A través de Jansa primero, y luego por otros viajeros que encontraron en la carretera, Vinar averiguó que estas audiencias públicas, que se celebraban durante tres o cuatro días cada mes, eran enormemente populares entre las gentes de las Islas Meridionales. La costumbre la había iniciado el viejo rey Cathlor, pero era Ryen quien había acabado por establecerla, a la vez que había eliminado la mayoría de las formalidades asociadas normalmente con los acontecimientos reales. A todos sus súbditos, nobles o plebeyos, ricos o pobres, se les daba la bienvenida y la oportunidad de exponer al rey sus peticiones sobre cualquier cuestión, y las audiencias públicas eran también una tribuna para el anuncio de noticias importantes y de nuevos edictos o leyes.
Los habitantes de las Islas Meridionales no necesitaban demasiado estímulo para convertir cualquier acontecimiento en una feria, y las innovaciones del rey Ryen habían provocado una pronta respuesta. El último kilómetro de la carretera que conducía a la fortaleza estaba bordeado de buhoneros que vendían de todo, desde comida y bebida hasta juguetes, y el césped era un caótico carnaval de vendedores, feriantes y artistas, cada uno con su propio puesto o carreta o con una pequeña parcela de terreno. Las transacciones se multiplicaban; asistir a las audiencias públicas era toda una costumbre tanto para ricos como para pobres, y un hojalatero con el que Vinar había trabado conversación en la carretera calculaba que al menos tres cuartas partes de todos los reunidos alrededor de Carn Caille habían acudido ese día simplemente a divertirse. Ahora que el largo invierno quedaba atrás y se acercaba el verano, añadió alegremente el hojalatero, las audiencias de primavera eran siempre las mejores.
No obstante, una tonta preocupación por Índigo impedía que Vinar disfrutara por completo del espectáculo. La muchacha parecía alegre ahora, riéndose de un bufón que pegaba saltos con su bastón cubierto de cintas, o señalando un puesto en el que se asaba un suculento buey entero; pero dos kilómetros atrás la cosa había sido diferente. En cuanto habían aparecido en el horizonte las piedras grises de Carn Caille, Índigo se había detenido de un modo tan repentino e inesperado que parecía como si hubiera chocado contra una pared invisible. Perplejo, Vinar la había mirado y se había encontrado con que su rostro estaba rígidamente inmóvil, los ojos clavados en las lejanas torres grises, la boca abierta pero sin moverse. Luego, con una voz que parecía a punto de caer en un ataque de nervios, Índigo había dicho: «No..., no quiero... », y había cortado el resto de la frase con un audible chasquido de dientes.
Vinar no sabía qué hacer. Intentó convencerla para que le dijese lo que no había acabado de decir, pero ella no podía o no quería contestar; se limitó a seguir con la vista fija al frente como hipnotizada. De pronto —y eso le resultó aún más extraño— la muchacha parpadeó bruscamente, sacudió la cabeza como para apartar algo que dificultaba su visión, y continuó andando por la carretera sin decir una palabra. Vinar se vio cogido tan por sorpresa que ella ya le llevaba una buena delantera cuando reaccionó y corrió para alcanzarla; cuando se serenó, la mente del marino estaba llena de preguntas, pero una mirada al rostro de su compañera bastó para inmovilizar su lengua. Ella no recordaba lo que había dicho. Ni siquiera recordaba su especie de trance; el incidente había quedado borrado de su cerebro como si jamás hubiera sucedido, y se encaminaba hacia Carn Caille sin la menor aprensión.
Desde ese momento Vinar la había estado vigilando con atención, en alerta constante por si se repetía otro episodio similar, pero nada había sucedido, y no sabía si sentirse aliviado o desilusionado. Por un instante había dado la impresión de que algo se había abierto paso a través de la barrera erguida en la mente de Índigo, y había agitado algún recuerdo de su pasado, pero éste se había desvanecido antes de que ni ella ni él pudieran atraparlo. «No quiero... » ¿No quiero qué?, se preguntaba Vinar, pero la pregunta era inútil. Unicamente Índigo podía contestarla, y las barreras habían vuelto a alzarse, dejando fuera recuerdos y comprensión.
