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– ¡Así se habla, princesa! -bramó la señora Delvecchio Schwartz mientras sacaba el pezón de la boca de Flo y se ponía torpemente en pie.

Cuando miré a Flo, comprendí por qué había dicho que sí. Fue Flo quien puso aquella palabra en mi boca. Flo me quería allí, y yo estaba dispuesta a hacer sus deseos realidad. La pequeña se acercó a mí y me abrazó las piernas, sonriéndome con sus labios lechosos.

– ¿Has observado eso? -exclamó la señora Delvecchio Schwartz, sonriendo a Pappy-. Deberías sentirte honrada, Harriet. No no suele acercarse a la gente, ¿no es así, angelito?

Así que aquí estoy, tratando de apuntarlo todo antes de que se me borre de la mente, preguntándome cómo diablos voy a decirle a mi familia que muy pronto me voy a mudar a Kings Cross, hogar de alcohólicos, prostitutas, homosexuales, artistas satánicos, esnifadores de pegamento, fumadores de hachís y Dios sabe cuántas cosas más. Pero lo que vi en medio de la lluviosa oscuridad me gustó, y Flo quiere que yo viva en La Casa.

Le había explicado a Pappy que a lo mejor podría decir que La Casa estaba en Potts Point y no en Kings Cross; pero Pappy me respondió con una carcajada.

– Potts Point es un eufemismo, Harriet -dijo-. Potts Point es propiedad exclusiva de la Marina australiana.

El deseo de esta noche: Que a mis padres no les dé un patatús.

Domingo, 10 de enero de 1960

Todavía no se lo he dicho. Sigo armándome de valor. Anoche, cuando me fui a la cama -la abuela roncaba como nunca-, estaba segura de que hoy por la mañana cuando me despertara cambiaría de opinión. Pero no fue así. Lo primero que vi fue a la abuela en cuclillas sobre su bacinilla, y el corazón se me endureció. ¡Qué buena es esa frase! Hasta que comencé a escribir esto no me di cuenta de que usaba toda clase de buenas frases tomadas de mis lecturas. No aparecen en la conversación, y sí al enfrentarme con el papel. Aunque esto empezó hace unos pocos días, ya llevo bastantes hojas de una libreta gruesa, y creo que me he vuelto bastante adicta. Puede que sea porque nunca me puedo parar a pensar y siempre tengo que estar haciendo algo; pero ahora estoy matando dos pájaros de un tiro. Puedo pensar en lo que me está pasando y al mismo tiempo estoy haciendo algo. Se adquiere cierta disciplina escribiendo estas cosas, ahora lo comprendo. Es como con mi trabajo: le presto toda mi atención porque lo disfruto.

No me he decidido del todo con respecto a la señora Delvecchio Schwartz, aunque ella me cae muy bien. Me recuerda a algunos de mis pacientes más entrañables, aquellos que permanecen en mi memoria desde que hago radiografías, y que probablemente se queden allí durante el resto de mi vida. Como aquel querido viejo del Hospital Estatal de Lidcombe que no se cansaba de doblar meticulosamente su manta. Cuando le pregunté qué estaba haciendo, me dijo que estaba plegando la vela, y luego, cuando me quedé a conversar con él, me contó que había sido contramaestre en un velero, uno de los clíperes que solían hacer el trayecto a Inglaterra cargados de trigo hasta los topes. Son sus palabras, no las mías. Aprendí mucho de el. Después supe que iba a morirse pronto y que todas aquellas experiencias morirían con él, porque jamás las había registrado por escrito. Bueno, Kings Cross no es un velero, y yo no soy una marinera, pero si escribo sobre todo lo que me pasa, quizás alguien, dentro de mucho tiempo, lea estas anotaciones y vea la clase de vida que llevé allí; porque tengo la extraña sensación de que no será como la vida suburbana convencional y aburrida en la que estaba inmersa el día de Año Nuevo. Me siento como una serpiente que está mudando la piel.

El deseo de esta noche: Que a mis padres no les dé un patatús.

Viernes, 15 de enero de 1960

Todavía no se lo he contado, pero lo haré mañana por la noche. Cuando le pregunté a mamá si David podía venir a comer bistec con patatas fritas a casa, contestó que sí; se me ocurre que lo mejor es darles el hachazo a todos a un tiempo. Tal vez así David se haga a la idea antes de poder estar a solas conmigo para fastidiarme e intimidarme para que renuncie a ella. ¡Me aterran sus peroratas! Pero Pappy tiene razón: va a resultar más fácil deshacerme de David si me voy de casa. Ese pensamiento me ha alentado a seguir timoneando mi barca rumbo a Cross, como lo llaman los lugareños. Hasta amarrar en Cross, para ser más precisa.

