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Pero no sonó hasta las cinco en punto, lo cual nos pareció una hora intempestiva para que se presentaran los de Protección de Menores. Dejé a Klaus atareado en mi cocina preparándonos la comida y salí a abrir: ayer habíamos cerrado con llave el portal y desde entonces lo manteníamos así.

El que esperaba en la galería era Duncan Forsythe.

– No entraré -dijo-. Mi esposa me está esperando en el coche.

Se veía aún peor que en el casamiento de Chris Hamilton: delgado y encorvado, como derrotado. El matiz rojo había desaparecido prácticamente de su pelo; y los abundantes mechones de canas se alternaban con otros más bien grisáceos, lo cual resultaba muy llamativo. Sus ojos trasuntaban un enorme cansancio, pero me miró con tanto amor que el corazón se me encogió.

Vi que a sus espaldas había un Jaguar esperándolo en nuestro callejón sin salida, con el morro apuntando al bordillo de la acera para que la «señora» pudiera observar todo cuanto ocurría en la galería del 17c. No quería correr ningún riesgo, la «señora».

– Tu esposa recibió una carta escrita en papel del caro con una elegante caligrafía -dije-. Decía que estabas atrapado en las garras de una prostituta, una vulgar mujerzuela indigna de vivir en este mundo, y que tampoco será bienvenida en el otro. Las fechas que mencionaba eran incorrectas, y daba a entender que todavía seguíamos viéndonos.

– Sí, eso es -dijo él, sin sorprenderse-. Llegó con el correo de esta mañana.

– Tu casa está bastante lejos -dije yo-. La que recibió mi padre llegó a Bronte el día de Fin de Año.

Aquello sí que lo afectó: respiró profundamente.

– ¡Oh, Harriet, querida! ¡Lo siento tanto…!

¡Ay, cuántas cosas han pasado! Me parecía estar mirándolo a través de una telaraña tejida con hilos de dolor y preocupación que no había sentido hasta que lo vi allí; y sin embargo ninguno de esos hilos era de un dolor que le perteneciera a él, en tanto que los de la preocupación corrían por su cuenta. Me sentía en otro mundo y, al mirarlo, me pregunté si alguna vez podría regresar a lo que había sido nuestro mundo. Antes del asesinato. Antes de que se llevaran a mi pequeño ángel.

Así que le hablé con serenidad.

– Pues bien, Duncan, si te sirve de consuelo, no habrá más cartas como ésas. Fue Harold quien las escribió, y Harold ha muerto. Lo que todavía no sé es si la Hermana Agatha también ha recibido una.

– Me temo que sí. Me telefoneó esta mañana.

Me encogí de hombros.

– Eso sí que son malas noticias. ¿Qué puede hacer? ¿Despedirme? No, en estos tiempos no puede hacer algo así. Lo peor que podría hacer sería trasladarme a la sección de tórax, pero no creo que sea tan estúpida. Trabajo demasiado bien para que me desperdicie en la rutina de los tórax.

Por su manera de mirarme, parecía que fuera tan diferente de la anterior Harriet Purcell como yo misma lo sentía. Le palmeé un brazo, asegurándome de que la «señora» pudiera verme.

– Duncan, no tenías que haber venido a verme, de verdad. Estoy bien.

– Cathy insistió -dijo él. Se le veía atormentado-. Me pidió que te dijera que pasará por alto nuestra aventura y nos apoyará a los dos negándola ante cualquiera que tenga alguna de esas cartas.

¡Caray, qué desfachatada es esta mujer! Mi indiferencia se desvaneció: sentí que una oleada de cólera me invadía. ¡Cómo se atrevía a tratarlo con condescendencia! ¡Cómo se atrevía a tratarme a mí con condescendencia! ¡Como si su visto bueno bastara para hacer que cualquier cosa se volviera insignificante!

– Un gesto de grandeza por su parte -dije-. Un gesto de extraordinaria grandeza. -¡Gruñe, ruge, aulla, muestra las garras!

– Le he dado mi palabra de que jamás volveré a hablar contigo.

Eso fue el colmo. Aparté a Duncan de un topetazo y me dirigí hacia el coche a grandes zancadas, agarré la manija de la portezuela del acompañante y la abrí antes de que la «señora» encontrara el seguro. Me metí en el coche, sujeté con la mano la hombrera de su modelo de alta costura francesa y de un tirón la obligué a bajar a la acera. Luego la arrinconé contra la verja del 17c y la miré desde arriba. ¿Por qué los hombres altos siempre se casan con mujeres debiluchas y enclenques? ¡Estaba aterrada! Ni se le había ocurrido que al forzar a Duncan a venir aquí con ella como guardaespaldas se iba a encontrar con Jesse James.

