—No lo sé, mi señor. Pero ruega le concedáis el favor de permitir que la pareja se presente ante vos.
El monarca levantó la cabeza y paseó rápidamente la mirada por la atestada sala. Los solicitantes que quedaban todavía en la lista del senescal aguardaban pacientes mientras que aquellos a los que ya había tocado el turno permanecían en los alrededores para presenciar el resto de la audiencia. Aunque nadie soñaría en protestar por el retraso mientras Ryen y el senescal conferenciaban, la gente estaba intranquila y un poco perpleja; flotaba un sordo murmullo de voces en la sala, acompañado de un arrastrar de pies y de una tosecilla o dos. Ryen no podía culparlos por su impaciencia; tampoco él sentía el menor deseo de prolongar la audiencia más de lo necesario. Pero si Jes había hecho una petición especial...
—Sí —dijo al senescal—. Hazlos pasar. Me satisfará ayudarlos si puedo.
El hombre hizo una reverencia y abandonó la estancia apresuradamente; Ryen devolvió su atención al siguiente caso. Tanto éste como los dos posteriores resultaron tan sencillos como había previsto, y el cuarto y penúltimo solicitante se inclinaba ya ante él cuando se produjo un movimiento cerca de las puertas al retroceder una parte de los reunidos para permitir entrar a unos recién llegados. Por el rabillo del ojo el monarca vislumbró a Jes Ragnarson con sus chillonas ropas de bufón, y a su lado un hombre rubio, cuya cabeza y hombros sobresalían por encima de la mayoría de los allí presentes. Lo acompañaba una mujer; Ryen tuvo tiempo de observar que ésta tenía el cabello castaño rojizo pero no pudo distinguir mucho más ya que se vio obligado a devolver su atención a la cuestión que se debatía en aquellos momentos. Escuchó la petición y la que siguió a ésta, y ofreció corteses y consideradas respuestas a ambos, tras lo cual hizo una señal para que se acercaran los recién llegados. Mientras la multitud les dejaba paso, el monarca dirigió una rápida mirada a Brythere y vio que la reina tenía el entrecejo fruncido. Se inclinó un poco hacia ella y bajó la voz hasta dejarla convertida en casi un susurro.
—¿Sucede algo, corazón?
—Esa mujer. —Brythere había tenido oportunidad de estudiar a los recién llegados, aunque desde lejos—. Estoy segura de haberla visto antes. —Clavó los ojos en su esposo—. ¿El senescal dijo que había perdido la memoria?
—Sí, e intenta buscar a los suyos. —El interés de Ryen se acrecentó—. ¿Crees conocerla?
—No estoy segura, pero...
Y de improviso Brythere dejó de hablar cuando Vinar e Índigo surgieron de entre la muchedumbre y ambos pudieron ver a la muchacha con claridad.
—Ryen... —La mano de Brythere se cerró con fuerza sobre la de su esposo, que descansaba sobre el ornado brazo del sillón—. ¿Recuerdas la pintura de los antiguos
aposentos... ?
—Santa Madre... —Sofocó la exclamación y contempló con asombro a la muchacha que se acercaba a la tarima con su prometido. Ojos azul violeta, cabellos castaño rojizos... Los llevaba trenzados, pero resultaba fácil imaginarlos sueltos y cayéndole como una cortina sobre el rostro. Y ese rostro resultaba también horriblemente familiar.
—La princesa —musitó Brythere, con voz que se había vuelto temblorosa—. ¡La princesa Anghara, la hija del rey Kalig!
Ryen se sentía demasiado estupefacto para responderle.
En el ala sur de Carn Caille existía una serie de habitaciones que, en una ocasión, habían sido los aposentos privados de la familia real. Y en una de estas habitaciones colgaba un retrato. Representaba a Kalig, rey de las Islas Meridionales, a su reina, Imogen, y a su hijo e hija. El abuelo de Ryen había decretado que este retrato colgara enmarcado por una banda de terciopelo de color Índigo como símbolo de duelo y muestra de respeto; el motivo era que su propia ascensión al trono se había debido a que Kalig y toda su familia habían perecido en una plaga terrible que había arrasado las islas medio siglo atrás. Ryen conocía bien la pintura, pues había absorbido cada detalle de las imágenes representadas. Y ahora, de forma increíble, contemplaba el reflejo perfecto de una de aquellas imágenes en el rostro y cuerpo de una completa extraña. Anghara, la hija de Kalig, que llevaba muerta más de cincuenta años, había vuelto a la vida...
