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Algo en ese relato no me sonaba totalmente sincero. Me froté los ojos, intentando devolverle vida a mi confuso cerebro.

– ¿Qué es lo que quiere saber exactamente? ¿Por qué le preocupa tanto que Kruger esté mendigando a la puerta de Diamond Head?

El señor Contreras extrajo su gigantesco pañuelo rojo y se frotó la nariz.

– Mitch y yo crecimos juntos en McKinley Park. Fuimos juntos al colegio, estábamos en la misma pandilla, nos peleamos con los mismos chavales y todo eso. Hasta firmamos nuestro contrato de aprendices el mismo día. No es que él sea gran cosa, pero es prácticamente lo único que me queda de aquella época de mi vida. No quiero que haga el imbécil delante de los jefes. Me gustaría saber en qué está metido.

Hablaba entre dientes a toda velocidad y tenía que esforzarme para oírle, como si le avergonzara admitir un sentimiento de afecto hacia Kruger. Me conmovieron tanto sus sentimientos como su torpeza.

– No le puedo prometer nada, pero al menos puedo hablar con él.

El señor Contreras se sonó la nariz con un floreo definitivo.

– Sabía que podía contar contigo, pequeña.

Había dejado a Mitch Kruger en la cocina leyendo el Sun-Times, pero cuando fuimos allí la puerta trasera estaba abierta y a su amigo no se le veía por ninguna parte. Un plato con huevos fritos, relucientes de grasa fría, aguardaba junto al periódico. Al parecer Kruger había comido unos bocados antes de que algo le invitara a darse un garbeo.

– Tiene problemas, ¿verdad? -pregunté afablemente.

La boca generosa del señor Contreras se convirtió en una línea dura.

– Le he dicho cien veces que no puede largarse y dejar la puerta abierta. Éste no es precisamente un barrio residencial donde la gente que se presenta por la puerta trasera es la misma a la que se te ocurriría invitar a entrar por la principal.

Se acercó a echarle el cerrojo a la puerta y de pronto la abrió de par en par.

– Ah, estás ahí, Kruger. He ido a buscar a mi vecina, a ver si ella podía entender lo que te traes entre manos. Es detective, ya te lo he dicho. Se llama Vic Warshawski. Lo único que tenías que hacer era quedarte quieto, comerte tus huevos y esperarla. ¿Es eso mucho pedirte?

Kruger sonrió, confuso. Era evidente que había bajado hasta la esquina, al bar de Frankie, para echarse unos cuantos tragos. Por el olor parecía aguardiente de maíz, pero podía haber sido de centeno.

– Ya te he dicho que no te metas en lo que no te importa, Sal -farfulló Mitch. Necesité un tiempo para recordar que el nombre de pila de mi vecino era Salvatore-. No quiero que ningún detective meta las narices en mis asuntos. No es por ofenderla -añadió señalándome con la cabeza-, pero quien dice detectives dice pasma y quien dice pasma dice joder a los currantes.

– Si al menos no te pusieras tan beodo que te vuelves incapaz de pensar correctamente -el señor Contreras estaba preocupado-. Primero te ventilas mi grappa, y por si eso fuera poco tienes que ponerte ciego en cuanto te levantas por la mañana. Ella no es poli. La conoces: la ayudamos hace un par de años, sacamos a unos gamberros de la clínica de la doctora. Acuérdate.

Kruger sonrió con cara de felicidad.

– ¡Ah!, aquélla fue una buena, es verdad. La última buena camorra que tuve. ¿Necesita otra vez ayuda, señorita? ¿Ha venido por eso?

Le observé atentamente: no estaba tan borracho como quería hacerme creer. De todas formas, si se había ventilado la grappa del señor Contreras y aún tenía suficientes fuerzas para salir a echarse unos cuantos tragos, es que tenía una cabeza de granito.

– Atiende, Mitch. Anoche empezaste a largar que ibas a vértelas con los jefes y que les ibas a hacer entrar en razón, aunque no me imagino de qué se trata. A mí me parece que conseguimos algunos buenos convenios, aunque tuviésemos que pelear sin parar para ganárnoslos.

