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Finalmente, con un suspiro, la señora Delvecchio Schwartz se reclinó en su silla y, agobiada, se enjugó la cara con la mano. Conduje suavemente a Flo hasta la mesa.

– Gracias por ocuparte de ella, princesa. Necesitaba concentrarme.

– ¿Le enciendo la luz?

– Gracias. Luego vuelve, será sólo un minuto.

Cuando volví, Flo estaba sentada en su regazo, mirando con tristeza el vestido abotonado.

– Es una lástima que la haya destetado -dije, casi sin darme cuenta.

– Tenía que hacerlo -respondió ella secamente. Después adelantó sus manos para tomar las mías y ponerlas sobre la Bola de Cristal, mientras Flo las miraba absorta y luego desviaba la vista hacia mí… ¿sorprendida, quizá? No lo sé. Pero me quedé allí, con las manos apoyadas en la Bola, esperando a que algo sucediera. Pero no pasó nada. La superficie del cristal es fría y lustrosa, eso es todo.

– Recuerda… -dijo la señora Delvecchio Schwartz-, recuerda que el destino de La Casa está en la Bola de Cristal. -Quitó mis manos de allí y las juntó por las palmas haciendo coincidir los dedos uno a uno, tal como aparecen las manos de los ángeles en las pinturas religiosas-: Está en la Bola de Cristal.

Viernes, 30 de diciembre de 1960

¡Otra vez esas malditas cartas! Era cierto, no tendré que trabajar el día de Año Nuevo. El doctor Alan Smith deberá quedarse de guardia todo el día, así que Ann quiere trabajar para estar con él. No me sorprende. Si él hace doble turno en la guardia de Urgencias lo celebrará, porque cuando necesite una radiografía podrá acudir a Ann y pasar el rato con ella. Nuestra aprendiza está de permiso, así que tenemos una suplente en su lugar, una buena chica. Yo no habría aceptado si Ann no estuviera a la altura, pero ella es competente; además, en cierto modo les he hecho un favor a los dos, porque después tendrán dos días enteros libres para pasarlos juntos.

Domingo, 1 de enero de 1961 (Año Nuevo)

Ha caído la tarde, y 1961 tiene casi un día. Ya hace un año que escribo este diario, y aunque estoy tan agotada que casi no me puedo mover, debo registrar todo lo ocurrido hoy antes de que las emociones que sentí se desvanezcan. He descubierto que mi cuaderno es una suerte de catarsis, porque cuando uno escribe no da vueltas y vueltas como cuando piensa en todo lo que le ha sucedido.

La fiesta de la noche de Fin de Año fue como una especie de bomba de hidrógeno; una juerga de aquéllas, como la describió la señora Delvecchio Schwartz, con la cara roja como un tomate mientras tomaba del hombro a Merv. No estaba ebria, la verdad es que no lo estaba. Un poco cansada a esas alturas de la velada, eso es todo. Y terriblemente feliz, recuerdo haber pensado.

Todo el Cross hizo acto de presencia: hubo quienes estuvieron apenas unos minutos; mientras que otros, al menos cuando yo me retiré a las tres de la mañana ayudada por Toby, parecían dispuestos a quedarse a perpetuidad. Mis recuerdos son un poco vagos; veo apenas fragmentos, como la llegada de Lady Richard tocada con una peluca rubia, tacones de doce centímetros y un vestido rojo en forma de tubo, con lentejuelas y tajos a los costados que le llegaban casi hasta las caderas para dejar al descubierto una piel suave y sin vello por encima de unas vaporosas medias negras de seda. Era evidente que su sostén no llevaba ningún relleno, y no se veía indicio alguno de un bulto allí donde un hombre debería tenerlo. Pappy me contó al oído que, según se rumoreaba, había ido a Escandnavia para que «le hicieran el trabajo». «De ser así-dije yo también en voz baja-, su tracto urinario debe de ser un verdadero desastre.» El pobre Norm sólo pudo quedarse el tiempo suficiente para darme un beso baboso, pero Merv aprovechó su jerarquía para quedarse más tiempo y flirtear escandalosamente con la señora Delvecchio Schwartz. Eso no hizo ninguna gracia a Lerner Chusovich. Y por lo visto a Klaus tampoco, que no dejaba de mirar a su casera con inocultable lujuria. Jim me dio un beso de experta: yo estaba lo suficientemente mareada como para disfrutarlo; pero Bob se puso furiosa, así que me saqué de encima a Jim y me concentré en Toby. Nuestro pequeño altercado quedó en el olvido, y sus besos, recuerdo, estuvieron a la altura de los de Duncan, aunque no lo besé haciendo cuenta de que era Duncan. Decididamente, Toby es Toby.

