Todas las noches esperaba sentado en uno de esos horrendos sillones plásticos de la sala de Urgencias, leyendo el Mirror hasta que yo salía y cerraba la puerta. Entonces él se ofrecía a llevarme el morral y nos íbamos juntos a casa, dejando a nuestro paso un tendal de deliciosas habladurías. La Hermana de Urgencias trabaja en el turno de la mañana, como Chris, pero estoy segura de que la Hermana Herbert, que está a cargo del turno de la noche, las habrá puesto al corriente de lo nuestro. Chris me dedicó algunas miradas extrañas, pero nuestra relación ha mejorado muchísimo después de mi arrebato. Además, está empezando a salir con Demetrios. Seguramente tendrán unos hijos preciosos, de sangre anglosajona sazonada con un toque de exotismo; siempre y cuando ella no se eche atrás. La Hermana de Urgencias los mira con desdén y a ella la envenena sutilmente con sus comentarios. Al fin y al cabo, si Chris se casa tendrá que buscarse otra compañera de departamento, ¿no?
Nal regresó a Nueva Delhi el sábado pasado, al amanecer. No soportaba la idea de pasar el fin de semana sola en La Casa, así que me refugié en el sillón de la sala de Bronte hasta esta mañana. Mamá me miró con severidad, pero no dijo una palabra. Y yo tampoco.
Cilantro. Me olvidaba del cilantro. Desde detrás de la mampara me llegó una ráfaga de cilantro. Nal tenía razón. No nos conocimos lo suficiente para desarrollar una gran pasión y nos despedimos como buenos amigos, mi primer rey de pentáculos y yo.
Martes, 26 de abril de 1960
Esta noche tuve un extraño encuentro con Toby. Era la primera vez que lo veía desde que Nal y yo salimos juntos del Apollyon.
Llevaba dos meses sudando tinta con un retrato de Flo, que lo estaba volviendo loco de frustración. Así que, cuando lo vi en el vestíbulo, le pregunté cómo le iba.
– ¡Oh, mil gracias por vuestro interés, alteza! -gruñó-. ¿Se supone que debo rendiros pleitesía para demostraros lo terriblemente honrado que me siento por vuestra pregunta?
La cabeza se me estremeció como si acabara de recibir una bofetada. ¿Qué diablos le sucedía?
– No -respondí cortésmente-, por supuesto que no. La última vez que hablamos, no estabas muy conforme con él y por eso andabas buscando a tu mentor, Martin.
Mi amable respuesta hizo que se avergonzara de sí mismo. Me tendió la mano.
– Discúlpame, Harriet. ¿Amigos?
Le estreché la mano.
– Ven a verlo por ti misma.
Ante mis ojos, debo decir que nada cultivados, el retrato era impactante y también de una insoportable tristeza. ¡Mi pequeño ángel! Toby había logrado que la piel de Flo tuviera un aspecto delicado y no pareciera maltratada. La cara era un mero marco para sus enormes ojos color ámbar y el fondo del cuadro estaba plagado de sombras, como fantasmas, que formaban una bruma gris. Toby y yo nunca habíamos hablado demasiado de Flo, así que me asombró ver ese fondo. ¿Acaso era tan evidente que pertenecía a otro mundo? ¿O simplemente lo era para Toby, gracias a su sensibilidad artística?
– Es brillante -dije sinceramente-. La última vez que lo vi, Flo parecía salida de un campo de concentración. Esta vez has logrado capturar su esencia sin que parezca víctima de malos tratos.
– ¡Gracias! -respondió con aspereza, sin invitarme a tomar ni asiento ni café-. ¿Se fue ya tu querido? -preguntó de pronto.
– Sí, el sábado pasado.
– ¿Te ha roto el corazón? ¿Quieres llorar en el hombro del tío Toby?
Me eché a reír.
– ¡No, idiota! No fue así, para nada.
– ¿Y cómo fue?
¿Toby preguntando cosas personales?
– Muy agradable -respondí.
Los ojos se le pusieron rojos y le cambió ferozmente la expresión.
– Entonces ¿no estás dolida?
¡Así que era eso! Bendito sea Toby, siempre protegiendo a las mujeres de La Casa. Negué con la cabeza.
– Para nada, lo juro. Fue una aventura, amigo. Una aventura que necesitaba desesperadamente después de haber pasado años y años con David.
