Regresó a la casa cojeando fatigosamente y una vez en su interior cerró la puerta a su espalda, cerrando el paso a la noche. Grimya era una figura oscura e inmóvil en la débil luz de los rescoldos de la chimenea. La loba roncaba con suavidad.
El reconstituyente se encontraba en una pequeña taza con tapa junto al fuego y estaba todavía caliente. Niahrin lo bebió y luego se acurrucó en el suelo junto al fuego, frotándose los antebrazos con energía y estremeciéndose mientras las ascuas del fuego empezaban a calentarle el cuerpo, helado por el aire nocturno. Durante un rato evitó volver la cabeza para mirar la cortina que ocultaba la atrancada puerta interior, pero al cabo, sabiendo que debía enfrentarse a ello una vez más antes de que todo quedara finalizado, se enderezó y avanzó de mala gana pero con decisión hacia ella. Había dejado preparada otra vela; tras encenderla apartó a un lado la cortina, levantó la tranca y penetró silenciosamente en la habitación situada al otro lado.
Las sombras danzaron ante sus ojos, resbalando sobre la pared desnuda. La estancia resultaba anormalmente fría y a Niahrin le pareció oír un leve sonido entre cántico y zumbido, como de un lejano enjambre de insectos. El telar estaba inmóvil y silencioso, una oscura silueta en la oscuridad; pero, donde antes no había habido más que su desnudo esqueleto, aparecía ahora una borrosa confusión de colores en su bastidor.
Niahrin aspiró con fuerza para calmar su tembloroso corazón y, sosteniendo la vela bien alta, avanzó. Por un momento, mientras bajaba la mirada, recuerdos terribles la asaltaron: lanzaderas que volaban, el telar que crujía y se balanceaba como si se tratara de una jaula en cuyo interior un animal terrible se revolviera y pugnara por escapar, sus propias manos anudando y tejiendo, sus pies una mancha borrosa sobre los pedales mientras su ojo lisiado miraba febrilmente al vacío y las imágenes se precipitaban y amontonaban sobre ella y le chillaban. Y durante todo aquel tiempo no había dejado de rezar, de gritar en voz alta a la Madre Tierra para que la protegiera de la enormidad del poder que había invocado, le concediera la capacidad de comprender y, por encima de todo, protegiera su cordura.
Todo había terminado de forma muy brusca. No sabía qué era lo que había creado; nunca lo sabía, pues jamás era capaz de mirar hasta más tarde, cuando los terribles efectos secundarios se desvanecían y su mente y cuerpo volvían a estar bajo control. La habitación pareció girar a su alrededor, toda coordinación desapareció, y sintió los primeros espasmos en el estómago mientras abandonaba como enloquecida el taburete frente al telar, cruzaba el umbral tambaleante, atravesaba la otra habitación, y salía al jardín justo a tiempo.
Ahora la sensación de náusea había desaparecido y había llegado el momento de contemplar su obra. Se sintió sorprendida, y más que un poco desconcertada, al ver lo mucho que había tejido. El tapiz tenía casi un metro de arriba abajo y ocupaba toda la anchura del telar... ¿Cuánto había durado, y durante cuánto tiempo había estado poseída por la magia? La luna se había puesto y no le quedaba más que el instinto para guiarla; un instinto que, equivocadamente al parecer, le decía que aún faltaban varias horas para el amanecer. A menos que el poder hubiera sido mucho mayor de lo que creía posible, y sus manos hubieran trabajado a una velocidad inimaginable...
Se acercó más, empujando a un lado el taburete, y miró con atención lo que había hecho. La luz de la vela era débil, lo que apagaba y ensombrecía los colores, y la inestable llama daba a los diminutos dibujos una extraña impresión de vida, hasta el punto de que parecían moverse por sí mismos. Niahrin sacudió la cabeza y cerró los ojos con fuerza, unos segundos antes de volver a mirar.