—Ryen... —La mano de Brythere se había crispado con fuerza sobre la de él, y sus uñas se le clavaban dolorosamente en la carne—. Ryen, ella no puede... Yo no... ¡Oh, Ryen! ¿Es ella... un fantasma?
Su rostro estaba muy pálido y temblaba visiblemente. El senescal, de regreso en su puesto junto al trono, observó el repentino cambio y miró a su señor, asustado.
—¡No! —Ryen liberó su mano de un tirón y sujetó a Brythere del brazo al ver que ésta parecía a punto de ponerse de pie de un salto—. ¡No! No es un fantasma. La princesa Anghara está muerta, y esta mujer es de carne y hueso. No es Anghara. Es una coincidencia, nada más. Una increíble coincidencia.
Brythere se apaciguó, aunque él percibía a través de la manga que seguía temblando a causa del sobresalto. Los dos extranjeros se encontraban ya casi junto a la tarima, y, mientras oprimía el brazo de su esposa en un silencioso intento de tranquilizarla, Ryen empezó a observar las pequeñas pero vitales diferencias que existían entre esta mujer y la princesa fallecida tanto tiempo atrás; diferencias que había pasado por alto a causa del asombro inicial. La prometida del scorvio tenía los mismos ojos, cabellos y aspecto que Anghara, la hija de Kalig, pero sin duda era mayor, ya que su rostro mostraba las marcas de la experiencia y había mechas grises en su frente. Y su piel poseía el tono curtido de la vida al aire libre bajo el sol, el viento y la lluvia, al tiempo que sus manos estaban encallecidas como no lo estarían jamás las de ninguna princesa...
La pareja llegó ante la tarima y se detuvo. El enorme hombre rubio había visto la extraordinaria reacción de Brythere y ello le había causado un evidente malestar, como también el hecho de que Brythere permaneciera ahora rígida en su sillón, contemplando a Índigo con ojos desorbitados y llenos de terror.
El rey se aclaró la garganta.
—Me..., me disculpo ante todos. —Su voz no sonaba demasiado firme—. La reina ha sentido un leve mareo pasajero... El calor, creo. La sala está muy cargada. —Siguió sin soltar el brazo de Brythere pero consiguió esbozar una sonrisa al dirigirse a Índigo y Vinar—. Sed bienvenidos a Carn Caille. Tengo entendido... —Volvió a carraspear—. Tengo entendido que buscáis a una familia de las islas y que habéis venido a pedir la ayuda de esta corte.
Índigo no dijo una palabra. Observaba al rey y la reina de forma muy parecida a como Brythere la había contemplado a ella. Su frente aparecía levemente fruncida, y daba la impresión de que se esforzaba por recordar algo. Vinar, desconcertado por su silencio, realizó una precipitada e inexperta reverencia en dirección a la tarima.
—Yo... eh..., yo no sé cómo decir las cosas apropiadas en vuestro idioma, señor rey, pero yo, nosotros, os damos las gracias por vuestro... —luchó por encontrar una palabra mejor pero no la halló— por ser tan amable con nosotros. Y a la querida y hermosa reina, le digo...
No pudo seguir, ya que de improviso se produjo una inesperada conmoción a su espalda. Fuera, en el pasillo, alguien empezó a gritar y vociferar; otras voces se le unieron, y las abiertas puertas se estremecieron cuando los que se encontraban más cerca de ellas se vieron empujados hacia atrás con violencia por lo que parecían varios hombres peleándose. Una mujer chilló, más indignada que asustada, y en ese momento un grupo de luchadores irrumpió en la sala. La pelea era un enfrentamiento caótico entre dos senescales y, por extraordinario que pareciera, Jes Ragnarson en un lado, y en el otro un hombre sólo cubierto con una mugrienta capa con capucha, que agitaba violentamente los brazos empuñando un bastón de endrino.