—Sí, señora. Un hombre fornido y rubio procedente de Scorva, y una mujer de nombre Índigo.
La expresión de Jansa cambió como si de improviso el sol hubiera iluminado la habitación.
—¡Vinar e Índigo!
El rostro del muchacho se animó, lleno de ansia.
—¿Los conocéis, señora? ¿Han estado aquí?
—Mejor que eso. —Jansa sonrió de oreja a oreja—. ¡Están durmiendo en sus habitaciones aquí arriba en este mismo instante! —Con veloz energía terminó de llenar la jarra, rodeó el mostrador y la depositó sobre la mesa ante él—. Bebe, muchacho, un regalo de la taberna. ¡Iré a despertarlos ahora mismo, y podrás verlos por ti mismo!
—¿Grimya está viva? —Los ojos de Vinar se abrieron desorbitadamente con una mezcla de asombro y alegría.
—Viva y bien, señor, eso es lo que el capitán Brek me pidió que dijera... aunque él no ha visto a la criatura por sí mismo, ya lo comprendéis.
—Índigo, ¿oyes esto? —Vinar se volvió ilusionado hacia la mujer sentada a su lado, quien por el momento había permanecido allí sonriente pero sin hablar demasiado—.
¡Grimya está viva! —Entonces vio su expresión, la perplejidad de su mirada, y sus hombros se hundieron—. Bueno, es como te dijo el capitán, no recuerda nada.
—Lo siento —dijo Índigo—. No significa nada para mí, Vinar. No significa nada en absoluto.
El joven la contempló un poco a hurtadillas, entristecido y también un poco embarazado por su presencia; en parte, se daba cuenta, debido a su nombre, que para un isleño era como una aureola siniestra que flotara alrededor de la muchacha, pero también por un motivo menos definible en el que no quería ahondar.
Vinar palmeó la mano de Índigo con suavidad aunque con cierta torpeza.
—Bueno, no hay que preocuparse de ello por el momento. A lo mejor es esto lo que necesitas: ver a Grimya. Tal vez ella hará aquello que yo no puedo: devolverte la memoria. ¡Después de todo hace más tiempo que la conoces a ella que a mí! —Sonrió pesaroso, lo que mitigó ligeramente la tensión en el bar, y volvió a mirar al muchacho— . ¿Dónde está Grimya, entonces? ¿Dónde la encontraremos?
—Os espera, me dijo el capitán, en... —se produjo una vacilación, tan breve que ni Índigo ni Vinar se dieron cuenta de ella; luego el joven finalizó—: en Carn Caille.
—¿Carn Caille? —Vinar estaba estupefacto—. Pero... —Se devanó los sesos, convencido de que lo que creía saber sobre las Islas Meridionales debía de estar equivocado—. Pero yo creía que eso era...
—Es la ciudadela del rey. —Jansa, que estaba barriendo el suelo y había escuchado gran parte de la conversación, se detuvo con la escoba en el aire y contempló al mensajero con curiosidad—. ¿Estás seguro de que eso es correcto, muchacho? ¿Estás totalmente seguro de que es lo que dijo tu capitán?
Por un instante la seguridad del muchacho se tambaleó y casi, pero no del todo, pareció recordar que el capitán Brek le había dado unas instrucciones completamente distintas. Pero enseguida el recelo desapareció. Carn Caille, había dicho el capitán; no había duda. Y el sueño que había tenido la noche anterior, el sueño que Niahrin había
enviado a todos los que buscaban a Índigo, permaneció bien oculto en las profundidades de su subconsciente.
—Desde luego que fue Carn Caille —aseguró, plenamente convencido—. El mensaje provenía de una de las mujeres sabias del bosque de esa zona, y ellas nunca se equivocan.
—Eso es cierto. —La voz de Jansa tenía un cierto tono atemorizado—. Pero el lugar donde vive el rey... ¡Es sorprendente!
Vinar estalló en una inesperada carcajada que los sobresaltó a todos.
