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—¿No lo ves, madre? Con las islas en tal confusión como se encontraban en aquellos momentos, es posible que el linaje de Kalig sobreviviera. No alguien de la familia directamente; pero a lo mejor un sobrino, o incluso algún bastardo de Kalig o de su hijo. No lo sabemos. No podemos estar seguros.

Moragh empezó a comprender.

—Pero buscaron. Los bardos, las hechiceras...

—Sí, y no hallaron ningún pariente, hombre o mujer, vivo. De modo que se vieron obligados a elegir un sucesor que ocupara el trono e iniciara una nueva dinastía, y así es como llegamos nosotros a Carn Caille. Pero nuestra familia no tiene lazos de sangre con

la de Kalig. A mil abuelo sencillamente lo escogieron. Los bardos... y las brujas.

—Los bardos y las brujas —Moragh repitió sus palabras en voz muy baja—. ¡Oh... !

—Sí; eso es a lo que me refería, madre, cuando dije que no debíamos pasar por alto el hecho de que las brujas a veces llevan a cabo otros deberes. Cuando Kalig y su familia murieron ellas registraron las islas en busca de un superviviente de su mismo linaje pero no consiguieron! encontrar ninguno. No obstante, si tal superviviente hubiera huido de la epidemia, hubiera abandonado las islas... tal vez con hijos, que por su parte también tuvieron hijos en su momento...

Moragh aspiró con fuerza, estremecida.

—Podría ser —dijo—. Podría ser. Incluso su nombre: el color del luto. Podría haber sido elegido a modo de recordatorio.

—Las brujas ya han intuido que algo sucede —siguió Ryen—. Y el parecido es excesivo, demasiado extraño. Si estamos en lo cierto, madre, entonces... —vaciló, y tuvo que armarse de valor para decirlo—. Si estarnos en lo cierto, es muy probable que Índigo sea la legítima reina de las Islas Meridionales.

Por mucho que lo intentaba, Índigo no podía quitarse de encima la sensación de que los acontecimientos de las últimas horas le habían sucedido a otra persona y no a ella. Incluso después de que el mayordomo se hubo marchado, y que la criada que le habían asignado le hubo llevado agua para lavarse y, tras abrir la cama, efectuó una respetuosa salida, dejándola finalmente sola, la muchacha seguía siendo incapaz de asimilar lo que había sucedido.

Su dormitorio era una de las mejores habitaciones de invitados de Carn Caille, espaciosa, y amueblada con gusto y gran cantidad de mobiliario. Había gruesas alfombras en el suelo, pesadas cortinas en la ventana y sobre la puerta, sillones y mesas y un arcón de madera de roble, y la cama tenía postes y un dosel y sobre ella pendían colgaduras que podía cerrar si tenia frío. Índigo se lavo con el agua caliente —un raro lujo— y permaneció sentada en la cama un buen rato, escuchando los lejanos ruidos de pasos y voces apagadas y puertas que se cerraban a medida que la fortaleza se preparaba para dormir. Ella no podía dormir; aunque sentía el cuerpo pesado por el cansancio, le resultaba imposible adaptarse a este ambiente extraño. Y, aunque sin saber por qué, se sentía inquieta. No era que se sintiera incómoda ante la elevada compañía entre la que había ido a parar tan de repente. El rey Ryen y su madre eran los anfitriones más amables del mundo y por alguna razón ella no parecía compartir la sensación de respetuoso temor de Vinar. No, no era la gente que vivía en Carn Caille; se trataba del mismo Carn Caille. Algo en este noble y vetusto edificio la trastornaba, como un dolor punzante en una muela. Algo no iba bien allí, y ella no podía señalar qué era.

