De nada sirve especular. Lo único que puedo hacer es esperar.
A las nueve en punto de la mañana la Hermana Agatha envió a una técnica para reemplazarme y me llamó para regañarme. Grave, muy grave.
– ¿Se da usted cuenta de la magnitud de los inconvenientes que provocó ayer, señorita Purcell? -preguntó la Hermana Agatha-. Telefonea a las seis menos diez de la mañana, ¡diez minutos antes de la hora a la que debe tomar su puesto!, para decir que no vendrá. ¿Y da alguna explicación? No, ninguna. Y cuelga el teléfono sin siquiera escuchar a la señorita Barker.
Me quedé mirando sus fríos ojos azules y observando el extraño espectáculo de la exasperada Hermana Agatha, que saltaba de la silla sin parar como si el asiento estuviera congelado; aunque por más que lo intenté no pude unir ambas visiones. Por supuesto, también estaba el hecho de que había recibido una de las cartas de Harold, lo cual no me iba a ayudar. Pero se me ocurrió una idea. Sabía perfectamente bien que si le hablaba de la señora Delvecchio Schwartz, de Harold y Flo, lo único que conseguiría sería ponerla más en contra de mí, porque las mujeres respetables no se involucraban en asesinatos y menos en sus consecuencias.
– Lo siento mucho, Hermana Toppingham -dije-, pero ayer por la mañana estaba demasiado alterada para pensar con lógica. Este es un tema delicado, aunque usted debe saber de qué se trata. -Sigue bordando, Harriet, y miente cuando tengas que hacerlo. Flo vale un millón de mentiras-. Mi padre recibió una carta anónima en la que se me acusaba de tener un amorío con el señor Duncan Forsythe. Un disparate, por supuesto. Espero que comprenda que eso me arruinó el día. Mi padre me exigió que fuera a casa, y tuve que acudir.
– Ummm -dijo ella, e hizo una pausa-. ¿Y logró aclarar este asunto tan grave, señorita Purcell?
– Sí, Hermana, finalmente lo aclaré con la ayuda de la esposa del señor Duncan Forsythe.
¡Perro viejo! No tenía la menor intención de decirme que ya estaba al corriente. En cualquier caso, mencionar a la «señora» funcionó.
– Acepto sus disculpas, señorita Purcell. Puede marcharse.
Me quedé.
– Hermana, esta horrorosa historia ha producido una lamentable consecuencia. Umm, parece que habrá una investigación judicial, así que es posible que durante las próximas semanas algunas tardes tenga que abandonar mi puesto antes de mi horario oficial de salida. Le aseguro que me esforzaré por conseguir que me citen para lo más tarde posible, pero tendré que salir con tiempo para estar dondequiera que sea.
Eso no le gustó, pero lo entendió. A ningún jefe de servicio de un hospital le hace gracia que le recuerden que sus subordinados trabajan muchas más horas de las que se les pagan.
– Puede cumplir con esas citaciones, señorita Purcell, siempre que me avise con tiempo los días de mayor movimiento.
– Sí, Hermana; gracias, Hermana -dije, y salí a escape de allí.
Pensándolo bien, la cosa no me salió tan mal. Oh, ¿por qué el Royal Queens no es uno de esos hospitales como el Vinnie y el Royal Prince Alfred, también conocido como R.P.A, que nunca tienen un fin de semana tranquilo? Si me tocara trabajar los fines de semana, tendría días enteros durante la semana para hacer todo lo que tengo pendiente. Entre Ryde y Queens, se ve que no había escogido muy bien mis lugares de trabajo.
Jueves, 5 de enero de 1961
Joe, la Consejera de la Reina, me ha dado el nombre de un bufete de abogados especializado en menores. Partington, Pilkington, Purblind y Hush, en la calle Bridge. Como salido de una novela de Charles Dickens; aunque ella me asegura que hay montañas de bufetes con nombres dickensianos, porque forma parte de la tradición legal y la mayor parte de los socios que aparecen en el nombre de un bufete, si es que alguna vez existieron, murieron hace cientos de años. Elegí al señor Purblind, pero tengo una cita con el señor Hush el lunes próximo a las cuatro.
