Vinar observó la utilización de las palabras «recibimos» y «aquí», y su interés se acrecentó.
—¿Vives en Carn Caille?
—Desde luego. —Con una profunda y burlona reverencia el bufón indicó sus extravagantes ropas—. No te dejes engañar por mi traje, amigo; no voy por ahí haciendo payasadas para ganarme la vida. No es más que un poco de diversión cuando no estoy de servicio los días de audiencia, y, como poseo un cierto talento para hacer el payaso, disfruto añadiendo mi pequeña contribución a la diversión general. —Extendió una mano, con la palma hacia arriba—. Soy Jes Ragnarson, bardo por vocación, y al servicio del rey Ryen.
Vinar posó la mano sobre la palma que se le ofrecía, a la que empequeñeció con su gran tamaño; Jes Ragnarson era un hombre menudo.
—Vinar Shillan. Marino veinticinco años, oficial con experiencia. —Su sonrisa se endureció ligeramente—. Estaba con el capitán Brek procedente de Scorva, en el Buena Esperanza.
—¿El reciente naufragio en Amberland? —El interés de Jes aumentó—. Recibimos la noticia de que un buen número sobrevivió, demos gracias a la Madre. Llegó un informe desde Ranna hace unos días, y decía...
—Ya, ya.
Vinar no quería parecer maleducado pero tampoco quería insistir en el tema de la pérdida del Buena Esperanza. Jes se dio cuenta y cambió de táctica.
—¿De modo que quieres presentar una petición? Has llegado un poco tarde hoy; la sala de audiencias está ya repleta de gente y todavía hay más personas esperando en el patio, como puedes ver. Aunque, si es un asunto de gran importancia...
—Lo es —afirmó Vinar, categórico—. Para mí, lo es.
El bardo lo estudió con atención durante unos instantes. Ya había observado la presencia del forastero scorvio minutos antes, y también había reparado en algo más, algo que lo había sobresaltado y a la vez despertado su curiosidad. Se mordisqueó el labio inferior.
—Bueno..., es posible que pueda ayudarte. —Y, en un tono que Vinar habría encontrado en exceso desenfadado si sus percepciones hubieran sido más sutiles, añadió—: Pero pensaba que tenías una acompañante. ¿No había una joven contigo?
—Sí. —Vinar confirmó con la cabeza y señaló en dirección al puesto de la vendedora de pieles curtidas—. Está allí; le dije que vendría a ver qué había que hacer y regresaría. Es por ella que estamos aquí.
—Ah. —Jes siguió la dirección del gesto de Vinar hasta que su mirada fue a dar con Índigo. Su expresión se volvió pensativa—. ¿Es tu esposa?
—Aún no. —Vinar hizo una mueca orgullosa—. Pero lo será pronto, creo yo. Es por eso que hemos venido: a encontrar a su familia, a conseguir su bendición.
¿Era ésa toda la verdad?, se preguntó Jes. ¿O había otras cosas en juego aquí? Las cuerdas del arpa de su cerebro —para utilizar una frase de su antiguo maestro bardo— estaban vibrando.
—Bien, bien —dijo en voz alta—. Una joven muy atractiva. Os felicito a ambos. ¿Puedo preguntar su nombre?
—Se llama Índigo.
Jes volvió la cabeza violentamente.
—¿Índigo? Ese es un... nombre poco corriente. No es precisamente el que yo habría pensado que un isleño escogería para su hija. —Vinar, que a estas alturas ya estaba acostumbrado a esta reacción, se encogió de hombros pero no hizo ningún comentario, y el bardo se apresuró a agregar—: No es que sea asunto mío, desde luego, y ¿qué es un nombre, después de todo? Bueno, tal vez pueda ser de ayuda. Para unirte a los solicitantes debes estar en la lista del senescal.
—Pero ¿si está llena... ?
Jes hizo un gesto negativo.
—Puede que aún haya sitio para vosotros. No prometo nada, pero veré qué puedo hacer.
Vinar vaciló, preguntándose por qué un completo extraño se mostraría tan dispuesto a hacerle un favor.
—No deseo crearte molestias... —empezó.
