Выбрать главу

¡Al grano, Harriet! Harold. El cuarto de baño y el lavabo de arriba están ubicados entre el dominio de Harold, que está justo encima de mi sala, y la habitación y la cocina de la señora Delvecchio Schwartz, que jamás he visto porque siempre están cerradas. Parece saber exactamente cuándo llego, aunque juro que camino sin hacer el menor ruido y, además, nunca salgo a la misma hora, gracias a las irregularidades del Servicio de Radiología de Urgencias. Cada día me lo encuentro allí, en la entrada, que siempre está sumida en la oscuridad (la bombilla parece fundirse todos los días, aunque cuando se lo comenté a la señora Delvecchio Schwartz me miró sorprendida y me respondió que a ella le funcionaba). ¿Significa eso que Harold las saca del portalámparas cuando sus antenas le indican que estoy al caer? Se puede ver porque la luz del cuarto de baño está siempre encendida y la puerta queda entreabierta; pero el pasillo está lleno de recovecos muy oscuros y cada vez que subo la escalera me lo encuentro parado en alguno de ellos. Nunca dice nada, simplemente se queda allí, camuflado en la pared, y me mira con sus ojos llenos de odio. Debo confesar que yo ando con pies de plomo, lista para esquivarlo si se me echa encima con un cuchillo o con un trozo de cuerda para tender la ropa.

¿Por qué no me conformo con darme un baño en el piso de abajo? Será porque tengo una fuerte veta testaruda, o tal vez sería más correcto decir que porque temo más a la cobardía que al propio Harold. Si me doy por vencida y me quedo sin ducha, le estoy diciendo a Harold que le tengo demasiado miedo corno para invadir su territorio, y eso le da cierta ventaja sobre mí. Deja mi poder en sus manos. Eso sí que no, no puedo permitirlo. De manera que subo a ducharme y hago como si Harold no estuviera agazapado en la oscuridad y como si yo no fuera el único blanco de su maldad.

Domingo, 1 de mayo de 1960

Cuando entré, la Bola de Cristal estaba descubierta sobre la mesa de la sala. El verano ha acabado y empieza a notarse el fresco. Supongo que por eso la señora Delvecchio Schwartz ya no se sienta en el balcón. Además, hoy llueve.

Flo corrió a abrazarme, con el rostro encendido y, cuando me senté, se subió a mi regazo. ¿Por qué tengo la sensación de que es carne de mi carne? A medida que pasa el tiempo, la quiero cada vez más. Mi pequeño ángel.

– La Bola de Cristal debe de ser muy valiosa si tiene mil años -dije a la señora Delvecchio Schwartz, que había puesto la mesa y preparado nuestro menú habitual.

– Podría comprar el Hotel Australia si la vendiera, pero nadie vende una Bola de Cristal, princesa. Sobre todo si funciona.

– ¿Cómo la consiguió?

– Me la legó su última dueña en su testamento. Las bolas pasan de unos videntes a otros. Cuando yo me muera, también se la legaré a otro.

De pronto, Flo se estremeció, bajó a toda prisa de mi regazo y se metió debajo del sofá.

No había pasado ni medio minuto cuando Harold se deslizó sigilosamente a través de la puerta entreabierta. ¿Cómo sabía Flo de su venida? No tengo ningún problema auditivo, pero no oí el menor rumor de pasos.

La señora Delvecchio Schwartz lo fulminó con la mirada.

– ¿Qué diablos haces aquí? -gruñó-. No son las cuatro, sino la una. No eres bienvenido, Harold, así que ¡fuera!

Me miraba fijamente, con expresión de odio, pero enseguida desvió la mirada hacia ella, sin ceder terreno.

– ¡Es una vergüenza, Delvecchio!

¿Delvecchio? ¿Acaso era ése su nombre de pila?

Dejó con un golpazo la botella de brandy y lo miró. Lamentablemente, yo estaba sentada en el ángulo equivocado para ver exactamente qué clase de mirada le lanzaba.

– ¿Una vergüenza? -preguntó ella.

– ¡Esas dos depravadas del piso de arriba nos han robado el dinero del medidor de gas del cuarto de baño!

– ¿Tienes pruebas? -preguntó.

