Выбрать главу

—¿Obligarla? —Ryen estuvo a punto de echarse a reír; luego su voz adoptó repentinamente un tono salvaje—. ¿Cómo haremos eso, madre? ¿La encerraremos en su dormitorio y haremos que Ketrin le meta el sentido común a golpes? ¿O a lo mejor debería apartarla de un modo u otro y tomar una nueva esposa más sumisa?

—No seas ridículo, Ryen; sabes muy bien que no estoy sugiriendo nada parecido. Quiero decir, simplemente, que Brythere ha tejido una telaraña de miedos y fantasmas a su alrededor y se ha quedado atrapada en ella excluyendo iodo lo demás de su vida. Ya no asiste a las reuniones vespertinas, ya no cabalga a tu lado ni ocupa su lugar en las audiencias públicas; suplica que se la excuse de casi todos sus deberes y, como estamos preocupados por su bienestar, la hemos mimado demasiado. Bien, eso debe cambiar. Nuestra preocupación ha ido demasiado lejos y está haciendo más mal que bien. Como tu consorte, Brythere tiene responsabilidades; se la debería obligar a cumplir esas responsabilidades en lugar de permitirle que languidezca oculta como una inválida. ¡No es una inválida! Es una mujer joven perfectamente sana, y la forma de hacer que lo comprenda es encargarnos de que pase más tiempo en el mundo real y menos en su mundo privado lleno de apariciones.

Ryen suspiró. Era imposible discutir con Moragh en ninguna circunstancia, y en ésta sabía que ella tenía razón. Pero era duro, tan duro... Su madre podía desechar los terrores de Brythere tachándolos de tonterías, pero eran totalmente reales para Brythere. Y había algo más, algo que Ryen no deseaba recordar, y mucho menos discutir con nadie. Una noche, al principio de su matrimonio, cuando todavía compartían el mismo lecho, Brythere había despertado gritando en medio de la noche. Había sido la segunda o tercera vez que tal cosa ocurría y, cuando Ryen, con los ojos hinchados y medio adormilado, había intentado calmar a su sollozante esposa, vio —o creyó ver, ya que la imagen se desvaneció al momento— una figura apenas perfilada junto al poste de la cama. Con aspecto de anciano, de sexo indeterminado y el rostro oculto por la capucha de una larga capa, mantenía en alto una mano arrugada en actitud amenazadora, y sujetaba en esa mano un cuchillo de larga hoja.

Apartando a un lado ese recuerdo como siempre hacía, Ryen respondió con un esfuerzo:

—No sé, madre. Tal vez tengas razón. Pero las cosas están tan mal entre nosotros que no sé si Brythere me escuchará.

—A mí me escuchará —replicó Moragh en un tono que daba a entender que Brythere no tendría elección, y, antes de que él pudiera protestar, añadió—: Y desde luego no seré cruel con ella; sólo firme. Eso es lo que necesita. La verdad es que pienso que los dos lo necesitáis.

—¿Debemos volver sobre esto otra vez? —Ryen desvió la mirada.

—No tengo intención de insistir en ello, ya que no ganaremos nada y los dos necesitamos dormir esta noche. —Empezó a retroceder en dirección a la puerta de Brythere—. Pero lo mismo puedo decirlo que pensarlo.

Si tú y Brythere tuvierais un hijo eso ayudaría a curar vuestros males más que cualquier cosa que yo espere conseguir por mis medios. Sin embargo, a menos que se realicen algunos cambios, no parece existir mucha esperanza de que eso vaya a suceder. El rostro de Ryen enrojeció violentamente. —El deseo de tener habitaciones separadas fue de Brythere, no mío.

—Pero no hiciste nada por disuadirla. —Maldita sea, ¿qué podría haber hecho? ¡Se mostró inflexible! A mí no me habría importado cumplir con mi deber.

—¿Tu deber? —repitió Moragh, incrédula—. ¿Es eso lo que habría sido para ti? ¡Porque si es así no me asombra que Brythere decidiera lo que decidió! —Se llevó una mano al rostro y se pellizcó el puente de la nariz como si intentara mitigar un dolor de cabeza.

—Madre —repuso Ryen—, no es tan sencillo como eso. Sabes que no lo es.