Se introdujo por fin en el lecho y permaneció sentada un buen rato más, abrazada a las rodillas dobladas, mientras se preguntaba dónde estaría la habitación de Vinar, y si estaría dormido ya. Deseó que acudiera a verla, aunque sólo fuera para desearse buenas noches de una forma más privada, pues se sentía aislada y un poco vulnerable y ansiaba la presencia de un rostro y una voz familiares. A renglón seguido de este deseo se presentó el viejo dilema que la perseguía desde el naufragio y su convalecencia: la paradoja de sus sentimientos por el hombre al que se suponía que estaba prometida. Las emociones que buscaba tozudamente seguían sin aflorar en su interior, y continuaba sin comprender por qué. Vinar era su gran amigo, su compañero más íntimo, y como hombre resultaba muy atractivo. Sentía afecto por él, y en ocasiones —como ahora— lo deseaba, experimentaba un secreto anhelo de llevarlo a su lecho y entregarse a él tal y como, lo sabía muy bien, él se entregaría a ella. Pero, no bien el deseo surgía en ella, se convertía en frías cenizas, pues sabía que aunque existiría placer no habría amor, al menos no por parte de ella. Era como si —luchó por aferrarse a un destello de comprensión— alguien más se interpusiera entre ellos, un fantasma de su olvidado pasado que la retenía y o no podía o no quería ser exorcizado. Y desde que había pisado Carn Caille había percibido su presencia con más fuerza que antes.

El fuego se había consumido casi por completo y la habitación empezaba a quedarse fría. Índigo se deslizó bajo las mantas pero siguió sin querer apagar la vela que ardía junto al lecho. Si Vinar acudía esa noche, ¿se entregaría ella... ? Pero no. Carecía de sentido hacer conjeturas, ya que él no aparecería, no intentaría —tal como él lo consideraba— aprovecharse de ella. Quizá, pensó temeraria, sería mejor si lo hiciese, ya que eso dejaría el asunto fuera de su control de una vez por todas y la liberaría de una responsabilidad que no deseaba. Pero Vinar no daría tal paso. Era como si, también él, percibiera la presencia de la tácita barrera y se negara a cruzarla.

Los pasillos fuera de la habitación estaban silenciosos ahora, y los únicos ruidos que rompían la quietud eran alguno que otro siseo procedente del moribundo fuego y el ahogado gemido del viento que había empezado a soplar fuera de los muros de Carn Caille. La voz del viento pareció despertar ecos en lo más profundo de Índigo, como la voz apenas recordada de un viejo amigo... o de un viejo enemigo..., y la joven se revolvió inquieta en la cama. La luz de la vela tembló a causa de una corriente de aire que las cortinas no pudieron evitar del todo. Las sombras parpadearon sobre la pared y por el suelo, distorsionadas y amenazadoras..., y debió de haberse sumido brevemente en los inquietos bajíos del sueño, ya que no se dio cuenta de la presencia en su habitación hasta que un sonido en su cerebro, como una aguda resonancia musical, la devolvió violentamente al mundo consciente, El fuego se había apagado y la vela se había consumido hasta quedar convertida en un apagado puntito de luz azul. Y alguien, apenas distinguible en la penumbra, la contemplaba desde los pies de la cama, Índigo se puso en tensión al instante mientras a un nivel subliminal se daba cuenta de que la perfilada silueta era demasiado alta para tratarse de Moragh o de la criada y demasiado delgada para ser Vinar. Sintió los labios repentinamente resecos; los abrió con un gran esfuerzo, y con otro gran esfuerzo se obligó a hablar.

—¿Quién eres?

No era el claro desafío que había querido lanzar sino un simple susurro. La figura no contestó pero se acercó un poco más, y el corazón de Índigo dio un vuelco. Empezó a incorporarse, y su mano se deslizó automáticamente bajo la almohada en busca de algo... ¿Qué? ¿Un arma? No lo sabía.

—Anghara —dijo una voz con claridad.

El nombre la golpeó como un martillazo. ¡Dulce Madre, él había regresado! ¡No

estaba muerto, estaba aquí, estaba... !

El recuerdo se desvaneció como el humo, y un extraño grito agonizante borboteó en la garganta de Índigo. Acabó de incorporarse de un salto, luchando con las mantas que parecían haber adquirido vida propia y le impedían moverse. La figura dio un veloz paso atrás y, de improviso, donde había habido una sola aparecieron dos. Una anciana —Índigo no pudo verle el rostro, pero de alguna forma estuvo segura de que lo era— que sostenía algo, algo que entregaba a la primera sombra, introduciéndolo en sus manos.