Me desmayé sobre la cama con todas mis galas, y a las ocho de la mañana me despertó Marceline, cuyo estómago regula cotidianamente su rechoncha vida. Toby debe de haber cerrado las cortinas, una bendición. Me preparé un poco de café como pude, tomé una buena dosis de Dexsal para el mareo, e hice callar a Marceline con un tazón rebosante de leche y un plato de sardinas que apestaban tanto que tuve que acercarme al fregadero por las arcadas que me provocaron. No llegue a vomitar, pero volví al dormitorio hasta que Marceline dio cuenta de las sardinas.

Flo dormía en mi cama hecha un ovillo, en la penumbra. ¡Angelito, mi pequeño ángel! No la había visto ni sentido. Las cosas debían de haberse desmadrado bastante allá arriba para que viniera en mi busca. O tal vez Harold estuviese en la cama de su madre. Oh, sí, había estado en la fiesta bebiendo brandy apartado de todos, observando cómo la señora Delvecchio Schwartz coqueteaba con Merv, refunfuñando y fulminándome con la mirada, sobre todo cuando besé a Jim. Pude leer sus labios: «Puta.»

En cuanto noté que se me habían pasado las náuseas regresé a la sala, abrí la puerta para dejar entrar un poco de aire puro y respiré hondo. El mundo entero estaba sumido en el más absoluto silencio. No había ropa que ondeara en los tendederos, no llegaba ruido de discusiones ni frivolidades desde los ventanales del 17d, y en La Casa reinaba un silencio sepulcral. Supuse que oiría a la señora Delvecchio Schwartz mugiendo en busca de su angelito, pero no. «Aquella hora de la mañana del día de Año Nuevo debe de ser el momento más apacible que experimenta el Cross», pensé. Todos los habitantes del Cross están fuera de combate.

De todas formas, tenía que llevar a Flo al piso de arriba por si su madre se despertaba y se preocupaba al no verla. De modo que volví al dormitorio, me senté en el borde de la cama y tomé a Flo en mis brazos, apoyé una mejilla en su pelo suelto, le hice unos arrumacos y la besé. Así era como mamá me había despertado siempre de niña, y todavía recuerdo lo hermoso que era salir del sueño envuelta en besos y abrazos.

Flo había mojado la cama. ¡Ay, angelito, no! ¿Cómo voy a hacer para colgar mi colchón de capoc en el tendedero? Esa fue mi primera reacción. Pero Flo no olía a orina, y al tacto aquello no parecía orina, que cuando se seca no se queda acartonada como el pichi de Flo. A pesar de mis besos y arrumacos no se había despertado. Ni ella ni su madre se habían emperifollado para la fiesta, y al mirar aquella tela de color marrón apagado, no pude distinguir de qué estaba empapada. En cambio sí reconocí ese olor inconfundible. ¡Oh, Dios! ¡Rápido! ¡Corre las cortinas!

Sangre. Flo estaba empapada en sangre. Se me puso la piel de gallina, pero mantuve la calma. Me incliné sobre ella lenta y cuidadosamente, le levanté el pichi, y le bajé los gastados bombachos para examinarle el pubis. «¡Por favor, Dios, no! ¡Eso no, eso no!», dije una y otra vez mientras las manos me temblaban igual que el resto del cuerpo. No, nada. No era su propia sangre la que cubría a Flo desde las plantas de los pies hasta las manos. Sus manos estaban llenas de sangre, llenas. En ese momento despertó, me dedicó una sonrisa soñolienta, y me echó los brazos al cuello. La levanté de la cama y la llevé a la sala, donde Marceline, después de haber vaciado su plato, se estaba acicalando.