– ¡Escúcheme bien! -gruñí, acercando mi cara a la suya-. ¡No se entrometa en mi vida! ¡Cómo se atreve a tratarme con condescendencia! Si hubiera cumplido con su deber y hubiera follado alguna que otra vez con él, él no se habría desviado del buen camino. Lo único que usted quiere es asegurarse un futuro, pero no paga sus deudas. Yo sí, ¡y tengo una deuda con su marido por ser un hombre decente y un amante maravilloso! Él no tiene la culpa de que usted le haya cortado los cojones, así que déjelo en paz, ¿me oye?

No dejaba de engullir, con la cara enrojecida y los ojos a punto de salírsele de las órbitas; y a esas alturas, Madama Tocata, que estaba asomada al balcón del 17b, y Madama Fuga y Castidad desde el del 17a, me alentaban calurosamente.

Duncan se había acercado, pero no para rescatar a su esposa. Se apoyó en la verja, cruzó un pie por encima del otro, cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió.

– ¡Y no se meta en lo que no le importa, perra estúpida! -grité mientras la arrastraba hasta el coche-. Si quiere llegar a ser algún día lady Forsythe, cierre la boca y cargue conmigo como carga con su Balenciaga, ¡percha esquelética y esmirriada! -Y la metí en el coche de un empujón.

Duncan se desternillaba de risa, mientras la «señora» se acurrucaba en el asiento del acompañante y lloraba sobre su pañuelo de encaje.

– Fuera de combate en el primer asalto -dijo, enjugándose los ojos con su pañuelo-. ¡Dios, cómo te quiero!

– Y yo a ti -dije, acariciándole la cara-. No sé por qué, pero te amo. Tienes mucha fuerza y mucho coraje, Duncan; es necesario tenerlos para lidiar con la vida y la muerte, las mutilaciones y la enfermedad. Pero en tus relaciones personales eres un cobarde. Sé tú mismo, olvídate de lo que piensen los demás. Ahora lleva a la «señora» a casa.

– ¿Puedo volver a verte? -preguntó, como si de pronto volviera a ser el mismo de aquella noche en que entramos de la calle Victoria, radiantes por dentro, chisporroteando de vida.

– No, ahora no, y sólo Dios sabe hasta cuándo será así -dije-. Harold mató a la señora Delvecchio Schwartz el día de Año Nuevo y luego se suicidó. Y no quiero meterme en líos porque voy a pedir a Flo en adopción.

Claro que se horrorizó, se escandalizó, y se mostró sinceramente dispuesto a ayudar; pero vi que no comprendía por qué quería adoptar a Flo. No importa. Todavía me quiere, y eso es un enorme consuelo para mí.

Martes, 3 de enero de 1961

Hoy fui a trabajar. Por muy valiente que me haya mostrado con Duncan, no puedo permitirme el lujo de perder mi empleo. Si pudiera contratar alguna alma solidaria para que cuide de Flo mientras trabajo, entre lo que ahorro de mi salario y el alquiler de La Casa, deberíamos poder vivir las dos, ¡qué mundo tan terrible!, respetablemente aunque sin ninguna clase de lujos. Con cinco años, ya está en edad de ir a la escuela, pero ¿qué escuela la aceptaría? Tendría que buscarle una escuela especial, y lo cierto es que nunca supe de ninguna en todo el Estado. Además, ¿cómo sobreviviría Flo en una escuela especial, rodeada de niños retrasados mentales o espásticos? A ella no le pasa nada malo, pero es como esas plantas que se cierran cuando uno toca sus hojas. Sí, hay un Centro Espástico de Mosman que tiene una reputación estupenda, ahora bien ¿admitirían a Flo? No es espástica, sólo muda.

Todo eran preguntas para el futuro, para cuando me concedan la adopción de Flo. Mientras tanto, tenía que conservar mi empleo y la paga, equivalente a la de un hombre, y ahorrar tanto como me fuera posible. Si el Síndico Público no coopera, ¿y qué institución pública lo hace?, podría ocurrir que ni siquiera nos permitieran seguir viviendo en el 17c, por no hablar de cobrar el alquiler. Al fin y al cabo no he encontrado la partida de nacimiento ni el acta de matrimonio. Su madre la tuvo en el lavabo, no en una sala de hospital.