—No es ninguna molestia. —Jes le dedicó una sonrisa y esquivó cualquier necesidad de explicar sus motivos añadiendo—: Ve a buscar a tu dama y tráela al patio. Regresaré en unos minutos y me reuniré con vosotros aquí.
La expresión del bardo era meditabunda mientras contemplaba cómo Vinar se dirigía hacia el puesto de venta. Durante unos cinco o seis segundos permaneció inmóvil,
absorto en sus pensamientos. Luego, bruscamente, se dio la vuelta y corrió hacia la multitud reunida en el patio.
Ryen podía haber perdido toda esperanza con respecto a Brythere, pero no así la reina viuda Moragh, y cuando ella decidía ejercer su voluntad existían pocas personas entre los muros de Carn Caille capaces de oponérsele. Brythere carecía de la fuerza y la decisión para intentarlo siquiera, y así pues, bajo la firme supervisión de la reina viuda, se había levantado por la mañana y, tras comer un nutritivo desayuno que no quería, se había preparado para aparecer en la audiencia pública. En estos momentos se encontraba sentada junto a Ryen en el gran salón, muy tiesa en su trono situado sobre la elevada plataforma y ataviada con las ropas que el protocolo indicaba y una pequeña corona de plata sobre el inmaculado peinado. No sin cierta sorpresa por su parte, y a pesar del cansancio que siempre seguía al sueño inducido mediante hierbas en contraposición al sueño natural, la reina se encontraba a gusto. El cálido recibimiento dispensado por los solicitantes de la sala cuando hizo su aparición resultó muy gratificante, y, cuando la noticia de que la reina estaba presente llegó a la muchedumbre que aguardaba en el exterior, ésta la había vitoreado. Ryen se sentía satisfecho tanto por las muestras de afecto dirigidas a su esposa como por la respuesta de ésta. Brythere había incluso aceptado, aunque con cierta cautela, la sugerencia de su esposo de que más tarde podían salir juntos al patio a saludar a los reunidos, y éste daba silenciosas pero sentidas gracias a su madre por su resolución.
La tarde avanzaba, el sol penetraba oblicuamente por las altas ventanas y proyectaba una brillante aureola alrededor de los cabellos de Brythere. En la sala hacía calor y el ambiente estaba cargado pese a que las puertas estaban abiertas. Al ver que Brythere ahogaba un bostezo con el dorso de la mano, Ryen se inclinó hacia ella y susurró:
—La lista de solicitantes está llegando al final. Sólo un poco más; luego saldremos a saludar. —Ella asintió, y él se volvió hacia el senescal que permanecía de pie junto a su sillón—. ¿Cuántos faltan?
El hombre consultó su lista.
—Otros cinco o seis, mi señor, y ninguno de ellos trae asuntos complicados. La mayoría son solicitudes de permiso para apacentar ganado o recoger leña en los bosques de caza, y dos granjeros en disputa por unos derechos para apacentar ovejas.
—Bien, bien. —Eran casos muy sencillos y sólo requerirían de Ryen una breve audiencia, durante la cual escucharía las bases de cada disputa y, si lo consideraba razonable, otorgaría al solicitante una audiencia ante el Tribunal de los magistrados del rey, quienes se ocuparían de que todo se solucionara de forma justa.
—¡Oh! Pero hay otro más, mi señor —dijo de improviso el senescal—. Alguien que ha llegado tarde..., demasiado tarde, estrictamente hablando, para ser incluido, pero Jes Ragnarson ha solicitado expresamente que pueda presentarse ante vos.
—Jes lo ha solicitado? —Ryen se mostró sorprendido—. ¿Quién es? ¿Un pariente suyo?
—No, señor. Tengo entendido que el suplicante es un scorvio, pero prometido a una isleña. De hecho es ella, la prometida, el objeto de la petición. Parece que ha perdido la memoria, e intentan localizar a su familia. Esperan que vos, mi señor, podáis serles de ayuda.
Esto significaba una variación en la acostumbrada gama de súplicas que se le presentaban, y Ryen se sintió intrigado.
—¿Cómo se ha visto mezclado Jes en esto? —inquirió.