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Apenas me libré de su mirada, mi mente recuperó parte de mis conocimientos médicos. ¿Acromegalia? ¿Síndrome de Cushing? Pero no tenía la enorme mandíbula inferior o la frente prominente de los acromegálicos, ni el aspecto físico o la vellosidad de un enfermo de Cushing. Algo relacionado con la pituitaria o el hipotálamo, seguramente, aunque no sabía bien el qué.

La mujer bien vestida nos saludó cortésmente inclinando la cabeza, pasó junto a nosotras y se marchó seguida de la señora Delvecchio Schwartz. Como yo estaba de pie en el umbral, vi que la visitante buscaba algo en la cartera, sacaba un gran fajo de billetes color ladrillo, ¡todos de diez libras!, y, uno por uno, se los iba entregando a la casera de Pappy, que se quedó allí plantada, con la mano abierta hasta que consideró que la cantidad recibida era suficiente. Luego los dobló y se los guardó en uno de los bolsillos de la bata, mientras el figurín de los barrios más lujosos de Sydney desaparecía de nuestra vista.

La señora Delvecchio Schwartz regresó y se dejó caer sobre una de las cuatro sillas, invitándonos a tomar asiento junto a ella con un ampuloso gesto que hizo con una mano del tamaño de una pata de cordero.

– ¡Siéntate, princesa, siéntate! -rugió con voz estentórea-. ¿Cómo estás, señorita Harriet Purcell? Buen nombre el tuyo, sí, señor… Las dos palabras tienen siete letras cada una, ¡eso tiene mucha magia! Conciencia espiritual y buena suerte, recompensa al trabajo bien hecho. Y no me refiero a los políticos de izquierda… Jo, jo, jo.

El «jo, jo, jo» es una especie de risita malévola que dice mucho de ella; como si no hubiera nada en el mundo que pudiera sorprenderla, aunque todo lo que sucede en el mundo la divierte mucho. Me recordó la risita de Sid James en la serie Carry On.

Yo estaba tan nerviosa que aproveché sus comentarios acerca de mi nombre y le conté la historia de las Harriet Purcell, le dije que el nombre se remontaba a muchas generaciones atrás, pero que hasta mi llegada todas sus portadoras habían estado bastante chaladas. Una Harriet Purcell, recordé, había sido encarcelada por castrar a un pretendiente, y otra, por atacar al primer ministro de Nueva Gales del Sur durante una manifestación de sufragistas. Ella me escuchó con interés y suspiró, decepcionada, cuando terminé mi relato diciendo que la generación de mi padre había temido tanto aquel nombre que no hubo en ella ninguna Harriet Purcell.

– Pero tu padre te puso el nombre de Harriet -comentó ella-. ¡Ése es un buen hombre! Supongo que sería divertido conocerlo, ¡jo, jo, jo!

¡Aaaaah! ¡Quítele las manos de encima a mi padre, señora Delvecchio Schwartz!

– Dijo que le gustaba el nombre de Harriet, y que no le preocupaban las paparruchas de la familia -añadí-. Mi nacimiento fue un poco inesperado, ¿sabe?, y todo el mundo pensaba que era otro niño.

– Pero no lo fuiste -agregó ella, sonriendo burlonamente-. ¡Ah, qué historia tan buena!

Mientras todo esto sucedía, bebía brandy sin hielo de un vaso que había sido un frasco de queso Kraft. Nos ofreció sendos vasos a Pappy y a mí, pero un solo sorbo de aquella bebida que había sido la perdición de Willie bastó para que abandonara mi vaso; era demasiado horrible, áspero y fuerte para mí. Noté que a Pappy parecía gustarle el sabor, pero no lo tragaba con tanta rapidez como la señora Delvecchio Schwartz.

He estado aquí sentada preguntándome si podría ahorrarme el síndrome del túnel carpiano abreviando su nombre y escribiendo en cambio «señora D-S», pero por alguna razón no me atrevo. Coraje no me falta, pero ¿«señora D-S»? No.