El hombre levantó los ojos hacia la imponente mole de la fortaleza, un completo y casi feo contraste con la colorida actividad que envolvía como una marea sus muros. Aunque carecía de pruebas para apoyar su intuición, se sentía firmemente convencido de que Índigo conocía Carn Caille, aunque cómo era que lo conocía era una pregunta que él no podía contestar. ¿Habría vivido entre sus paredes como la hija, quizá, de un sirviente real? ¿O había visitado sencillamente la fortaleza en algún momento de su vida, tal vez para asistir a una reunión como la de hoy? Las posibilidades llenaban a Vinar de una desconcertante mezcla de esperanza y temor: la esperanza de que el rostro de Índigo fuera conocido y recordado en Carn Caille, unida al temor de cualquiera que fuera el secreto o la tragedia que la hubiera alejado de allí para buscar una nueva vida.
Se encontraban ya en medio de la muchedumbre, y la carretera había desaparecido a excepción de un sendero apenas señalado que conducía a las abiertas puertas de la fortaleza. A través de estas puertas, Vinar pudo ver una apretujada multitud, y una especie de cola que parecía aguardar frente a unas puertas dobles que, presumiblemente, conducían al gran salón de Carn Caille y a presencia del rey. Índigo se había desviado a un lado para examinar un puesto que vendía pieles curtidas y objetos de cuero; la vendedora, una mujer gorda, intentaba interesarla en un cinturón repujado y unos zapatos de piel blanda. Vinar fue tras ella y le tocó el hombro.
—Índigo; hay mucha gente esperando para ver al rey. Será mejor que no nos retrasemos si queremos tener nuestra oportunidad.
Ella se volvió, sonriendo, pero no demasiado interesada, pensó él.
—No tardaré. Sólo quiero echar una mirada a esto.
Vinar sintió una cierta inquietud. Era como si ella no quisiera en realidad llevar a cabo esto.
Y eso había dicho: «No quiero».
—Índigo. —Volvió a tocarle el hombro—. Quédate aquí. Espera un minuto o dos, ¿de acuerdo? Iré a ver qué hay que hacer, y volveré a buscarte.
—De acuerdo, sí. —Se volvió inmediatamente hacia el puesto otra vez, y él no creyó que hubiera escuchado realmente sus palabras. Por un momento Vinar contempló su espalda dubitativo, antes de alejarse a grandes zancadas en dirección a las puertas de Carn Caille.
La entrada tenía centinelas, pero parecía como si los hombres armados estuvieran allí sólo para cubrir las apariencias, ya que la gente pasaba arriba y abajo sin que los detuvieran. Vinar aminoró el paso al acercarse, buscando a alguien que pudiera decirle qué debía hacer quien deseara acudir a la audiencia pública, y seguía allí mirando a su alrededor indeciso cuando una voz junto a su codo lo sobresaltó.
—¡Patapim-patapam! —Algo le golpeó con suavidad el brazo y, cuando giró sobre sí mismo, vio al bufón que danzaba a un paso de distancia. El payaso agitó su bastón cubierto de cintas y sonrió—. ¡Y un día feliz para ti, buen señor! —Luego abandonó su cómica expresión—. Pareces un alma en pena, si me permites que lo diga. ¿Puedo servirte de ayuda?
Vinar se sosegó y devolvió la sonrisa.
—Bueno... a lo mejor puedes, creo. Quiero ver al rey, pero no sé cómo hacerlo.
El bufón enarcó una pintarrajeada ceja.
—No eres el único que lo desea. —Una pausa—. Eres scorvio, ¿verdad?
—¿Tan evidente es? —Vinar lanzó una carcajada—. Creía que había conseguido pasar por isleño.
—¡No con ese acento, te lo aseguro! Pero, hablando en serio, no es sólo la voz. Poseo un talento para descubrir los orígenes de las personas. Es útil en mi auténtico trabajo, y aquí recibimos visitantes de todas partes del mundo.