Se volvió hacia mí.

– Lo siento, pequeña. Siento sacarte de la cama sólo para que veas a Kruger comportarse como un pavo esperando su ejecución el día de Acción de Gracias.

Al oír eso, Kruger se erizó.

– No soy ningún pavo, Sal. A ver si te enteras de que sé lo que me digo. Y si crees que conseguimos algunos buenos convenios, es que eres un esquirol y un pringado. ¿Qué clase de beneficios consiguen ahora los colegas? Tienen que negociar recortes de salarios con tal de conservar sus puestos, mientras los jefes van por ahí con coches japoneses y encima se ríen porque están haciendo todo lo que pueden para quitarles más trabajo a los americanos. Lo único que digo es que sé cómo acabar con esa mierda. Me quieres tacañear el trago, muy bien, pero yo te conseguiré Martell y Courvoisier, ya no tendrás que volver a beber esa bazofia.

– No es ninguna bazofia -gruñó el señor Contreras-, eso es lo que bebía mi padre y lo que bebía mi abuelo.

Kruger me guiñó el ojo.

– Sí, y mira lo que les pasó. Los dos la han palmado, ¿no? Anda, que no hace falta molestar a esta señorita, Sal. Yo sé lo que sé y no tiene nada que investigar, o lo que pretendas que haga. Pero escucha, Vic -añadió-, si necesitas ayuda en una pelea, no tienes más que decírmelo. Hace mucho que no me divierto tanto como aquel día que Sal y yo fuimos a ayudarte a ti y a esa doctora amiga tuya.

Definitivamente, no estaba tan borracho como quería parecer si era capaz de retener mi nombre entre toda la diatriba del señor Contreras.

– No creo que me necesiten aquí -le dije a mi vecino, interrumpiendo la retahíla de todas las ocasiones en que Mitch Kruger se había equivocado. Iban desde que Kruger creyó que podía emborrachar a muerte al señor Contreras el día de su cincuenta aniversario, y el desastre que ocurrió al no conseguirlo, hasta el error de Kruger al apostar por Betty-by-Golly contra Ragged Rose en Hawthorne en 1975.

El señor Contreras volvió su enfado contra mí pero no intentó detenerme cuando crucé la puerta trasera para volver a mi cocina. Mientras preparaba otro café, pensé brevemente en Kruger. No me entusiasmaban sus groseras insinuaciones de manejos turbios en Diamond Head. Él había estado merodeando por ahí esperando algún tipo de limosna, pero le avergonzaba confesarlo. Si le habían dado la patada, seguro que su paranoia de borracho exageraba el agravio, y hablaba de una venganza que nunca se iba a materializar.

Tal vez alguien de Diamond Head estaba birlando material, o herramientas, no sería la única fábrica de Chicago donde ocurría eso. Pero si creía que iba a poder chantajearlos y sacar tajada, no era más que típico sentimentalismo de borracho. Y lo más probable es que todo eso fueran imaginaciones suyas.

Los vecinos piden sangre

Cuando terminé mis ejercicios y empecé a correr por Belmont eran ya más de las once. Las suelas de mis zapatillas de deporte estaban tan gastadas que tenía que pisar el asfalto con cuidado para no lastimarme las rodillas. Los laterales también habían cedido, y no me sujetaban bien los tobillos. Alguien que corre tanto como yo debería comprarse un nuevo par cada cuatro meses. Éste tenía ya siete meses, y quería que me durara nueve. Mi participación en los gastos de veterinario para Peppy había acabado con mi presupuesto de primavera para eventualidades, y sencillamente no disponía de noventa pavos para un par de Nikes nuevas.

La mayoría de la gente con la que había estudiado Derecho seguro que ya llevaba trabajando tres horas o más. Y la mayoría de ellos, como había insinuado Freeman Carter la noche anterior, no tendrían que aplazar la compra de un nuevo par de Nikes porque su estúpido vecino había soltado a la perra cuando estaba en celo.