Ella le devolvió la sonrisa, pero cautelosa y con la indecisión que ya se había convertido en algo muy familiar. —No conozco los pasos. —¡Tampoco yo! Pero nos apañaremos, ¿eh? —Bueno... —Su mirada violeta se desvió a un lado—. Este no, Vinar, quizá más tarde.
—Muy bien, lo que tú quieras. —Disimuló su decepción—. Será mejor escuchar la música un rato, ¿no te parece? Veremos si estos músicos son buenos.
Ella asintió, al parecer aliviada de que él no fuera a insistir, y Vinar volvió a llenar sus copas mientras se arrellanaban para contemplar el espectáculo. El baile era sencillo y agotador, los músicos alegres y competentes aunque nada excepcional, y cuando la primera interpretación finalizó se escucharon gritos en demanda de viejas tonadas favoritas. La improvisada banda no dudó en complacer a su público e interpretó con ritmo El secreto del cornudo, Arando el surco y varias otras cuyos nombres Vinar no captó; luego la multitud exigió a voz en grito Cerdos en el huerto, una frenética giga en la que cada compás finalizaba con dos filas de bailarines que se dejaban caer a cuatro patas entre gruñidos, bufidos y chillidos mientras fingían olfatear manzanas caídas de los árboles. Vinar, que jamás había presenciado tal danza, se desternillaba de risa, y con otro vaso más de sidra en su interior también Índigo reía a carcajadas. Cuando la hilaridad general dio paso finalmente a una salva de aplausos, Vinar se puso en pie y agarró a Índigo de la mano. —Eso es absurdo —declaró con energía—; no puedo quedarme aquí sentado mirando... ¡Tengo que bailar, y tú conmigo!
Desde lo alto de la carreta, el que pregonaba las canciones anunciaba en aquellos momentos El capricho de la hermosa doncella, en la que las mujeres escogían y cambiaban de pareja y ningún hombre se atrevía a discutir su elección. Mientras Índigo empezaba a ponerse en pie de mala gana, una muchacha de negros cabellos y ojos seductores, que llevaba rato observando a Vinar, se deslizó hasta la mesa que ocupaban y extendió los brazos.
—¡Te elijo a ti!
Dedicó a Índigo una mueca traviesa para demostrar que no existía malicia en su petición. Vinar vaciló, pero Índigo sonreía ya a la muchacha y volvía a ocupar su asiento, dejándolo sin demasiada elección. La jovencita tiró de él hasta el grupo de bailarines, y mientras se iniciaba la música Índigo se dedicó a contemplarlos. Resultaban una pareja desigual; Vinar se elevaba por encima del menudo cuerpecillo de la muchacha, y desde luego no era el mejor de los bailarines. Pero en una ocasión como ésta a nadie le preocupaba la elegancia ni la exactitud del paso; la diversión era todo lo que importaba. La música era muy alegre e Índigo seguía el ritmo con el pie, los dedos de una mano tableteando inconscientemente sobre la rodilla al ritmo de la música. No debería haber enturbiado el buen humor de Vinar con su renuencia a bailar, pensó; era cruel e injusta ya que él no quería más que hacerla feliz. Cuando terminara este baile lo compensaría. Se uniría a él de buena gana y bailaría toda la noche si era eso lo que él quería. Era tan buena persona, tan cariñoso y solícito... Por centésima vez deseó angustiada poder despertar otra vez los sentimientos que creía haber tenido por él. Le gustaba, lo respetaba, sentía aprecio por él... pero sus emociones eran como las que tendría por un hermano, no por un novio y futuro esposo. Vinar lo comprendía, había dicho, y había prometido a la muchacha que las cosas cambiarían con el tiempo. Pero Índigo aún no estaba convencida. Si tan sólo pudiera recordar algo...
Y entonces, por un instante, así fue.
La melodía de la danza carecía de palabras, pero de improviso unas palabras aparecieron en su cabeza, encajaron con tal facilidad en la melodía y ritmo de la música que estuvo a punto de entonarlas en voz alta.
«¡Todos a una bailad y cantad; esta alegre danza con nosotros bailad!»
No, se dijo, no era exactamente así. La melodía no era ésta, y las palabras... No era «todos a una» sino un nombre, el nombre de alguien. Fe..., pero no le venía a la cabeza. Fen...
