– ¡Toby! -dije, casi sin aliento.
– Pappy, lleva a Flo y a Marceline al dormitorio -dijo Toby, y esperó hasta que ella obedeció sus órdenes.
Luego me tomó de las manos, hizo que me sentara en un sillón y que me apoyara en su brazo exactamente del mismo modo en que solía hacerlo Duncan. Solía. Tiempo pasado, Harriet, tiempo pasado.
– No habla en serio -dije.
Nunca había visto a Toby tan severo, tan despiadado, tan frío.
– Sí, Harriet, lo ha dicho en serio. Lo que quiso decir es que probablemente Flo no tenga familiares ni parientes; que su madre murió en lo que él supone fue una trifulca con su chalado amante, quien además no era el padre de Flo, estando los dos borrachos; que él, personalmente, considera a Flo una niña terriblemente abandonada en un hogar muy malo para su educación. Por otro lado, cree que Flo no está bien de la cabeza; y que en cuanto llegue a su oficina deberá informar de todo esto al Departamento de Protección de Menores y recomendar que de ahora en adelante el Estado se haga cargo de la tutela de Flo.
– ¡No puede hacer eso! ¡No puede! -grité-. ¡Flo no sobreviviría fuera de La Casa! ¡Si se la llevan, morirá!
– Has olvidado el factor más importante, Harriet. Flo estaba en la habitación cuando todo esto ocurrió, y usó la sangre para garabatear la pared. Eso es algo grave, podrían acusarla por eso -dijo Toby con aspereza.
¿Es posible que mi querido amigo hable así? ¿No hay nadie más que yo dispuesto a romper una lanza por defenderla?
– ¡Toby, Flo apenas tiene cinco años! -dije-. ¿Qué habríamos hecho tú o yo a esa edad si nos hubiera ocurrido algo semejante? ¡Sé razonable! ¡Ninguna estadística puede explicar una situación así! Toda su vida se le ha permitido garabatear las paredes de la casa de su madre. ¿Quién sabe por qué usó la sangre? Pudo haber pensado que con eso haría revivir a su madre. ¡No pueden quitarme a Flo! ¡No pueden!
– Pueden hacerlo, y lo harán -dijo Toby con tristeza, mientras se dirigía a la cocina para poner la tetera al fuego-. Harriet, estoy haciendo el papel de abogado del diablo, eso es todo. Estoy de acuerdo contigo en que Flo no soportará vivir en otro lado que no sea La Casa, pero las autoridades no lo entenderán. Ahora ve y trae a Pappy y Flo. Si no quieres beber brandy, la mejor opción es una taza de té.
Hacia mediodía, dos mujeres del Departamento de Protección de Menores me quitaron a Flo. Bastante amables, por cierto: su trabajo es realmente desagradable. Flo se negó a cooperar, incluso después de haberles sugerido que la llamaran Flo en lugar de Florence. Estoy por apostar a que el nombre que aparece en su partida de nacimiento, si es que la hay, es Flo. Conociendo a la señora Delvecchio Schwartz no podría ser de otra manera. Angelito, angelito. No dejó que ninguna de las dos mujeres la tocaran, ni flaqueó cuando trataron de convencerla, de engatusarla, de persuadirla, de suplicarle. Se limitó a aferrarse a mí con todas sus fuerzas y a esconder su cara en mi regazo. Al final, decidieron sedarla con hidrato de cloral, pero cada vez que lo intentaban ella vomitaba, incluso cuando le apretaron la nariz.
Para entonces Jim y Bob habían bajado a ver qué sucedía, aunque yo habría preferido que no lo hicieran. Una de las mujeres, la que estaba a cargo del procedimiento, las miró de arriba abajo como si fueran escoria humana, otra mancha en el informe de La Casa, que sólo disponía de un cuarto de baño y un lavabo como es debido para los habitantes de sus cuatro plantas. Y ¿por qué Flo iba descalza? ¿No tenía zapatos? Eso pareció preocupar muchísimo a las dos invasoras. Cuando, después del cuarto intento con el hidrato de cloral, Flo abandonó mi protección y comenzó a revolotear por la habitación como un pájaro encerrado que no puede salir de su jaula, estrellándose contra las paredes, la estufa y los muebles, ya no pude contenerme más y estuve a punto de emprenderla a puñetazos con las de Protección de Menores. Pero Toby me lo impidió, y nos obligó a Jim y a mí a quedarnos quietas.
