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Yo me encargué de telefonear a Protección de Menores, y cuando les expliqué que no era un familiar cercano, y ni siquiera un pariente lejano de la niña, se negaron a darme la menor información acerca de Flo; sólo supe que estaba a buen recaudo en un lugar que no mencionaron.

– ¡Espero que no esté en Yasmar! -dijo Pappy cuando colgué.

Me senté, agotada.

– Dios mío, ¡ni se me había ocurrido pensar en Yasmar!

– Flo tiene cinco años, Harriet; podrían internarla en Yasmar.

Era la institución a la que se enviaba a las niñas sin hogar o con problemas hasta que se decidiera su futuro. Actualmente se la critica acerbamente porque no muestra el menor empeño en separar a las desventuradas víctimas de circunstancias como las que habían afectado a Flo de las niñas extremadamente rebeldes, salvajes y a veces violentas que eran enviadas allí por distintos motivos, desde prostitución hasta asesinato.

Así que llamé a Joe, la Consejera de la Reina, y empecé a preguntarle sobre testamentos y sobre lo que pasaría si no hubiera testamento.

– Si no encuentras un testamento en la casa, ni el nombre de algún abogado que pudiera tenerlo, entrará en escena el Síndico Público. Éste publicará un edicto en los periódicos en el que emplazará a presentarse a quien tenga un testamento, y mientras tanto se hará cargo de administrar la propiedad. Además del testamento, busca escrituras y títulos de propiedad, Harriet, y veré qué puedo hacer -dijo Joe con su voz nítida y clara, una voz que imaginé cómo debía de repicar en el ámbito de un tribunal.

– Espera un momento -me apresuré a decir antes de que colgara-. Averigua el nombre de un bufete de abogados que se especialice en casos de adopción. Tengo el presentimiento de que nosotros no vamos a encontrar un testamento y el Síndico Público tampoco. Así que pediré que me autoricen a adoptar a Flo.

Permaneció un buen rato en silencio y luego suspiró.

– ¿Estás segura de que es eso lo que quieres hacer? -preguntó.

– Absolutamente segura -dije.

Así que me prometió buscar un nombre y colgó.

Después empezamos a buscar un testamento. Klaus apareció de la nada y nos ayudó a abrir y sacudir los libros uno por uno, a hojear los álbumes página por página, a tantear los recortes para asegurarnos de que no hubiera algún papel doblado debajo. Nada, nada de nada. Lo que sí encontramos fue el título de propiedad del 17 de la calle Victoria, que resultó muy enigmático. Allí no se mencionaba el 17c, sólo decía 17.

– ¿Eso significa que es dueña de las cinco casas? -chilló Pappy.

– Seguramente no -dijo Klaus, con la vista fija en el título-. No es una mujer rica.

Debajo de la escalera, tras el tambor de jabón de eucalipto que habíamos usado para fregar la habitación con vistas a la calle, había una gran caja de madera; pero no le habíamos prestado atención, porque dimos por sentado que era una caja de herramientas. No obstante, la desesperación impulsó a Toby a regresar allí a buscarla. La llevó hasta la minúscula encimera de la cocina de la señora Delvecchio Schwartz y la abrió como si de ella pudiera salir desde un vampiro hasta un payaso de papel en forma de acordeón.

Lo que había en la caja era un viejo tapete azul sin usar, un enorme trozo de cristal de alguna piedra color malva claro y transparente, siete vasos de vidrio todavía envueltos en cilindros de cartón, un molde en mármol blanco de una mano y un antebrazo de bebé, y varias docenas de pequeñas libretas de ahorro.

Toby metió una mano en la caja y sacó un puñado de libretas bancarias, las hojeó rápidamente una por una y luego las estudió con expresión de creciente incredulidad.

– ¡Jesús! -exclamó-. Cada una de estas libretas registra depósitos de unas mil libras, la cantidad máxima que uno puede tener en una cuenta de ahorro sin arriesgarse a que nadie le haga preguntas.

