Extrajo un estetoscopio y un esfigmomanómetro y me auscultó el corazón y los pulmones. Me tomó la presión, me examinó las piernas en busca de varices, deslizó hacia abajo el párpado inferior de ambos ojos e inspeccionó cuidadosamente las puntas de los dedos y el color de los lóbulos de las orejas. Después sacó el recetario del maletín y garabateó algo en él, arrancó la primera hoja y me la entregó.
– Éste es el mejor anticonceptivo oral de última generación, mi querida Harriet -dijo mientras lo volvía a guardar todo en el maletín-. Empieza a tomarlo apenas finalice tu próximo período.
– ¿La Píldora? -exclamé.
– Así es como lo llaman. No creo que tengas ningún problema. Estás en óptimas condiciones de salud. Pero si llegaras a sentir algún dolor en las piernas, falta de oxígeno, mareos, náuseas, dolores de cabeza o hinchazón en los tobillos, interrumpe la toma de inmediato y házmelo saber ese mismo día -ordenó.
Miré los incomprensibles garabatos de la receta y después a él.
– ¿Cómo es que un ortopeda conoce la Píldora? -pregunté con una sonrisa socarrona.
Se echó a reír.
– Todos los médicos, desde los psiquiatras hasta los gerontólogos la conocen, Harriet. Como la mayoría de los especialistas nos enfrentamos a alguna de las consecuencias de los embarazos no deseados, nos sentimos aliviados frente a esta pequeña maravilla. -Me tomó de la barbilla y me miró seriamente-. No quiero causarte más problemas de los necesarios, mi tesoro. Y si lo único que puedo hacer es recetarte el método anticonceptivo más efectivo que existe hasta el momento, al menos habré hecho algo.
Me besó, me dijo que nos veríamos el sábado próximo a mediodía y se marchó.
¡Qué suerte tengo! Hay mujeres solteras que recorren toda Sydney en busca de un médico reconocido que les prescriba La Píldora. Está ahí para ayudarnos, pero sólo si estamos casadas. Sin embargo, mi hombre quiere cuidarme como corresponde. En algunos aspectos, sí lo quiero.
Lunes, 6 de junio de 1960
Tarde o temprano, tenía que suceder. Aunque Pappy sabía que yo tenía novio, su identidad había permanecido en secreto hasta hoy por la mañana temprano. Alrededor de las seis entró por la puerta principal, en el preciso instante en que Duncan se iba. Él, por supuesto, no la reconoció. Sólo le sonrió y le cedió cortésmente el paso. Pero ella sabía exactamente quién era él y vino derecha a mi piso.
– ¡No me lo puedo creer! -exclamó.
– Yo tampoco.
– ¿Cuánto tiempo hace de esto?
– Dos semanas.
– No sabía que lo conocías.
– Si apenas lo conozco.
Extraña conversación para dos buenas amigas, pensé mientras preparaba el desayuno para las dos.
– La señora Delvecchio Schwartz me dijo que el rey de pentáculos había llegado y Toby me comentó que tenías un amante, pero jamás imaginé que fuera el señor Forsythe -me dijo.
– Yo tampoco me lo imaginaba. De todos modos, es bueno saber que la chismorrería de La Casa no es tan infalible como creía. Toby dijo que era una estúpida y desde entonces no lo he vuelto a ver más que de espaldas subiendo la escalera. La señora Delvecchio Schwartz lo aprueba después de habérselas ingeniado para conocerlo -comenté mientras le daba la leche a Marceline.
– ¿Estás bien? -preguntó Pappy con una mirada escéptica-. Pareces muy distante.
Me senté, encorvé los hombros y miré mi huevo duro sin el menor apetito.
– Estoy bien, pero ¿me siento bien? Esa es la verdadera pregunta. ¡No sé por qué lo hice, Pappy! Sé por qué lo hizo él. Se siente solo, tiene miedo y está casado con una frígida.
– Como Ezra -replicó devorando el huevo.
No me gustó la comparación pero comprendía por qué la había hecho, así que lo dejé correr. Las seis y media de una oscura mañana de invierno no es un buen momento para discutir, especialmente después de que ambas pasáramos dos días de amor ilícito con dos hombres perfectamente casados.
– Es la primera vez que hace una cosa por el estilo, así que no tengo la menor idea de por qué me eligió a mí. Está enamorado de mí (o al menos eso cree) y, cuando apareció aquí de la nada, no tuve coraje para rechazarlo -expliqué.
– ¿Me estás diciendo que no estás enamorada de él? -preguntó, como si fuera un pecado más grave que cualquiera de los que Sodoma y Gomorra hubieran soñado jamás.