La escena del tapiz quedaba dominada por una enorme mole de piedra, con la luna llena colgando justo sobre su torre central. Un sol rojo con un rostro enfurecido y amargado en su centro se ponía por el oeste, mientras que por el este se alzaba otro sol, pálido y espectral. También éste tenía rostro, pero una nube ocultaba la boca y resultaba imposible saber si la expresión era alegre o triste, ya que sus ojos estaban en blanco y ciegos. Figuras diminutas, estilizadas y extrañas pero finamente detalladas, desfilaban por este misterioso paisaje, algunas a caballo, otras a pie. Iban de una en una y de dos en dos en dirección a las puertas de la enorme fortaleza de piedra, y las puertas mismas tenían la forma de una gran arpa, cuyas cuerdas se separaban para admitir a la vanguardia de la procesión. En esta vanguardia iba un hombre montado en un caballo alazán, y por el rápido vistazo que había tenido de él en los bosques, Niahrin reconoció la cabellera y barba castaño oscuras de Ryen Cathlorson Ryenson, rey de las Islas Meridionales. El monarca tenía una mano alzada como en actitud de rechazo, mientras que a su espalda la figura de una mujer llorosa avanzaba encadenada entre dos guardas encapuchados. Una sola mirada a la mujer hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Niahrin, pues aquella diminuta figura le era, también, conocida: Brythere, consorte y reina del rey Ryen. Y detrás de Brythere venían otros. Un anciano apoyado con fuerza en un bastón, el rostro tapado a la vista. Un hombre más joven, fornido, rubio y alegre, que parecía como si cantara. Una mujer de cabellos plateados, que corría cogida de la mano de un duende del bosque que parecía una curiosa mezcla de ser humano y árbol. Y... de nuevo Niahrin experimentó el mismo escalofrío, ya que las siguientes dos figuras eran las de un enorme perro —o lobo— de moteado pelaje gris y una mujer con un parche sobre un ojo.
Así que era esto; el mensaje que había traído la magia resultaba muy claro. Niahrin no había visto nunca Carn Caille, la fortaleza real, pero había escuchado suficientes relatos de los viajeros para tener una clara idea de cómo era, y la imagen del tapiz no podía ser de otro lugar. Sabía lo que debía hacer. Pero en cuanto a lo que aquella acción produciría, a lo que presagiaba... Niahrin se estremeció con un gélido y sobrenatural escalofrío, pues ahora sabía algunas otras cosas, cosas que no debiera saber, y al revelárselas la magia había depositado sobre sus espaldas una carga que no deseaba aceptar. No comprendía su significado, pero la asustaba. La magia la conducía a puertas que habían permanecido cerradas y atrancadas demasiado tiempo para que ahora se las volviera a abrir con tranquilidad; no eran puertas en su propia vida sino en las vidas de otros. Inmiscuirse era insensato, posiblemente peligroso. No tenía el derecho...
Una voz dijo en voz baja: Te equivocas, nieta. No sólo tienes el derecho sino el deber de hacerlo. La magia te lo ha dicho. ¿Osarás volverle la espalda?
—¿Abuela... ?
Niahrin dio un brinco como una liebre sorprendida por los perros, y giró en redondo como si esperara ver una figura en las sombras del umbral a su espalda, los ojos fríos y brillantes, la boca sonriente sin el menor asomo de risa. Pero su abuela no estaba allí. La mujer que había amado y temido y cuyos poderes había heredado, los benignos y los crueles a la vez, no era más que un fantasma en su cabeza. Niahrin a menudo oía a su abuela que le hablaba a través de los años, aunque no sabía si la voz era realmente una visita del mundo del más allá o tan sólo los ecos de su recuerdo. Pero la voz de la abuela y la fuerza de la magia decían lo mismo: no podía huir de su responsabilidad. No podía rechazar el poder y lo que le ordenaba hacer.
La vela parpadeó cuando lanzó un profundo suspiro, y el aliento estuvo a punto de apagar la llama. Niahrin bajó la vela y abandonó la habitación en silencio, cerrando la puerta otra vez y dejando caer la cortina sobre ella. Mañana sacaría el tapiz del telar y lo guardaría, pues ya le había dicho todo lo que tenía que decir. Ahora, sin embargo, le quedaba un pequeño acto de magia que realizar, y se trataba de una magia fácil y benévola; después podría dormir.