– Cielo, juega con Marceline -dije, sintiendo que me invadía un espantoso aturdimiento, y puse a Flo junto a la gata-. Tengo que salir un momento, angelito, así que necesito que te quedes aquí y te ocupes de la pobre Marceline. Asegúrate de que se porte bien.
Subí la escalera de cinco en cinco peldaños, atravesé el vestíbulo de un salto y me metí en la habitación a la carrera; pero apenas entré me quedé paralizada. La sangre era un lago que cubría el suelo bajo la mesa y en torno a ella, gelatinoso donde el linóleo se combaba y una delgada capa donde se hinchaba. Alguien había estado limpiando; los despojos de la fiesta estaban amontonados en un rincón, pero en la mesa aún quedaban una pila de platos vacíos y los huesos de aquel pavo incomible. Mis ojos recorrieron minuciosamente el lugar, no quería que se me escapara nada. La sangre no había salpicado las paredes, pero en un rincón vi un pegote de sangre en una pared, la que Flo solía usar para hacer sus garabatos. Estaba embadurnada en grandes volutas de sangre marronosa, y aquí y allá se veía la huella de una mano pequeña. Pequeñas huellas de sangre cruzaban el deteriorado linóleo entre el borde del lago de sangre y esa parte de la pared; huellas que iban de la pared al lago y del lago a la pared. Los lápices de colores no podían expresar sus sentimientos. Flo había pintado con los dedos empapados en sangre.
La señora Delvecchio Schwartz yacía boca abajo junto a la mesa, muerta. No lejos de ella estaba Harold Warner, con el cuerpo arqueado sobre las caderas y las manos aferradas al mango del cuchillo de trinchar el pavo que tenía clavado en el vientre; tenía la cabeza caída hacia delante y el mentón sobre el pecho, como si estuviera contemplando su propia ruina.
Abrí la boca y aullé. No lloré, no grité, no chillé: emití unos ruidos salvajes de horror y desesperación con todas mis fuerzas sin poder parar.
Toby fue el primero en llegar, el que se hizo cargo de todo. Supongo que encomendó a alguien que llamara a la policía, porque lo oí tenuemente ladrar órdenes a alguien que estaba en la entrada; pero en ningún momento me dejó sola. Cuando ya no pude aullar más, me llevó fuera de la habitación y cerró la puerta. Pappy, Klaus, Jim y Bob estaban apiñados en el vestíbulo, pero de Chikker y Marge, del piso de la planta baja que da a la calle, no había ni rastro.
– He llamado a la policía, Toby. ¿Qué pasa? -preguntó Pappy.
– La ruina de La Casa -dije como pude. Me castañeteaban los dientes-. El diez de espadas y Harold. Estaba aquí para destruir La Casa. Ese era el trabajo que tenía que hacer, y si ella nunca se enteró por las cartas es porque lo vio en la Bola de Cristal. Lo sé porque yo estaba con ella cuando lo vio. Ella lo sabía. ¡Lo sabía! Pero no hizo nada por evitarlo.
– La señora Delvecchio Schwartz y Harold han muerto -dijo Toby.
Cuando me acompañó hasta el pasaje, todas las ventanas del 17d estaban abiertas de par en par y había gente asomada a ellas.
– La señora Delvecchio Schwartz ha muerto -tuvo que decir varias veces antes de acompañarme hasta mi piso.
Flo estaba en el suelo, hecha un ovillo con Marceline, que no dejaba de ronronear. Toby la miró, me miró a mí, horrorizado, y fue a buscar la botella de brandy.
– ¡No! -dije con un grito ahogado-. No quiero volver a ver esa cosa nunca más. Ya estoy bien, Toby, de veras.
Durante toda la mañana hubo un incesante desfile de gente, empezando por la policía. No se trataba de mis amigos de la brigada antivicio. Estos eran desconocidos, y no llevaban uniforme. Puesto que Toby se había hecho cargo de todo y se había negado a dejarme sola, toda la actividad tuvo lugar en la sala de mi piso. Pero, antes de que llegaran, Pappy se llevó a Flo para darle un baño y cambiarla de ropa. Entretanto, yo fui al lavadero a darme una ducha y me cambié el vestido de fiesta por algo sobrio. Sobrio.
