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Collen McCullough

Angel

© Colleen McCullough, 2004

Traducción Fernando Mateo

A Max Lambert,

mi muy querido amigo.

Viernes, 1 de enero de 1960 (día de Año Nuevo)

¿Cómo diablos puedo librarme de David? No creas que no he pensado en matarlo, pero no saldría mejor parada que cuando me compré el biquini con las cinco libras que la abuela me regaló por Navidad.

– Devuélvelo, cariño, y cambíalo por un bañador forrado que no transparente -dijo mamá.

A decir verdad, me sentí un poco horrorizada cuando el espejo evidenció lo indiscreto que resultaba ese biquini por mostrar, entre otras cosas, alguna mata de vello púbico que siempre habían disimulado mis recatados bañadores. La sola idea de tener que arrancarme todos esos pelillos bastó para que volviera a la tienda a cambiar el biquini por un modelo a lo Esther Williams del color de moda, ese que llaman American Beauty; algo así como un rosado rojizo intenso. La dependienta me dijo que estaba arrebatadora, pero ¿quién iba a seducirme, con el Maldito David Murchison rondándome como un perro guardián? ¡Desde luego, no el Maldito David Murchison!

Hoy ha sido un día realmente caluroso, así que bajé a la playa para estrenar el nuevo traje de baño. El mar estaba picado, algo bastante raro en Bronte; pero las olas parecían enormes salchichas de seda verde: olas dumper que no permitían la práctica del surf. Por eso extendí la toalla sobre la arena, me embadurné la cara con crema bronceadora, me encasqueté el gorro de baño que iba a juego con el bañador, y eché a correr hacia la orilla.

– Está demasiado revuelto, seguro que enseguida te tumba -dijo una voz.

David. El Maldito David Murchison. «Si se le ocurre sugerir que vayamos a la charca donde se bañan los niños -pensé, poniendo los brazos en jarras-, sabrá lo que es bueno.»

– Vamos a la charca, que es más segura -dijo.

– Claro, para que nos tumben los niños. ¡No! -gruñí yo, lanzándome ya a la pelea. Aunque «pelea» no es la palabra adecuada. Yo chillo y chillo sin parar, David se limita a mirarme con condescendencia y ni siquiera se inmuta. Pero la pelea de hoy ha sido especial. Por fin tuve agallas para hacerle saber que estaba harta de mi virginidad-. Hagamos el amor -le dije.

– No seas tonta -replicó él, impasible.

– ¡No soy tonta! ¡Todas las chicas que conozco lo han hecho, menos yo! Maldita sea, David, tengo veintiún años y aquí estoy, ¡saliendo con un tío que ni siquiera me da un beso con lengua!

Él me palmeó cariñosamente un hombro y se sentó sobre su toalla.

– Harriet -anunció, con esa voz engolada y por demás refinada de los chicos que van a colegios católicos-, es hora de que fijemos la fecha de nuestra boda. Me he doctorado, la CSIRO me ha ofrecido mi propio laboratorio y una beca de investigación, hemos sido novios durante cuatro años y nos comprometimos hace uno. Acostarse con alguien sin estar casados es pecado.

¡Grrr!

– Mamá, ¡quiero romper mi compromiso con David! -anuncié cuando llegué a casa sin haber podido estrenar mi bañador nuevo.

– Entonces tendrías que decírselo, querida -me respondió ella.

– ¿Alguna vez has intentado decirle a David Murchison que ya no quieres casarte con él? -pregunté yo.

Mamá soltó una risita un poco estúpida.

– Claro que no. Yo ya estoy casada.

¡Oh! ¡Cuánto odio a mamá cuando se burla de mí!

Pero no me amilané.

– El problema es que yo tenía sólo dieciséis años cuando lo conocí, diecisiete cuando empezamos a salir juntos, y por aquel entonces me parecía fantástico tener un novio intachable. Pero, mamá, ¡es tan anticuado…! Las cosas han cambiado, ahora puedo decidir por mí misma, ¡y él me trata exactamente igual que cuando tenía diecisiete años! Me siento como una mosca atrapada en una telaraña.

Mamá es buena persona, así que no se puso a sermonearme, pero me pareció que estaba un poco preocupada.

– Si no quieres casarte con él, Harriet, nadie puede obligarte a hacerlo. Pero es un muy buen partido, cariño. Es guapo, tiene buena planta, ¡y un futuro muy prometedor! Piensa en lo que les ha ocurrido a todas tus amigas, sobre todo a Merle. Empiezan a salir con muchachos que no son tan maduros y sensatos como David, y luego no les va bien. Fracasan. David no puede despegarse de ti, ni ahora ni nunca.