Hoy, en el trabajo, vi a un hombre en la rampa que va del lector de radiología a Chichester House, el elegante edificio de obra vista de la residencia que acoge a los pacientes privados, los verdaderos privilegiados del hospital. Una habitación y un cuarto de baño para cada uno, en lugar de una cama entre veinte alineadas a cada lado de un pabellón terriblemente enorme. Debe de ser muy bonito no tener que escuchar, acostado y sin poder moverse, cómo la mitad de los pacientes vomitan, escupen, tosen o desvarían. Aunque sin duda escuchar cómo la mitad de los pacientes vomitan, escupen, tosen o desvarían es un incentivo extraordinario para mejorarse y salir de allí.

El hombre. La Hermana Agatha se me acercó cuando terminaba de colgar unas placas en el compartimento de secado. Hasta ahora nunca he cometido errores con mis placas, lo que impresiona a mis aprendizas y las impulsa a obedecerme ciegamente.

– Señorita Purcell, lleve esto a Chichester Tres para el señor Nasecby-Morton -dijo la hermana, agitando un sobre con radiografías.

Percibiendo su malestar, agarre el sobre y salí a la carrera. Pappy habría sido la primera en su lista de mensajeros, lo cual significaba que la Hermana Agatha no había podido encontrarla. También es posible que estuviese ocupada con un bote lleno de vómitos o vaciando una cuña. Pero eso no era asunto mío, así que salí pitando hacia el sector privado del hospital como si fuera la aprendiza más novata. ¡Chichester House sí que es un sitio con estilo! Los suelos de caucho brillan tanto que se pueden ver reflejadas en ellos las bragas rosas de la hermana de Chichester Tres, y cualquiera podría abrir un puesto de florista aprovechando las flores que se amontonan en los pasillos, exhibidas en costosos pedestales. Todo estaba tan silencioso, que cuando salvé el último escalón del nivel correspondiente al tercer piso de Chichester, seis personas diferentes me fulminaron con la mirada llevándose los dedos a los labios. ¡Shhh! ¡Ohhh! De manera que adopté una actitud más que recatada, entregué las placas y me retiré de puntillas como si fuera Margot Fonteyn.

Cuando bajaba por la rampa vi que un grupo de doctores se acercaba: un jefe de servicio y sus subordinados. No se pasa un día en un hospital sin que uno se entere de que un jefe de servicio es Dios; sólo que el Dios del Royal Queens es muy superior al del Hospital Ryde. Aquí visten uniformes azul marino de raya diplomática o trajes grises de franela, corbatas de la vieja escuela, camisas con puños franceses de botones dorados, discretos pero consistentes, y zapatos marrones de ante o negros de cabritilla y suela delgada.

Este ejemplar llevaba un traje de franela gris y zapatos marrones de ante. Lo acompañaban dos jefes de admisiones (con largas batas blancas), sus médicos residentes de primer año y mayores (con traje y zapatos blancos) y seis estudiantes de medicina (con batas blancas cortas) que exhiben ostentosamente sus estetoscopios y sostienen en sus manos, de uñas mordidas, placas radiográficas o gradillas con tubos de ensayo. Sí, una versión muy distinguida de Dios, con tanta gente pendiente de él y de su favor. Eso fue lo que me llamó la atención. No es que las radiografías rutinarias de tórax lo pongan a uno en contacto con Dios, por eso aquella situación despertó mi curiosidad. Mientras él hablaba muy animadamente con uno de los jefes de admisiones, tenía su delicada cabeza echada hacia atrás; y creo que yo tuve que aminorar el paso y cerrar la boca, que últimamente tiende a papar moscas. ¡Oh! ¡Que hombre tan encantador! Muy alto, ancho de espaldas, sin barriga. Un espeso pelo caoba ondeado y con sendos mechones blancos como la nieve a la altura de las sienes, la piel apenas moteada de pecas, y rasgos que parecían cincelados por un escultor; en fin, sí, era un hombre encantador. Hablaban de osteomalacia, así que deduje que era ortopeda. Ocupaban casi toda la rampa, y cuando pasé junto a ellos noté que un par de ojos verdes me observaban atentamente. ¡Uf! Mi corazón se detuvo por segunda vez en una semana, aunque lo que sentí no fue una oleada de amor como la que me había provocado Flo. Fue más bien una suerte de atracción que me dejó sin aliento. Me temblaron las piernas.