Lo que más preocupaba a la policía eran los garabatos que había hecho Flo con los dedos. Parecían fascinarlos. El crimen, en cambio, no planteaba ninguna duda. Asesinato y suicidio, tan claro como que dos y dos son cuatro. Nos interrogaron a todos tratando de esclarecer el móvil, pero ninguno de nosotros había percibido cambio alguno en la conducta de la señora Delvecchio Schwartz o en la de Harold. Tuve que contarles que Harold me acechaba, ponerlos al corriente de su inestabilidad afectiva y mental, de la retención de orina, de su negativa a consultar a un psiquiatra pese a que en el hospital se lo habían recomendado. Chikker y Marge, del piso de la planta baja que daba a la calle, se habían esfumado; no quedaba rastro de ellas, ni siquiera una huella digital. Sin embargo, los policías no estaban interesados en ellas, eso era evidente, aunque dijeron que las buscarían para interrogarlas. Como estaban justo debajo de la habitación en la que todo había ocurrido podrían haber oído algo.
– Lo que es obvio -dijo el sargento a Toby- es que la niña lo vio todo. Una vez que ella nos cuente su versión, sabremos qué fue lo que pasó.
Yo metí la cuchara.
– Flo no habla -dije-. Es muda.
– ¿Quiere decir que es retrasada? -preguntó el sargento, frunciendo el ceño.
– Todo lo contrario, es sumamente inteligente -respondí-. No habla, eso es todo.
– ¿Usted piensa lo mismo, señor Evans?
Toby le confirmó que Flo no hablaba.
– Es sobrehumana, o subhumana. No estoy seguro -agregó, el muy capullo.
Apenas terminó esta conversación, reapareció Pappy con Flo, ahora vestida con un pichi limpio de color tabaco y descalza, como siempre. Los dos policías se quedaron mirando a mi pequeño ángel como si fuera un fenómeno, y supe lo que estaban pensando como si estuvieran hablando en voz alta: se ve como cualquier otra niña de cinco años, pero en el fondo es un monstruo.
Sí, Flo tiene cinco años. Hoy es su cumpleaños y tengo su regalo, perfectamente envuelto, en un armario: un bonito vestido color rosa. Todavía está allí.
Después, fuimos al grano: los interrogatorios de rigor. Hicieron preguntas del tipo «¿la niña tiene algún familiar?». Tuvimos que contestar que no, aunque no era lo que pensábamos. Hasta Pappy, que lleva más tiempo que nadie viviendo en La Casa, tuvo que decir que nunca había aparecido ningún pariente suyo, al menos que ella supiera. Además, la señora Delvecchio Schwartz jamás había mencionado a ningún pariente.
Finalmente, el sargento cerró su libreta y se puso en pie,agradeciéndole a Toby el brandy: «muchas gracias, amigo; nos ha venido muy bien». Se notaba que se sentían cómodos por haber podido hablar con un hombre y no haber tenido que tratar con algunas mujeres socialmente extrañas para ellos. Porque había un componente social en la situación: es un trabajo sucio, pero con un buen tipo resulta más llevadero.
Cuando llegamos a la puerta, el sargento se volvió hacia mí:
– Le agradecería que se ocupe de la niña durante más o menos una hora, señorita Purcell. Es el tiempo que tardará en llegar la gente de Protección de Menores.
Sentí que los ojos se me salían de las órbitas.
– No es necesario llamar a los de Protección de Menores -dije-. Yo cuidaré de Flo de ahora en adelante.
– Lo siento mucho, señorita Purcell -dijo él-, pero no puede ser. Puesto que no hay familiares conocidos, a partir de ahora la pequeña Florence, ¿Florence?, queda bajo la responsabilidad del Departamento de Protección de Menores. Si pudiéramos encontrar a algún pariente suyo, podría quedarse con esa persona si es que acepta ocuparse de ella; y en casos como éste esa persona casi siempre dice que sí. Pero si no encontramos a nadie de su familia, Florence Schwartz queda automáticamente bajo la tutela del Estado de Nueva Gales del Sur. -Se puso el abrigo, se encasquetó el sombrero y se marchó, seguido por su asistente.