Finalmente, decidieron aplicarle una inyección de paraldehído, que nunca falla. Flo se desplomó, y entonces la alzaron y se la llevaron. Las seguí, pero Toby no me perdía de vista.
– ¿Cómo puedo verla? -pregunté, ya en la calle.
– Llame por teléfono a Protección de Menores -fue la respuesta.
La subieron a su coche, y lo último que vi de mi pequeño ángel cuando partieron fue su carita pálida y exánime.
Todos querían quedarse y hacerme compañía, pero yo no quería estar con nadie, y mucho menos con Toby, el que más insistió. Le grité que se fuera, ¡que se fuera!, hasta que se marchó. Pappy apareció después un rato para contarme que Klaus, y Lerner Chusovich y Joe Dwyer de la licorería de Piccadilly, que estaban en la habitación de Klaus, querían saber cómo me encontraba, y si podían hacer algo por mí. «Gracias, estoy muy bien, no necesito nada», le dije. Todavía sentía el olor dulzón y empalagoso del paraldehído.
En torno a las tres de la tarde fui a mi dormitorio a llamar por teléfono a Bronte. Debía contárselo todo a mis padres antes de que se enteraran por los periódicos; aunque supongo que la noticia de un asesinato y un suicidio en Kings Cross la noche de Fin de Año no ocuparía más que un pequeño párrafo en una página interior. Cuando levanté el auricular descubrí que el teléfono también estaba muerto: alguien lo había desconectado. Seguramente Toby, cuando me acompañó hasta la cama anoche. En cuanto lo conecté, empezó a sonar.
– Harriet, ¿dónde has estado? -me preguntó papá-. ¡Estamos desesperados!
– No me he movido de aquí en todo este tiempo -dije-. Alguien había desconectado mi teléfono; aunque, por lo que me dices, ya te habías dado cuenta.
– Ven a casa ya mismo -dijo. Era una orden, no una invitación.
Le dije a Pappy adonde iba, y me subí a un taxi en la calle Victoria. El chófer me miró con cara rara, pero no dijo ni una palabra.
Mamá y papá estaban sentados a la mesa del comedor, solos. A mamá se le notaba en la cara que había estado llorando durante horas, y papá parecía haber envejecido de repente: se me encogió el corazón, porque vi con total claridad que tiene casi ochenta años, aunque hasta ahora no me lo había parecido.
– Me alegro de no tener que contároslo -dije, y me senté.
Me miraban como si fuera una desconocida; sólo ahora, mientras escribo esto, me doy cuenta de que debía de tener el aspecto de alguien que acaba de salir de un ataúd. El horror produce un efecto así.
– ¿No quieres saber cómo nos enteramos? -preguntó papá.
– Sí, ¿cómo os enterasteis? -pregunté diligentemente.
Papá sacó una carta de su sobre, y me la alcanzó. La recibí y la leí. Estaba escrita en un papel sin pautar caro y de bordes bien recortados, con una bella caligrafía totalmente recta. La escritura y el papel de alguien muy refinado.
Señor:
Su hija es una prostituta. Una vulgar mujerzuela indigna de vivir en este mundo, que tampoco será bienvenida en el otro.
Durante los últimos ocho meses ha estado teniendo una sórdida aventura sexual con un hombre casado, un prestigioso médico de su hospital. Ella lo sedujo, la vi hacerlo en la calle Victoria, en plena oscuridad. ¡Cómo lo engatusó! ¡Cómo exhibió sus encantos! ¡Cómo envenenó la vida y los afectos de ese hombre! ¡Cómo lo degradó! ¡Cómo lo rebajó hasta ponerlo a su nivel y cómo se regocijó en ello! Pero un hombre decente no puede satisfacerla. Ella es lesbiana, un apreciado miembro de esa sociedad de sucias desviadas que habitan en su casa. El médico en cuestión es el señor Duncan Forsythe.
Un ciudadano preocupado.
– Harold -dije, y dejé el papel sobre la mesa como si me quemara.