Hacia las seis alguien llamó a mi puerta. Los días son más cortos, así que a esa hora ya está oscuro y, últimamente, me he acostumbrado a correr el pestillo de la puerta desde dentro cuando sólo quedamos Harold y yo en la parte de atrás de La Casa. Un indicador aún mayor de mi creciente paranoia son los clavos de quince centímetros que fijé desde los marcos de las ventanas hasta el arquitrabe, que me permiten mantenerlas abiertas arriba y abajo, pero no demasiado a lo ancho, para impedir así que alguien pueda deslizarse hacia el interior. En Sydney no hace tanto frío como para tener que cerrar del todo las ventanas en invierno. El viento y la lluvia no golpean de este lado del pasaje. Y en verano, no entra el sol. Si estoy dentro y el enorme pestillo está cerrado, me siento segura. Cada vez que lo pienso me estremezco. Ese horrible hombrecillo de arriba me está haciendo la guerra psicológica y, gracias a mi horrorosa cobardía, la está ganando en algunos aspectos. Sin embargo, no se lo puedo decir a nadie. Cuando se lo comenté a Toby, se rió de mí. Paranoica.
Así que cuando llamaron a mi puerta, pegué un brinco. Estaba leyendo una novela policíaca de una inglesa cursi y en el estéreo de Peter sonaba «Planet Suite», de Holst; la estufa estaba encendida y Marceline estaba acurrucada en la otra poltrona, profundamente dormida. Una parte de mí quería preguntar quién era, pero eso denota cobardía, Harriet Purcell. Así que me dirigí a la puerta, corrí el pestillo y la abrí rápidamente. Todos mis músculos estaban preparados para la contienda y no para la huida.
Era el señor Forsythe. Mis músculos se relajaron.
– Buenas tardes, señor -saludé alegremente, y abrí aún más la puerta-. Ummm, ehhh, pase. -Poco convincente.
– Espero no ser inoportuno -dijo él, y entró.
¡Vaya manera de hablar! Dios se expresa en una lengua superior, nada de decir «¿interrumpo?».
– En absoluto, señor -repliqué-. Siéntese.
Sin embargo, Marceline no tenía la mínima intención de moverse. Adora el calor de la estufa. Para solucionarlo, se le ocurrió alzarla, acomodarse en la poltrona, ponérsela sobre el regazo y acariciarle el lomo hasta que se volviera a dormir.
– ¿Puedo ofrecerle un café o un brandy? -pregunté.
– Café, por favor.
Desaparecí detrás del biombo y me quedé mirando el lavabo como si encerrara el sentido de la vida. El sonido de su voz me hizo reaccionar. Llené la cafetera, añadí unas cucharadas de café y la puse al fuego.
– Fui a ver a un anciano, paciente mío, en Elizabeth Bay -decía- y tengo que regresar más tarde esta misma noche. Desgraciadamente, tengo más de una hora de viaje hasta mi casa, así que me pregunto si estarías libre para cenar conmigo por aquí.
¡Dios mío! Hace casi dos meses que no lo veo, desde aquella noche que me trajo a casa y tomamos una taza de café. Desde entonces no ha dado señales de vida.
– Enseguida estoy con usted -exclamé mientras me preguntaba por qué las cafeteras de filtro tardaban tanto tiempo en hacer su trabajo.
¿Por qué había venido? ¿Por qué?
– Negro, sin azúcar -dijo cuando finalmente reaparecí. Me senté frente a él y lo observé como Chris Hamilton había mirado a Demetrios ese famoso día en que me hubiera abalanzado sobre ella como alma que lleva el diablo. Se me cayó la venda de los ojos. Esas condenadas cartas tienen razón. El señor Forsythe me desea. ¡Me desea! Así que me senté y lo miré con cara de estúpida. Estaba anonadada y no sabía qué decir.