—Sí. —Moragh asintió con la cabeza—. Sí, hijo mío, lo sé. —Dejó que la mano cayera otra vez al costado—. Pero de algún modo hay que encontrar una respuesta, Ryen. Lleváis casados ocho años ya, y Brythere tiene ya veintiséis. No tenéis todo el tiempo del mundo. —Se volvió entonces y posó una mano en el pestillo—. Creo que no tenemos nada más que decirnos. Lo mejor será volver a dormir. Tienes audiencia

pública por la mañana y necesitarás estar descansado.

Ryen la contempló mientras levantaba el pestillo, y de improviso dijo: —Madre...

Moragh volvió la cabeza.

—Madre, amo a Brythere. Puede que no tanto como tú amaste a mi padre, y él a ti, y sé que ha sido una desilusión para ti. Pero la amo, ¡y realmente creo que el fracaso de nuestro matrimonio no se debe a que yo no lo haya intentado!

—¡Chisst! Baja la voz, o Brythere nos oirá. —¿Oh, qué importa eso? ¡No digo nada que ella no sepa tan bien como cualquiera de nosotros! —No obstante bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro—. Lo he intentado, madre. He intentado comprender y he intentado ser paciente. Pero llega un momento a partir del cual ya no existe nada más que yo pueda hacer, y cuando se llega a ese punto me empiezo a preguntar si vale la pena seguir probando.

—Ryen, eso que has dicho es terrible. —Los ojos de Moragh se clavaron en él.

—Dulce Diosa, ¿crees que no lo sé? ¡Pero no puedo realizar milagros! Brythere parece decidida a volver la cabeza y la mente y a no dejarme llegar a ella. Así pues, que así sea. Si no quiere nada de mí, ¡entonces quizá yo tampoco tendría que querer saber nada de ella!

La reina viuda no respondió enseguida sino que permaneció inmóvil, la frente arrugada en una expresión de tristeza. Por fin levantó la mirada.

—Muy bien. —Su voz sonó resignada y con una cierta amargura—. Si es así como piensas, entonces no hay nada más que decir. También yo he hecho todo lo que he podido, pero parece que eso no es suficiente para nadie. Te deseo buenas noches, Ryen.

Abrió la puerta de la habitación de Brythere. La luz de una vela se derramó al exterior, y bajo su resplandor Ryen vislumbró la figura de Ketrin junto al lecho de la reina. La expresión de la doncella era inescrutable. Entonces Moragh entró, y la luz y la escena desaparecieron al cerrarse la puerta tras ella.

El guarda de Ryen aguardaba al pie de la escalera de caracol, un puesto discreto desde el cual no podía oír nada de la conversación desarrollada arriba, pero lo bastante cercano para acudir en caso de necesidad. El rey le dirigió una rápida mirada.

—Vete a la cama.

El hombre abrió la boca para desear las buenas noches a su señor, pero el saludo murió en sus labios al ver la expresión de Ryen. Hizo una reverencia y se alejó rápidamente. Por un momento Ryen se volvió para contemplar el negro hueco de la escalera, y la cólera lo invadió al pensar en Brythere, sometida a los cuidados bienintencionados pero severos de su madre. Era él quien debería estar a su lado ahora, no Moragh, y antes, en los primeros días, habría sido así. Pero eso era cuando aún no se habían iniciado los terrores de Brythere, cuando el miedo aún no había convertido las risas de la reina en sombras. Sabía por qué ella lo había rechazado. No debido a que no pudiera defenderla de sus sueños —aunque eso era cierto— sino porque él era el rey y ella, como su reina, estaba obligada a vivir con él en Carn Caille y por lo tanto estaba atrapada entre las mismas paredes que habían dado vida a sus pesadillas.

No salía ningún sonido de la torre de Brythere ahora. Ryen esperó unos momentos, escuchando el silencio; luego se dio la vuelta y se marchó en silencio en dirección a su

propio dormitorio. Su rostro era duro e inexpresivo como el mármol.

Las puertas de Carn Caille habían estado abiertas desde primeras horas de la mañana, pero a media tarde el enorme patio seguía atestado mientras que el césped en el exterior de la fortaleza daba cabida a otra multitud de personas que habían finalizado sus asuntos o que habían acudido a contemplar la diversión y esperaban tener la suerte de poder echar una ojeada al rey.