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– Supongo que lo que cuenta es cierto -dijo papá.Sonreí, cerrando los ojos.

– Sólo por un tiempo, papá. En realidad, mandé a paseo a Duncan en septiembre, y puedo asegurarte que no soy lesbiana; aunque es cierto que tengo muchas amigas que sí lo son. Son buenas personas. Mucho mejores que el espantoso hombrecillo que escribió esta carta. ¿Cuándo llegó? -pregunté.

– El viernes por la tarde. -Papá frunció el ceño. No es ningún tonto, supo que si yo estaba como estaba hoy no era por un amorío que había terminado definitivamente cuatro meses atrás-. ¿Qué es lo que sucede entonces, si no es esto? -preguntó.

Entonces les conté lo que había pasado hoy. Mamá estaba tan horrorizada que se echó a llorar otra vez, pero papá… Papá estaba desolado. Profundamente conmovido. ¿Qué había sentido por la señora Delvecchio Schwartz en aquel único encuentro para lamentar tanto su muerte? Comenzó a respirar con dificultad, se llevó las manos al corazón, hasta que mamá se levantó y le trajo un buen vaso del brandy de Willie. Eso lo calmó un poco, aunque pasó un largo rato hasta que pude decirle lo que tenía que decirle: que quería adoptar a Flo. Tal vez su reacción ante la noticia de la muerte de mi casera, tan emotiva, me había hecho abrigar la esperanza de que se pondría de mi lado, pero no fue así.

– ¿Adoptar a esa monstruosa criatura? -exclamó, alzando cada vez más la voz-. ¡Harriet! ¡No puedes hacer eso! ¡Lo que debes hacer es desentenderte del asunto y marcharte de esa casa! Lo mejor será que vuelvas con tu familia.

No quería discutir, porque ya no me quedaban fuerzas para hacerlo; así que me levanté y me marché dejándolos con la palabra en la boca.

Pobres, ha sido un día realmente difícil también para ellos. Tienen una hija que vivió un amorío con un prestigioso médico casado, aunque eso resultaba insignificante comparado con el asesinato, el suicidio, y la decisión de su hija de adoptar a una niña demente que no habla y pinta las paredes con los dedos empapados en sangre. No me sorprende que me miren como a una desconocida.

Suficiente para un día de Año Nuevo. Y no fue una pesadilla, sino la pura realidad.

Lunes, 2 de enero de 1961

La pesadilla la tuve hoy, a las cinco de la madrugada. Me desperté disgustada y me senté muy tiesa en la cama tratando de recuperar el aliento. Todavía me parecía ver aquel vasto lago de sangre roja que crecía y crecía hasta que tenía que ponerme de puntillas, sin poder evitar que su hediondez me invadiera; y a Harold, que me observaba desternillándose de risa.

El sol ya estaba a punto de salir, y la luz se filtraba por entre las cortinas del dormitorio. Me levanté de la cama, di de comer a Marceline, preparé café y me senté a la mesa para recordarme una y otra vez que la señora Delvecchio Schwartz había muerto. Las personas como ella están tan llenas de vida que, cuando mueren, a una le cuesta creerlo: simplemente siente que es imposible, que debe de haber sido un error. No sé por qué ocurrió, no sé por qué ella permitió que ocurriera. ¡Porque ella permitió que ocurriera! Lo había visto en la Bola de Cristal aquella última vez, y no intentó evitarlo. Sin embargo, se la veía muy feliz durante la fiesta. Tal vez le hubiera rondado la idea y hubiera preferido la celeridad del cuchillo de Harold en su carne.

Pero no pude sentir pena, ni llorar, ni lamentarme; tenía demasiadas cosas que hacer. ¿Dónde estaba Flo? ¿Cómo habría pasado la noche? La primera noche que había pasado fuera de La Casa en toda su vida.

La tarea número uno era telefonear al Servicio de Radiología del Queens y comunicar a quienquiera que estuviese en la lista de guardias a esa hora que yo no iría a trabajar. No di ningún motivo; me limité a disculparme y colgué. Esta vez no tuve que hacerlo por Pappy, que no trabajaba en el Roy al Queens desde Nochebuena. Stockton se avecinaba.