Creo que ni siquiera se percató del pocillo de café o de la gatita que tenía en el regazo. Estaba absorto observándome, con el mentón en alto, la mirada calma y sostenida. Parecía una estrella de cine haciendo el papel del espía que está a punto de ser ejecutado. Listo para sufrir, listo para morir por sus ideales. De pronto, me di cuenta de que no sabía lo más mínimo acerca de los hombres para comprender qué razones impulsarían a un Duncan Forsythe a hacer una cosa por el estilo. Lo único que sabía era que si aceptaba su invitación, desencadenaría una serie de acontecimientos que nos perjudicarían a ambos.
¿Cuál será la velocidad del pensamiento? ¿Cuánto tiempo estuve sentada allí, en silencio, antes de decidirme? Pese a Harold, estoy contenta con mi vida, conmigo, con mi sexualidad y mi código de conducta. Pero él, pobre hombre, ni siquiera sabe quién o qué es. No tengo la menor idea de por qué me quiere a mí; sólo sé que esa razón le dio el coraje para invitarme a salir, impulsado por tres insignificantes encuentros.
– Gracias, señor Forsythe -respondí-. Será un placer cenar con usted.
Por un momento, pareció desconcertado, pero enseguida esa sonrisa que me derrite le iluminó la cara y la mirada.
– Reservé una mesa en el Chelsea para las siete en punto -dijo y, por fin, reparó en el pocillo de café. Lo cogió y bebió un sorbo.
El Chelsea. ¡Cielos! Los chismes del hospital eran correctos, no es un donjuán. Planeaba llevarme a comer a uno de los restaurantes más lujosos de la zona que está entre la ciudad y Prunier, donde la mitad de sus pacientes lo reconocerían de inmediato.
– Al Chelsea no, señor -respondí cortésmente-. No llevo la vestimenta adecuada. ¿Qué le parece si vamos al Bohemian, calle arriba? Tienen ensalada rusa y estofado a la Esterhazy por diez chelines.
– Como prefieras -dijo como si le hubieran quitado un enorme peso de encima. Después, dejó el pocillo, se puso de pie y volvió a colocar a Marceline en la poltrona-. Querrás tener un momento para prepararte -agregó con la cortesía que lo caracterizaba-, así que te esperaré en el coche. -Se detuvo en la puerta-. ¿Crees que debería ir yo primero y hacer una reserva?
– No es necesario, señor. Saldré enseguida -respondí, y cerré la puerta detrás de él.
Lo de Nal había sido una aventura, pero lo que estaba a punto de hacer de ninguna manera terminaría en un desliz corto y amigable. No era el estilo de Duncan Forsythe. No había que consultar las cartas de la señora Delvecchio Schwartz para saberlo. ¡Joder! ¿Qué será lo que nos empuja a convertir nuestras vidas en desastres potenciales? Podría haberlo mandado gentilmente a freír espárragos, lo sé; pero no tengo un carácter tan fuerte. No soy como la Enfermera jefe. Así que me puse mi nuevo traje de invierno de tweed rosa, me calcé los zapatos más altos que tengo (no había peligro de que quedara más alta que él) y busqué mi único par de guantes. Eran de algodón blanco, no de cabritilla a juego. Los sombreros no los soporto; son absolutamente inútiles, sobre todo con un pelo tan epiléptico como el mío.
Cenamos ensalada rusa y estofado a la Esterhazy en el Bohemian, casi sin hablarnos. Sin embargo, él insistió en que bebiéramos una botella de Borgoña espumoso, lo cual duplicó prácticamente el costo de la comida. El señor Czerny en persona ofició de camarero y cuando Duncan Forsythe depositó un reluciente billete azul de cinco libras sobre la mesa y le dijo que se guardara el cambio, casi se desmaya.
Caminamos de ida y vuelta. Cuando divisé la multitud en el colegio de señoritas St. Vincent, me lancé a cruzar la calle en diagonal sin preocuparme por el tráfico. Él me tomó del brazo para detenerme. El contacto me dio pánico. Retrocedí torpemente y, de pronto, me encontré atrapada entre un plátano a mis espaldas y él frente a mí. Sentí su respiración y después su boca, que se deslizaba por mi mejilla. Cerré los ojos, fui al encuentro de sus labios y me aferré a ellos con un ardiente placer, exacerbado por el temor que me provocaba el futuro.