—¡Esa Grimya siempre aterriza de cuatro patas! —dijo, y al punto su expresión se trocó bruscamente por una de preocupación—. Pero una cosa no encaja. ¿Cómo saben que se trata de Grimya? Hay muchos lobos en las Islas Meridionales, igual que en Scorva, y la mayoría se parecen.
El muchacho se encogió de hombros. Empezaba a desconcertarlo toda aquella charla sobre brujería y el rey.
—Quizá las brujas lo saben —apuntó.
—Lo sabrían —intervino Jansa—. No debes temer que estén equivocadas, Vinar; está dentro de sus poderes el averiguar de dónde salió vuestra loba mascota y que pertenece a un humano. Lo que realmente me asombra es cómo fue a parar tan lejos de Amberland. Aquí hay más de lo que ninguno de nosotros sabe aún, apostaría cualquier cosa.
—Sí, sí, creo que tienes razón —Vinar asintió solemne. Su mirada se tornó pensativa y una cautelosa lucecita ansiosa empezó a aparecer en ella—. Y eso puede significar algo más, ¿eh? Eso podría significar que alguien de este Carn Caille sabe algo de la familia de Índigo. A lo mejor incluso alguien de allí es de la familia de Índigo. —Levantó rápidamente la cabeza para mirar a Jansa, esperanzado—. ¿Crees que eso es posible?
—Podría ser, Vinar. Sí, creo que podría.
Durante esta conversación Índigo no había vuelto a hablar, pero ahora extendió el brazo y posó una mano sobre la de Vinar.
—Estoy casi asustada, Vinar —dijo en voz baja—. Asustada de tener esperanzas, por si...
—Lo sé. Lo comprendo.
Se inclinó como si fuera a rozarle los labios con los suyos; luego vaciló y retrocedió, como hacía siempre. Desde que había perdido la memoria, pensó Índigo, no la había besado ni una sola vez; aunque antes, sin duda, debía de haber sido diferente. Y ahora le decía que había tenido una mascota, una loba domesticada, a la que había querido tanto como lo quería a él. Pese a que no podía comprenderlo, aquella información le hacía más daño que el abismo que mediaba entre ella y el hombre al que estaba prometida.
—Quiero ir allí —declaró de improviso—. Quiero ir a Carn Caille. Tal vez haya allí alguien que pueda ayudarme. Y quizá si veo a esta loba, esta... ¿Grimya?, la recordaré. Es una ligera posibilidad, lo sé, pero... ¡oh, Vinar, si saliera bien!
Los dedos de Vinar aferraron con fuerza los de ella, pero su mirada estaba clavada en la mesa, no en la muchacha. Había esperado tener un poco mas de tiempo; tiempo para que las emociones de ella despertaran, y para que él se sintiera más seguro de ella. Pero no podía negarle esto. No quería negarle nada; por encima de todo deseaba que fuera feliz, ya que esto formaba parte de su amor y era probablemente la parte más valiosa.
—Sí —dijo, y con un ligero esfuerzo se deshizo de las dudas y el miedo, para volverse por fin hacia ella y sonreírle con afecto—. Sí, iremos. De hecho nos marcharemos hoy, en cuanto estemos listos, ¿eh? —Vio cómo su rostro se iluminaba y eso lo compensó—. ¡Vamos en busca de Grimya, y entretanto veremos al rey y le contaremos nuestras historias de viajeros! ¿Quién sabe? Puede que matemos dos pájaros de un tiro...
CAPÍTULO 8
Todos los que dormían a corta distancia de la torre redonda del ala norte de Carn Caille despertaron a causa de los gritos que salían del dormitorio de la reina. El rey Ryen abandonó sus propios aposentos y se encontró con que los criados corrían ya hacia el piso superior de la torre. Ryen avanzó hacia la escalera a grandes pasos y, con voz potente y llena de enojo, gritó a los agitados criados que retrocedieran, y corrió escalera arriba hasta la puerta de su esposa, acompañado de un solo hombre armado.
Cuando se acercaba, la puerta se abrió y una mujer alta de piel cetrina que llevaba un camisón con un chal de lana encima salió al exterior. Ketrin, doncella personal de la reina, vio a Ryen y realizó una reverencia algo forzada.