Me vestí y fui a ver si Pappy estaba despierta. Abrí la puerta y comprobé que dormía profundamente, así que volví a cerrar y me encaminé hacia el piso de arriba; no hacia el cuarto del frente, al que todavía no me atrevía a entrar. Exploré las otras habitaciones que había usado la señora Delvecchio Schwartz, tres en total. Un sombrío dormitorio para ella, con las paredes casi tan abarrotadas de libros como las de Pappy. Pero, ¡menudos libros! ¿Habría revelado alguna vez este tesoro a Harold, o acaso pensaba que él no lo habría comprendido?

– Ahora entiendo cómo lo hiciste, vieja bruja-dije, sonriendo. Álbumes de recortes de periódicos con datos sobre la vida de políticos y hombres de negocios, sobre los escándalos en que se habían visto involucrados, sus tragedias, sus flaquezas; algunos databan de treinta años atrás. Los Quién es quién de todos los países de habla inglesa. Anuarios. Expedientes judiciales. Las transcripciones de las sesiones de los Parlamentos, federal y estatal, publicadas por Hansard. Tenía a mano todo lo que creía que le podía ser útil, desde biografías de personajes australianos hasta listados de sociedades, asociaciones e instituciones. Una mina de oro para una adivina.

Fuera del dormitorio había un rincón para Flo, amueblado con una vieja cuna de hierro desarmada hasta dejar el colchón al descubierto y una cajonera: no había una sola imagen de un cachorro, un gatito o un hada, y aparte de los garabatos en las paredes no había el menor indicio de que alguna vez ese sitio estuviera habitado. Parecía más la cuna de un niño muerto en una institución que la habitación de un niño vivo. Temblé de miedo. ¿Por qué había desarmado la cuna de Flo sino sabía que Flo se iría de allí? ¿Acaso era un presagio de que, al no poder seguir viviendo en La Casa, Flo moriría?

Su cocina era un cuchitril en el que resultaba imposible preparar una buena comida. Y todos sus primitivos utensilios estaban deteriorados, abollados, rajados, desportillados.

¿Qué era lo que la había impulsado a no ocuparse de tener lo necesario para llevar una vida cómoda? ¿Qué mujer no se preocupa por su nido?

Decidí bajar, con la sensación de que el misterio se tornaba cada vez más insondable, de que la muerte de la señora Delvecchio Schwartz no era más que la puerta de entrada a un laberinto que se bifurcaba incesantemente.

Pappy ya se había levantado, así que le dije que viniera a mi piso a tomar un café y desayunar. Sí, desayunar. Quedaba mucho por hacer, y teníamos que estar fuertes y sanas.

Jim y Bob pasaron un momento a saludarnos, de camino a su trabajo, y dijeron que podían quedarse en casa si las necesitábamos; las tuve que mandar a paseo. Cuando llegó Toby, pensaba decirle lo mismo pero no atendió a razones: entró muy decidido y se preparó para el combate.

– Hoy me vas a necesitar -dijo, con cierta rigidez, la cara muy pálida, la barbilla levantada, los ojos claros y luminosos.

Como única respuesta, me levanté y lo abracé. Él me apretó contra su cuerpo con fuerza.

– Lamento mucho lo de ayer, pero alguien tenía que hacerlo -dijo.

– Sí, lo sé. Siéntate, tenemos mucho trabajo que hacer.

– Como recuperar su cadáver para el sepelio, buscar un testamento, descubrir dónde tienen a Flo; eso para empezar -dijo.

Pero, al final, entre los tres nos ocupamos de hacer primero lo más urgente. Fuimos al piso de arriba y limpiamos la habitación que daba a la calle.

Toby se ocupó de la policía y descubrió que el cadáver de la señora Delvecchio Schwartz no nos sería entregado hasta que el juez de instrucción no lo hubiese autorizado: hasta dentro de entre una y tres semanas. Luego se fue a buscar a Martin, Lady Richard, o cualquier otra persona que supiese algo acerca de pompas fúnebres, sepelios y todo eso. Qué poco sabemos de esas cosas hasta que nos tocan de cerca; y lo cierto era que a ninguno de nosotros nos había pasado algo así. El padre de Toby murió en el monte, Pappy dijo que el señor Schwartz había muerto cuando ella estaba en Singapur, y mi familia no había perdido a nadie desde antes de mi nacimiento.