que atender?

Sonó el timbre de la puerta antes de que pudiese apartar esa idea tan poco alentadora. Por la mirilla divisé la cara del señor Contreras. Abrí la puerta, sintiendo que me empezaba a hervir la sangre.

– Lo siento, pequeña, ya sé que no te gusta que te molesten cuando tienes compañía, pero…

– Tiene razón. No me gusta. Y me es imposible recordar ya cuándo fue la última vez que no subió resoplando a los diez minutos de que llegara mi visita para husmear quién era. Mire. Carol Alvarado. Como ve, no es un hombre. Así que vuelva abajo y deme un respiro, ¿vale?

Se puso en jarras, algo violento.

– Últimamente te estás pasando de la raya, Vic. Lo digo en serio, te has pasado de la raya hablándome así. Si te dejara sola, como andas siempre pregonando que quieres estar, ahora estarías muerta. A lo mejor es lo que quieres, que te deje sola para que alguien te ahogue en un pantano o te atraviese con una bala.

Sí, de acuerdo, me había salvado la vida una vez, y eso significaba que pretendía haber adquirido un derecho de propiedad sobre mí. Aunque, viendo su mirada furiosa, no pude decirle nada que le hiriese de esa forma. No podía resignarme a pedirle disculpas, pero le pregunté suavizando la voz qué era lo que le había traído al tercer piso.

Siguió unos segundos con el ceño fruncido, pero luego decidió olvidarlo.

– Es el abogado ese de esta calle, el tal Pichea. Está abajo intentando alborotar a la gente, y, por supuesto, Vinnie Buttone está deseando firmar lo que sea. Estaba seguro de que te gustaría saberlo.