Entonces me di cuenta de que había alguien más en el balcón, alguien que había estado allí todo el tiempo pero que había permanecido totalmente invisible. Se me empezó a poner la carne de gallina, sentí una suerte de escalofrío, como el que provoca la primera ráfaga de viento del sur tras una ola de calor. Un rostro asomó a la mesa, escudriñando la escena desde detrás de las caderas de la señora Delvecchio Schwartz. Era la carita infantil más cautivadora: mentón en punta, mofletes, piel de un beis inmaculado, mechones de pelo castaño claro, cejas negras, pestañas negras tan largas que parecían enredarse… ¡Oh! ¡Cómo me gustaría ser poeta para describir a esa criatura celestial! Mi corazón se detuvo: la miré y me enamoré de ella. Tenía unos ojos enormes, bien separados y de un color castaño ambarino, los ojos más tristes que vi en mi vida. Abrió aquella boquita, rosada como un pimpollo, y me sonrió. Yo le devolví la sonrisa.

– Oh, quieres sumarte a la fiesta, ¿verdad? -Un instante después la pequeña estaba sobre las rodillas de la señora Delvecehio Schwartz y seguía mirándome y sonriéndome mientras tiraba del vestido de la señora Delvecchio Schwartz con su manita.

– Es mi hija, Flo -dijo la dueña de la casa-. Hace cuatro años, cuando creía que tenía la menopausia, noté un dolor en el vientre; fui al cuarto de baño pensando que se trataba de una simple cagalera… Y, ¡paf!, de pronto apareció Flo, retorciéndose en el suelo, toda cubierta de una especie de baba. Nunca supe que estaba encinta hasta que ella salió así, de repente, sin anunciarse. Fue una suerte que no terminaras en el retrete, ¿no, angelito?

Esto último se lo dijo a Flo, que jugueteaba con un botón.

– ¿Qué edad tiene? -pregunté.

– Acaba de cumplir los cuatro. Una Capricornio que no es Capricornio -dijo la señora Delvecchio Schwartz, desabotonándose el vestido con naturalidad. De dentro del vestido salió un pecho que parecía una vieja media con la punta llena de guisantes, y la mujer llevó su enorme y calloso pezón a los labios de Flo. La pequeña cerró los ojos como en éxtasis, se apoyó en el brazo de su madre y comenzó a succionar ávidamente haciendo un ruido repugnante. Me quedé sentada papando moscas, sin saber qué decir. La visión radiográfica de la dueña de la casa volvió a posarse en mí.

»Le encanta la leche de su madre -añadió con simpatía-. Sí, tiene cuatro años, ya lo sé, pero ¿qué tiene que ver la edad con esto, princesa? La leche materna es lo mejor que hay. El único problema es que ya le han salido todos los dientes, así que me lastima bastante…

Seguí sentada allí, papando moscas, hasta que, de pronto, intervino Pappy.

– Bueno, señora Delvecchio Schwartz, ¿qué piensa?

– Pienso que La Casa necesita a la señorita Harriet Purcell -respondió la señora Delvecchio Schwartz asintiendo con la cabeza, y dirigiéndole un guiño. Luego me miró y me preguntó-: ¿Alguna vez has pensado en irte de casa, princesa, a un piso bonito, modesto pero todo para ti sola?

Cerré la boca sin poder evitar un chasquido y moví la cabeza casi sin darme cuenta.

– No me lo puedo permitir -le respondí-. Estoy ahorrando para ir a pasar dos años a Inglaterra, así que…

– ¿No contribuyes con nada en tu casa? -preguntó ella.

Le dije que aportaba cinco libras cada semana.

– Bueno, tengo un pequeño piso en el patio trasero, pero es muy bonito, tiene dos habitaciones grandes y cuesta cuatro libras por semana, incluida la electricidad. Hay un cuarto de baño con retrete en el lavadero que sólo tú y Pappy usaríais. Janice Harvey, mi inquilina, se está mudando. Tiene una cama de matrimonio -agregó con una mirada lasciva-. Odio esas insignificantes camas individuales.

¡Cuatro libras! ¿Dos habitaciones por cuatro libras? ¡Un milagro en Sydney!

– Te resultará más fácil deshacerte de David viviendo aquí que en tu casa -dijo Pappy persuasivamente y se encogió de hombros-. Después de todo, tu sueldo es como el de un hombre, así que aún podrías ahorrar para tu viaje.

Recuerdo que tragué saliva, buscando a la desesperada una forma amable de decir que no, ¡pero de pronto me encontré con que estaba diciendo que sí!