Su enfado iba en aumento. Mostró los dientes.
– ¿Cómo puedes llamar a eso una aventura? -inquirió.
– ¡Ay, por favor! ¡Pareces un personaje de novela victoriana! -respondí mostrando los míos también-. Creía que eras diferente, Toby Evans. No pensaba que defendieras ese tipo de moral hipócrita. ¡Los hombres pueden irse de putas desde la adolescencia, pero las mujeres tenemos que aguantarnos hasta estar casadas! ¡Vete a tomar por culo! -grité.
– ¡No te sulfures, no pierdas la cabeza! -dijo superando su enojo, aunque sin estar del todo seguro de cuál sería su próximo estado de ánimo. O eso fue lo que a mí me pareció. A lo mejor me equivoco, no lo sé. Todo era tan extraño, tan impropio de él.
– ¡No voy a perder la cabeza, y menos por ti! -proferí violentamente-. ¡Que haya flirteado con un pavo real de la India no quiere decir que tenga intenciones de conquistar a un cuervo australiano!
– ¡Paz, paz! -exclamó con las dos manos en alto y mostrando las palmas.
Yo todavía estaba enfurecida, pero lo último que quería era acabar mal con Toby. Su amistad es demasiado importante para mí. Así que decidí cambiar de tema.
– Sé que Ezra iba a pedirle el divorcio a su esposa hace dos semanas -dije-, pero no he visto a Pappy para preguntarle qué dijo la susodicha.
Su humor había pasado de «rojo furia» a «marrón enfado»; pero empezaba a volverse «negro melancolía».
– Ezra no apareció el fin de semana pasado, así que Pappy no sabe muy bien qué está pasando. De todos modos, la llamó el viernes y le dijo que su esposa se estaba poniendo difícil, que tendría que volver a hacerle una visita.
– Tal vez está tan desesperada que se ofrece a hacerle una felación -comenté sin pensarlo.
Toby me miró fijamente, como paralizado, y después se alejó abruptamente de mí; agarró la botella de brandy que había sobre la mesa y se sirvió un vaso lleno. Cuando bajaba la escalera hacia mi piso, caí en la cuenta de que él debía de haber pensado que Nal me había informado de la existencia de ese término y, probablemente, en la práctica. Había comprendido hacía algún tiempo que, pese a su liberalidad, Toby era bastante anticuado en lo que se refería a las mujeres y sus actividades. En su catálogo, yo era una mujer. Jim, Bob y la señora Delvecchio Schwartz, no. Qué extraños son los hombres, ¿no?
Viernes, 29 de abril de 1960
Me gusta Joe Dwyer, el muchacho que trabaja en la licorería de Piccadilly. Esta noche pasé por allí a comprar un litro de brandy para mi sesión del domingo por la tarde con la señora Delvecchio Schwartz. Me envolvió la botella en una bolsa de papel de estraza y me la entregó con una sonrisa.
– Para la tigresa adivina del piso de arriba -dijo.
Comenté que, por su afirmación, parecía conocerla muy bien y él se echó a reír.
– Oh, es uno de los grandes personajes del Cross -respondió-. Se podría decir que la conozco desde hace siglos.
Algo en su voz me sugirió que la conocía en el sentido bíblico de la palabra y entonces me asaltó la duda de cuántos de los hombres, mayores y no tan mayores, que conocía la señora Delvecchio Schwartz habían sido amantes suyos. Siempre que veo al tímido y sombrío Lerner Chusovich, que nos prepara las anguilas ahumadas y, de vez en cuando, come con Klaus, lo escucho hablar de nuestra casera con tierna añoranza. Las razones por las que ella elige a sus hombres no tienen nada que ver con las que aduciría cualquier otra persona. Ella tiene sus propias normas.
Como en el piso de arriba el lavabo y el cuarto de baño están en piezas diferentes, suelo usar este último porque prefiero una ducha a un baño de inmersión. Debido a mi extraño horario de trabajo, cada vez que necesito darme una ducha, el resto de los habitantes de La Casa están fuera o inmersos en sus actividades vespertinas, así que no molesto a nadie. A decir verdad, un solo cuarto de baño no es suficiente para una casa de cuatro pisos. Nadie baja al lavadero.