En total, contamos más de cien de aquellas libretas, así que no nos pusimos a abrirlas para ver su contenido. ¿Para qué? El resultado habría sido obvio. Había empleado un método simple pero trabajoso. Nunca había usado dos veces el mismo banco, lo que significaba que tenía cuentas en cada una de las sucursales de cada uno de los bancos de Sydney. En el transcurso de los últimos veinte años había tenido que ir a bancos cada vez más lejanos, de modo que llegó a depositar mil libras en sitios como Newcastle, Wollongong y Bathurst. ¿Y qué hacía con Flo cuando viajaba un día entero?

– Bien, sin duda a Flo no le va a faltar de nada -dijo Toby mientras guardaba cuidadosamente las libretas en una caja de cartón vacía que envolvió con papel de estraza y ató con un cordel. Su madre había guardado kilómetros de cordel y de papel de estraza perfectamente alisado y convenientemente plegado.

– A lo mejor Flo no llega a ver nunca un centavo de todo ese dinero ni a ser dueña de La Casa -dije sombríamente-. El gobierno podría terminar quedándose con todo. No hemos encontrado la partida de nacimiento de Flo.

Reanudamos la búsqueda redoblando nuestras energías, pero no encontramos nada. Ni el testamento, ni la partida de nacimiento, ni el nombre de ningún abogado. Tampoco encontramos el acta de matrimonio. Cuando le preguntamos a Pappy, ni siquiera pudo asegurar que Flo fuera realmente hija de la señora Delvecchio Schwartz, pues había pasado dos años en Singapur tratando de encontrar a la familia de su padre. Por otro lado, Pappy había traído a Toby a La Casa cuando regresó de ese viaje, así que él tampoco sabía nada. Fuera cual fuera el rumbo que tomáramos, siempre acabábamos topándonos con un muro infranqueable. Era como si la señora Delvecchio Schwartz hubiera llegado al mundo siendo ya adulta, como si nunca se hubiera casado o hubiera tenido una hija. Nadie imaginaría que pudieran suceder cosas así en estos tiempos, pero lo cierto es que suceden. Y ella era una prueba irrefutable. ¿Cuántas personas existían sin que el gobierno supiera nunca que existen? Tampoco encontramos comprobantes de pagos de impuestos, sólo un pequeño libro de contabilidad en el que constaban las rentas del 17c. No había recibos de pago del servicio de agua corriente, electricidad, gas o comprobantes de pago en concepto de reparaciones.

– Lo pagaba todo en efectivo -comentó Klaus, desanimado.

Lo último que revisamos, y para eso tuvimos que pasar por la habitación con vistas a la calle, fue el pequeño armario que estaba en el balcón, donde ella guardaba la Bola de Cristal, los naipes de tarot y las cartas astrales. Eso era todo lo que había allí, nada más. Hojeamos las cartas astrales, inspeccionamos cada horóscopo, dándole la vuelta y mirándolo al trasluz, y hasta desarmamos el mazo de tarot para mirar los naipes uno por uno. No había ninguna partida de nacimiento, ningún testamento, nada.

– Dejémoslo todo en su sitio -dije yo, con un suspiro.

Pero Pappy me detuvo bruscamente tomándome del brazo.

– ¡No, Harriet, no! ¡No hagas eso! Llévatelo y escóndelo en tu piso.

La miré como si se hubiera vuelto loca.

– ¡No puedo hacer eso! -dije-. Estas cosas eran suyas, son parte de sus pertenencias personales. La Bola de Cristal es inmensamente valiosa. Me dijo que si la vendiera podría comprar el Hotel Australia.

Toby comprendió lo que yo no.

– Pappy tiene razón, llévate todo esto.

Me volví a negar, y él gruñó, enfadado por mi estupidez.

– ¡No seas tonta, Harriet! ¡Piensa un poco! Lo más probable es que los primeros que inspeccionen estas habitaciones sean los de Protección de Menores… ¿Qué crees que dirán cuando encuentren estas cosas? Sobre todo habiendo tantas libretas de ahorros. Si quieres adoptar a Flo, su vida, ¡y la vida de su madre!, debe parecer lo más común y rutinaria posible. No podemos evitar que vean a su madre como una excéntrica, pero por el amor de Dios, Harriet, ¡no les des argumentos como éste!

Guardamos toda la parafernalia ocultista en otra caja de cartón y bajamos la escalera al galope hasta llegar a mi piso, aterrados con sólo pensar que el timbre podría sonar de un momento a otro.