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– ¿Alborotando a la gente para qué?

– Para que el municipio se lleve los perros de la vieja. Dice que han estado armando escándalo durante veinticuatro horas y que nadie contesta al timbre.

Recordé que me había extrañado que nadie saliera a la ventana esa mañana.

– ¿Y no le preocupa al chico la señora Frizell?

– ¿Crees que le ha sucedido algo? -sus ojos se abrieron de par en par en su rostro curtido.

– Yo no creo nada. Tal vez no conteste al timbre porque sabe que es Pichea y que es un chinche. También puede ser que esté inconsciente en su cuarto de baño. Creo que antes de llamar al municipio para que se lleven sus perros deberíamos averiguar dónde está y qué tiene ella que decir.

Siguió mis pasos cuando volví al salón a contarle la situación a Carol.

– Voy a ir a ver si tiene algún problema. Ya sé que acabo de sermonearte sobre eso de socorrer a la gente, pero me gustaría que estuviera presente alguien de la profesión médica, por si hubiese tenido un ataque o algo así.

Carol esbozó una sonrisa burlona.

– ¿Piensas forzar la puerta para sacar a una extraña, V. I.? Entonces creo que iré contigo y le haré el boca a boca si lo necesita.

La policía había confiscado mis ganzúas profesionales unos años atrás, pero durante el invierno me había conseguido unas nuevas -a un precio, claro está, de «último grito de la tecnología»- en una conferencia sobre seguridad en O'Hare. Esa noche podía ser mi oportunidad para estrenarlas. No es que sintiese una excitación desbordante: el placer de doble filo que causa el cazar y el ser cazada parece disminuir con la edad. Me eché las ganzúas a un bolsillo de la cazadora y bajé con el señor Contreras y Carol.

– ¡Hola, Todd, Vinnie! Qué, ¿excitando a la gente para el linchamiento?

Ambos se parecían lo suficiente como para poder ser hermanos: blancos, en la treintena, con el pelo bien cortado y secado con secador, y rostros cuadrados, convencionalmente apuestos, y ahora justificadamente encendidos por la irritación. Mi vecino y yo habíamos disfrutado, por así decirlo, de cierto acercamiento cuando tuvo una relación con un diseñador que me caía bien. Pero cuando Rick le dejó, Vinnie y yo volvimos a una hostilidad más espontánea. Hasta la fecha, no había encontrado nada que pudiese acercarme a Todd Pichea, ni siquiera por una tarde.

En torno a Pichea había un par de mujeres que reconocí vagamente por ser de la manzana. Una era una rubia rolliza, cincuentona o sesentona, vestida con un elástico pantalón negro que revelaba los estragos del tiempo. La segunda formaba con la primera la pareja ideal para el anuncio «Antes y después en la avenida Racine». Sus ajustadas mallas ceñían un cuerpo moldeado a la perfección en un gimnasio. Sus pendientes de diamantes resaltaban las baratijas de falsas perlas de la más vieja, y el ceño de impaciencia que alteraba su cutis perfecto contrastaba fuertemente con la expresión de franca preocupación de la otra.

El ceño de Pichea se acentuó al oírme.

– Escucha, Warshawski, ya sé que te importa un comino el valor de tu propiedad, pero deberías respetar los derechos de los demás.

– Pero si es lo que hago. Hace mucho que no estudio Derecho Constitucional, pero ¿no existe al menos una cláusula en la Cuarta Enmienda que contempla el derecho de la señora Frizell a estar segura en su propia casa?

Pichea apretó los labios hasta que formaron una delgada línea.

– En la medida en que no constituya un peligro público. No sé por qué sientes tanta debilidad por la vieja, pero si vivieras enfrente de ella y esos malditos perros te impidieran dormir, cambiarías rápidamente de tono.

– Oh, no sé. Si supiera que tú estás en su lugar, probablemente consentiría en tolerar los ladridos. Trabajas para una empresa gorda del centro, tienes un montón de contactos en los tribunales, y quieres utilizar todo tu poder para aplastar a una anciana indefensa. Sabes que ella lleva viviendo aquí mucho tiempo, cuarenta o cincuenta años, y no ha intentado impedir que vengas a desbaratar la calle. ¿Por qué no aplicas un poquito de reciprocidad?