– ¿Cómo se puede estar enamorada de alguien al que apenas conoces? -repliqué. Sin embargo, ése no era el mejor argumento para explicar a Pappy, que no conocía a Ezra lo más mínimo.
– Sólo hace falta una mirada -dijo con frialdad.
– ¿En serio? ¿No será lo que mis hermanos llaman amor elefante? El único punto de referencia que tengo son mis padres, que están muy enamorados. Pero mi madre dice que les llevó años construirlo y que cada día va a mejor. -La miré desconsolada-. Yo puedo cuidarme sola, Pappy, el que me preocupa es él. ¿Habré empezado algo que sólo él tendrá que pagar?
Sus exquisitas facciones se endurecieron de repente.
– No sientas lástima por él, Harriet. Los hombres llevan todas las de ganar.
– ¿Quieres decir que Ezra sigue tratando de arreglar las cosas con su mujer?
– Sí, constantemente. -Se encogió de hombros, miró mi huevo-. ¿Te lo vas a comer todo? Los huevos tienen muchas proteínas.
Lo empujé hacia ella.
– Todo tuyo. Lo necesitas más que yo. Pareces desilusionada.
– No, no estoy desilusionada -suspiró, y sumergió un trozo de tostada en la yema líquida como si esa maniobra le interesara más que el tema de conversación-. Supongo que di por sentado que Ezra iba a ser todo para mí. ¡Lo quiero tanto…! En octubre cumplo treinta y cuatro… ¡Desearía tanto estar casada…!
No pensaba que fuera tan mayor, pero bien mirado se nota que ronda los treinta. Pappy sufre del síndrome de la vieja solterona. Pasar de acostarse con muchos hombres a estar con uno solo no le ha proporcionado la seguridad que anhelaba. ¡Oh, Dios, por favor, por favor, no permitas que el síndrome de la vieja solterona me afecte a mí también!
Jueves, 23 de junio de 1960
Esta tarde, cuando subía al cuarto de baño a ducharme, descubrí que no es fruto de mi esperanzada imaginación; es reaclass="underline" desde que estoy con Duncan, Harold ha dejado de acosarme. La luz del pasillo está siempre encendida y no se le ve por ninguna parte. No escucho sus pasos que me persiguen en la escalera, ni me está esperando en la puerta cuando salgo de la casa de la señora Delvecchio Schwartz. A decir verdad, la última vez que lo vi fue cuando me dijo que era una puta. ¿Será eso lo que se necesita para desalentar a este tipo de psicópatas: la llegada de un hombre poderoso?
Martes, 5 de julio de 1960
Estoy dejando de lado mi diario. Este es el tercer cuaderno, pero no lo estoy llenando tan rápido desde que Duncan entró en mi vida. Nunca había reparado en cuánto tiempo acapara un hombre, aunque sólo sea uno de medio tiempo. Se las ha ingeniado para verme el mayor número posible de veces. Los sábados, soy un partido de golf que se alarga lo suficiente para incluir «un trago con los muchachos» en el club después de los dieciocho hoyos. Los domingos, viene por la mañana y se queda hasta que llega Flo (sí, interfiere un poco en sus planes, pero me niego a anteponer sus necesidades a las de ella). Parte de ese tiempo soy una sesión de actualización de sus registros y, después, una operación de urgencia o alguna reunión.
No puedo creer que su esposa no sospeche nada. Sin embargo, él asegura que no tiene ni idea de lo que sucede. Aparentemente, ella también tiene una agenda bastante apretada. Ella es fanática del bridge y Duncan lo odia; no sabe jugar. Se podría decir que cuando tu media naranja muestra tanta consideración por los propios intereses, es fácil aquietar las sospechas. Pero apuesto que su Cathy no es muy inteligente. ¿O será que es terriblemente egoísta? Ha habido reveladoras confidencias como, por ejemplo, las habitaciones separadas (para que él no la despierte cuando lo llaman a mitad de la noche) y el hecho de que ella lo haya relegado a lo que llama «el baño de los niños». El odia el baño que ella tiene pegado a su propia habitación (con espejos de pared a pared). Al parecer, es una de las damas mejor vestidas de Sydney y, ahora que se acerca a los cuarenta, está pendiente de todo, desde las patas de gallo alrededor de los ojos hasta el menor ensanchamiento de cintura. Es casi tan adicta al tenis como al bridge, porque la mantiene en forma. Y cuando su foto aparece en la página de sociedad de algún dominical, está en el séptimo cielo. Por eso Duncan no puede estar conmigo los sábados a la noche. Ella lo necesita para que la escolte a una u otra reunión de etiqueta, preferiblemente a la que tenga más fotógrafos y periodistas de la sección de sociedad revoloteando por allí.