– Lo sé -replique de mala gana-. Merle no deja de chincharme con lo de David. Que si él es divino, que si yo no sé lo afortunada que soy…, todas esas cosas. Pero, sinceramente, ¡David es un plasta! Llevo saliendo tanto tiempo con él que todos los demás chicos que conozco creen que estoy realmente enamorada. ¡Maldita sea! Así nunca tendré la oportunidad de averiguar cómo es el resto del mundo masculino.

En realidad, ella ya no me escuchaba. A mis padres les encanta David. Les cayó bien desde el principio. Si al menos hubiera tenido una hermana, o no me llevara tantos años con mis hermanos… ¡Es duro ser un accidente, y encima del sexo equivocado! Quiero decir, están Gavin y Peter, que con treinta y tantos tacos siguen viviendo en casa, follándose a cientos de mujeres sobre la colchoneta que llevan en la parte de atrás de su furgoneta, trabajando con papá en nuestra tienda de artículos deportivos y jugando al criquet en su tiempo libre… ¡Dándose la gran vida! En cambio yo tengo que compartir habitación con la abuela, que mea en un orinal para después vaciarlo en el césped, al fondo del jardín. Apesta que da gusto.

«No sé de qué te quejas, Roger; al menos no lo tiro junto al tendedero de los vecinos», contesta siempre que papá la riñe.

¡Menuda idea la de escribir este diario! He tenido que ir a bastantes psiquiatras, excéntricos y maravillosos, para darme cuenta de que existe un «medio para expresar mis frustraciones y represiones». Fue Merle quien me sugirió que escribiera un diario… Sospecho que siempre que viene de visita le gustaría husmear en él, pero ni hablar. Voy a esconderlo en el zócalo que está debajo de la cama de la abuela, justo delante de donde ella coloca el orinal.

Los deseos de esta noche: No quiero a David Murchison en mi vida. No quiero ningún orinal en mi vida. No quiero salchichas con mostaza en mi vida. Quiero una habitación que sea sólo para mí. Un anillo de compromiso, para tirárselo a David a la cara. Él dijo que no me regalaba un anillo porque sería malgastar el dinero. ¡Qué miserable!

Sábado, 2 de enero de 1960

¡He conseguido el trabajo! Tras aprobar los exámenes finales en la escuela técnica de Sydney el año pasado, me presente en el Departamento de Radiología del Hospital Royal Queens solicitando un puesto como técnica superior, ¡y hoy el correo me ha traído una carta de aceptación! Este lunes empiezo a trabajar como técnica superior en radiología en el hospital más grande del hemisferio sur, ¡más de mil camas! En comparación el Hospital Ryde, mi antigua alma máter, parece una barca al lado del Queen Elizabeth. Ahora sé que nunca debería haber hecho las prácticas en el Hospital Ryde, pero entonces, cuando David me lo sugirió, pensé que era una idea brillante. Su hermano mayor, Ned, era jefe de admisiones, un buen enchufe. ¡Ja! Se comportó como un verdadero perro guardián. Cada vez que un hombre me dirigía una mirada insinuante, el Maldito Ned Murchison lo espantaba: yo era la chica de su hermano, ¡así que nada de invadir la propiedad privada! Los primeros días no le di importancia, pero a medida que dejaba atrás mi humildad y mi inseguridad de adolescente, aquello se convertía en una ciénaga colosal, y empecé a pensar que podría ser divertido salir con fulano o mengano.

En cualquier caso, hacer prácticas en Ryde tenía una ventaja. Se tardan unas dos horas en llegar allí en transporte público, y estudiar en un transporte público es mucho mejor que tratar de estudiar en la residencia de los Purcell, entre la abuela y mamá que miran la televisión y los chicos que dejan un montón de platos sucios mientras aullan «criquet, criquet, criquet». Se oían las voces de Clint Walker y Efrem Zimbalist Junior en la sala de estar, y las de Keith Miller y Don Bradman en la cocina, sin que hubiera una miserable puerta que las separara; y yo sólo disponía de la mesa del comedor para estudiar. Prefiero un autobús o un tren. ¿Sabes qué? ¡Así saqué las mejores notas de mi vida! Gracias a eso conseguí el trabajo en el Royal Queens. Cuando me dieron las notas, mamá y papá se enfadaron, porque cuando terminé la secundaria en Randwick me negué a hacer la prueba de acceso a la universidad para estudiar ciencias o medicina. Mi éxito en los estudios como técnica en radiología demostraba mi falta de ambición, por así decirlo. Pero, ¿a quién le apetece ir a la Uni y tener que soportar a todos esos hombres contrarios a que las mujeres desempeñen profesiones masculinas? ¡A mí, no!