—¡Ahhhh!
Índigo dio una violenta sacudida cuando por un fugaz instante el nombre vino a su memoria, pasó por su mente como un relámpago, y se desvaneció. Con el codo volcó su jarra, y el licor de manzana se derramó por la mesa, salpicándola a ella y vertiéndose sobre un anciano sentado en el banco junto a ella.
—Lo siento... oh, lo siento mucho. Sus ropas... —Sobresaltada y temblorosa, Índigo tartamudeó mientras intentaba disculparse.
—No es nada que no se vaya a secar —le aseguró el anciano; luego le dedicó una astuta mirada llena de curiosidad—. ¿Estás bien, chica?
—Sí, sí, gracias, yo... Algo debe de haberme sobresaltado...
—Un tábano, seguro —opinó sabiamente otro abuelo también sentado en el banco—. Una auténtica lata en esta época del año. Me han picado más veces de las que puedo contar, ¡y algunos en lugares que no me atrevería a mostrar ni a mi vieja! —Sonrió de oreja a oreja, mostrando tres dientes amarillentos en unas encías arrugadas.
Se escucharon nuevas risas y los reiterados intentos de Índigo por disculparse fueron desechados con una sonrisa. Jansa salió al exterior con un paño para secar el líquido derramado, e Índigo pidió una nueva jarra para compartirla. El incidente había mitigado su sobresalto, cosa que agradeció, pero también había relegado el momentáneo atisbo de un recuerdo a su escondite y por mucho que ahora lo intentaba no conseguía recordar el nombre que había estado a punto de venir a ella. Desconcertada y sintiéndose un poco mareada, empujó a un lado sus pensamientos y se obligó a concentrarse en cuestiones más inmediatas. El capricho de la hermosa doncella tocaba a su fin; Vinar hizo una reverencia a su pareja y, dándose la vuelta, se abrió paso decidido por entre la multitud en dirección al banco mientras la banda iniciaba los acordes de Verdes, verdes son los sauces. Con los brazos en jarras se plantó frente a Índigo, y dijo con una amplia sonrisa:
—Vamos. No me interesan otras muchachas. ¡O bailo con mi Índigo, o no bailo con nadie!
Índigo se puso en pie. Querido Vinar. Aprendería a quererlo. Aprendería.
Le dedicó la sonrisa más radiante que jamás le había dedicado y permitió que la condujera hasta los otros bailarines.
Era casi medianoche cuando los últimos intransigentes admitieron finalmente su derrota y permitieron que los exhaustos músicos descansaran. Pero los festejos de la noche no habían terminado ni mucho menos. Daba la impresión de que todos los presentes en la plaza habían llevado consigo bolsas o cestas de comida, y pronto todos compartían pan, queso, fruta, pasteles y empanadas, mientras Rogan Kendarson y su hijo mayor sacaban rodando un nuevo barril de cerveza y anunciaban que todos podían servirse a su gusto. Finalizado el improvisado festín, unos cuantos juerguistas se marcharon y unos cuantos más se quedaron dormidos allí donde estaban, pero los restantes, fortalecidos y sin ganas de irse aún a la cama, exigieron más música y canciones que cantar. Esto era lo que Vinar había estado esperando, y su pulso se aceleró cuando vio cómo varios músicos nuevos se acercaban a la carreta-escenario, entre ellos un hombre joven con una pequeña arpa de regazo bajo el brazo.
—Eh, Índigo. —Le dio un codazo—. Mira. Rogan me dijo que tenían un arpista. Apuesto a que no es ni la mitad de bueno que tú.
Algo achispada después de tanto bailar y tanta comida, Índigo atisbo con los ojos entrecerrados y sonrió.
—¡No soñaría en tomar tu dinero!
Él no había dejado de repetirle una y otra vez que ella había tocado para la tripulación a bordo del barco, pero sus alabanzas eran tan desorbitadas que la joven estaba segura de que exageraba. De todos modos, flexionó los dedos como tañendo cuerdas invisibles. ¿Existía un reflejo en sus manos, un talento que no se había evaporado junto con sus otros recuerdos? Sus dedos mostraban antiguos callos que sugerían que había tocado a menudo, pero había perdido el arpa y —como le sucedía con tantas otras cosas— sólo tenía la palabra de Vinar de que había sido una intérprete competente; más aún: con talento.