Todavía no he conseguido nada de los de Protección de Menores: siguen negándose a decirme dónde está Flo. Está bien, está contenta, está esto y aquello; pero no me dicen si está en Yasmar. La pesquisa sobre Harold y la señora Delvecchio Schwartz se ha fijado para el miércoles de la semana próxima, así que tendré que pensar en una brillante excusa para justificar que necesito tener todo el día libre en el trabajo. Todos los que vivimos en La Casa estamos obligados a presentarnos y a responder las preguntas que nos quieran hacer, aunque Norm me dice que los muchachos de uniforme no han encontrado rastros de Chikker y Marge, del piso de la planta baja con vistas a la calle. Teóricamente, han huido a algún otro estado, lo cual significa que podrían no haber estado involucradas en el negocio de la prostitución, aunque quizá sí en alguna otra cosa rara. El problema es que como no hay huellas digitales, nadie sabe exactamente quiénes son. Ladrones de banco, tal vez. Yo creo que no son más que personas de vida sórdida que no confían en la policía.
Algo muy extraño pasó anoche hacia las tres y diez de la madrugada. Estábamos todos, y todos dormíamos. Un ruido me despertó: unos pesados pasos que resonaban en el vestíbulo, como si vinieran desde el piso de arriba, y que se asemejaban a los de la señora Delvecchio Schwartz cuando emprendía sus inspecciones a esas horas. ¡Nadie más camina así! Hasta La Casa, parte de una hilera de antiguas y sólidas edificaciones victorianas, solía temblar cuando ella la recorría. Pero la señora Delvecchio Schwartz está muerta, yo la vi muerta, y sé que en estos momentos la pobre mujer yace en un depósito en la morgue. ¡Sin embargo, estaba caminando allá arriba! Luego me llegó el ruido sordo de su risa, su inconfundible jo, jo, jo. Fue la primera vez en mi vida que se me pusieron los pelos de punta.
Al poco rato estaban todos apiñados ante mi puerta. Klaus estaba fuera de sí, lloraba y gemía lastimeramente, igual que Bob. Jim trataba de sobreponerse, y Toby estaba blanco como la cera. Lo mismo que yo, algo que no nos suele pasar a las personas de piel oscura.
Los hice pasar y traté de que se acomodaran en las sillas y sillones, pero no pudieron quedarse quietos: iban de un lado a otro, saltaban, temblaban. Yo también.
La única persona sensata del grupo, la única que no tenía miedo, era Pappy.
– Está aquí, con nosotros -dijo, con un brillo en los ojos-. Yo sabía que nunca abandonaría La Casa.
– ¡Tonterías! -dijo Toby bruscamente.
– No; sea lo que fuere, es real -dije yo-. Todos estábamos profundamente dormidos, y esto nos despertó.
Puse el agua al fuego, preparé un poco de té y agregué un chorro de brandy a cada una de las tazas. Mi promesa de no volver a probarlo nunca más era vulnerable a la señora Delvecchio Schwartz.
De pronto, Pappy hizo estallar su bomba. Nuestra experiencia nocturna le había provocado una alegría que yo no le había visto expresar desde sus días felices con Ezra. Estaba radiante.
– No voy a ir a Stockton -dijo.
Todos la miramos, interrogantes.
– Después de morir -dijo en voz baja-, la señora Delvecchio Schwartz se me apareció. No fue un sueño, porque en esos momentos yo estaba leyendo. Me dijo que no podía irme de La Casa. Así que fui a ver a las hermanas del Vinnie, y les pregunté si podía formarme como enfermera allí y seguir viviendo aquí. Las monjas son tan buenas…, tan comprensivas… Decidieron que a mi edad y con mi experiencia en distintos hospitales, sería mejor enfermera si viviera fuera de allí que dentro. Empezaré en Vinnie con la próxima promoción de aprendizas de enfermeras, a finales de este mes.