– Exactamente -irrumpió la mayor de las mujeres con tono angustiado-. Hattie… Harriet…, bueno, la señora Frizell, nunca ha sido una vecina fácil, pero no se mete con nadie si no se meten con ella. Sin embargo, estoy algo preocupada, no la he visto desde ayer por la mañana; por eso, cuando he visto a este señor llamando a su puerta, he salido a ver cuál era el problema…

– ¿Desbaratar la calle? ¿Desbaratar la calle? -chilló estridentemente la mujer de las mallas-. Todd y yo hemos regenerado este nido de ratas. Nos hemos gastado cien mil pavos en arreglar esta casa y este jardín, y si no fuera por nosotros estaría igual que la casa de ella.

– Ya, pero estáis destruyendo su paz, tratando de echarla de su casa, de hacer sacrificar a sus perros y todo lo demás.

Antes de que la discusión se exacerbara más, Carol me puso una mano sobre el hombro.

– Vamos a ver si la anciana está en su casa y si está despierta, Vic. Después decidiremos quién ha perjudicado más al barrio.

La mayor de las dos mujeres le sonrió agradecida.

– Sí, yo estoy bastante preocupada. Lo malo es que puede ser bastante grosera si se la molesta, pero si vamos todos juntos…

Nuestra comitiva se acercó lentamente a la entrada de la casa.

– El que avisa no es traidor -dijo Pichea a Vinnie-. La próxima vez que esos perros estén fuera ladrando después de las diez irá a dar con sus huesos ante los tribunales.

– Y con eso te sentirás un verdadero macho, supongo -le espeté por encima del hombro.

Pichea soltó una risotada despreciativa.

– Ya entiendo por qué te inquieta tanto: temes acabar sola y chiflada a los ochenta y cinco años, sin otra compañía que un hatajo de perros pulgosos.

– Bueno, Pichea, si tú eres una muestra de la oferta existente, prefiero estar sola de aquí a mis ochenta y cinco años.

Carol me asió del brazo y me empujó hacia adelante.

– Vamos, Vic. No me importa que me mezcles en tus asuntos, pero no me obligues a escuchar estas sandeces. Si me interesara, no tendría más que asomarme a mi puerta trasera y oírlo por el callejón.

Me abochornó lo suficiente como para ignorar el siguiente comentario de Pichea -un jactancioso cuchicheo a su mujer de que necesitaba un buen polvo-, pero no me arrepentí de haber salido en defensa de la señora Frizell. En realidad, me hubiese gustado sacudirle un buen puñetazo en el esternón.

Movida en la avenida Racine

Tan pronto como Pichea y yo dejamos de reñir, oímos a los perros. El labrador poblaba la noche con sus profundos ladridos; la bola peluda respondía con una estridente antífona, y los tres de dentro ponían un pequeño acompañamiento al que hacían eco los demás perros de la calle. A nuestras espaldas, incluso Peppy interrumpió su lactancia con algún que otro ladrido. Bueno, puede que la señora Frizell no fuese la vecina más maravillosa del mundo, pero ¿por qué los Pichea no se habían quedado en Lincoln Park, donde les correspondía?

Cuando abrimos la puerta de la verja de la señora Frizell, el labrador acudió corriendo y saltó sobre mí. Le cogí las patas delanteras antes de que me hiciese perder el equilibrio.

– Calma, chico, calma. Sólo queremos ver si tu ama está bien.

Le solté las patas y subí los pequeños escalones hasta la puerta de entrada. Me golpeé la espinilla con una vieja silla metálica y solté un taco entre dientes. Afortunadamente, el señor Contreras se había acordado de traer una linterna. Me alumbró la puerta mientras yo forcejeaba con la cerradura.

– Esos estúpidos les tienen miedo a los perros. Y tienen miedo de que les pillen forzando la puerta y entrando contigo. Ese abogado es de esa clase de lameculos con los que hay que llevar cuidado: no es capaz de hacer su propio trabajo sucio, ése coge el teléfono y contrata a alguien para que lo haga por él.