– ¿Pruebas? ¡No necesito pruebas! ¿Qué otra persona de esta casa haría algo así? ¡Fuiste tú quien me pidió que recolectara el dinero de los medidores de gas todos los domingos! -Hizo una mueca-. Eres demasiado alta para llegar hasta allí abajo, me dijiste, ¡pero soy yo quien padece el mal del pato!

La señora Delvecchio emitió un sonido de alborozo y me miró.

– ¿Sabes qué es el mal del pato, princesa?

– No -respondí, deseando que se estuviera mofando de Harold.

– Pues tener el culo demasiado cerca del suelo. -Se puso de pie con mucho esfuerzo-. Vamos, Harold, echemos un vistazo.

Sabía que era inútil tratar de convencer a Flo de que saliese de su escondite. Existía la posibilidad de que Harold volviese y, sin duda, ella lo sabía. Percepción extrasensorial. Leí en alguna parte que la están investigando. ¡Maldito Harold! No era más que una treta para echar a perder mi encuentro con la señora Delvecchio Schwartz. ¿Jim y Bob robando monedas del medidor de gas? Ridículo.

Muchas cosas me indicaban que ese viejo reprimido y lleno de odio era un torbellino de emociones negativas. De pronto, recordé una clase impartida por un psiquiatra. Nos habló de los «niños mimados», hombres solteros que se aferraban a sus madres hasta que éstas fallecían, momento en el cual, condenados por su propia ineptitud, caían en las garras de otra mujer dominante. ¿Acaso Harold era un niño mimado? Se ajustaba al modelo. Lo único que esa teoría no explicaba era el odio hacia mí. Por lo general, se trataba de personas bastante inofensivas, y si alguno se ponía violento, solía dirigir la violencia hacia sí mismo; aunque en ocasiones la emprendía con la mujer dominante. Eso según el tipo que nos dio la clase. Lo que había sucedido horas antes indicaba que el odio de Harold no estaba dirigido sólo a mí. Esta vez sus objetivos eran Jim y Bob. Y Jim era otra reina de espadas.

Oí que la señora Delvecchio Schwartz había regresado. Reía a carcajadas.

– ¡Cariño! -exclamó irrumpiendo en la sala. Harold venía tras ella con expresión inmutable-. ¡Esto es increíble!

– ¿El qué? -pregunté de inmediato.

– Los muy cabrones robaron las monedas del medidor del cuarto de baño; pero no rompieron el candado, sino que cortaron con una sierra las bisagras de la puerta trasera. ¡Parecía intacta! Lo que más me fastidia es que esos gilipollas se tomaran tantas molestias por unos pocos centavos.

– ¡Insisto en que eches a esas mujeres, Delvecchio! -exclamó Harold.

– Escúchame -dijo la señora Delvecchio Schwartz entre dientes-. No fueron Jim y Bob, sino Chikker y Marge, del piso de la planta baja que da al frente. Tienen que haber sido ellos.

– Son personas decentes -replicó Harold fríamente.

– ¡A ver si te enteras, gilipollas! ¿No oyes cómo la muele a palos cuando vuelve borracha todos los viernes a la noche? ¡Decentes, y una mierda! -Agitó los hombros-. ¡Mira que tomarse toda esa molestia por unas miserables monedas! Ni siquiera puedo hacer que carguen con la culpa; es más, no quiero hacerlo. Al menos no se dedican a la prostitución y, excepto los viernes por la noche, son buenos inquilinos.

– Si tú lo dices -murmuró Harold, a quien estaba claro que Chikker y Marge le traían sin cuidado-. De todos modos, insisto en que te deshagas de ese par de lesbianas. ¡Hasta se atreven a andar en moto! Son muy desagradables, y tú eres una tonta.

– ¡Y tú -respondió la señora Delvecchio Schwartz como quien no quiere la cosa-, tú no podrías organizar una orgía gratuita en el 17d! ¡Vete a tomar por culo! ¡Que te vayas te digo! Y no te molestes en volver a las cuatro. No estoy de humor.

Hizo caso omiso de la orden de marcharse. Estaba demasiado ocupado mirándome con hostilidad. Y yo, incómoda y consciente de que, en realidad, no tenía por qué oír nada de aquello, no quitaba ojo a la enorme Bola de Cristal y a su reflejo invertido de la habitación.

– ¿Estás instruyendo a otra charlatana? -se burló Harold.