—Anghara...
El nombre volvió a ser pronunciado, con voz ronca y apremiante, y, aunque fue incapaz de decidir cuál de las dos sombras lo había dicho, provocó un segundo y violento escalofrío en el alma de Índigo. Entonces distinguió lo que la vieja le había dado a su acompañante: un cuchillo...
—Hazlo ahora, amor mío. —Seguía sin saber qué figura había hablado, pero la voz poseía un timbre sobrecogedor; amargo, áspero y desesperado—. Hazlo y todo irá bien. Hazlo, y tendremos lo que es legalmente nuestro.
La vela llameó de pronto con un último aliento. En ese instante Índigo vio brillar la hoja del cuchillo... y distinguió los dos rostros que se alzaban ávidos, ansiosos, tras el arma levantada. Intentó gritar, intentó moverse, pero su mente y su cuerpo estaban paralizados. Los dos rostros se balancearon hacia ella, y ahora ambos sonreían.
Y uno de los rostros era el suyo.
Despertó en medio de un revoltijo de mantas con un grito ahogado. Instintivamente se arrojó fuera de la cama, y no se dio de bruces contra el suelo porque recuperó la perdida serenidad casi inmediatamente después del violento sobresalto.
Había sido un sueño, sólo un sueño. La vela situada junto a la cama seguía ardiendo con fuerza, aumentada su luz por la de las brasas de la chimenea, y ella estaba sola en la habitación. No había voces, ni fantasmales intrusos. Índigo dejó escapar un suspiro de alivio y con voz temblorosa lanzó un juramento aprendido de Vinar. El denuesto la devolvió a la realidad de un modo rudo pero reconfortante, y empezó a arreglar el desordenado lecho. La abrumaba el deseo de abandonar Carn Caille. Algo no iba bien allí; había algo maligno, si sueños como aquél podían rezumar de las paredes para atacar al indefenso durmiente, y ella no quería saber nada más de todo aquello. Por la
mañana hablaría en privado con Vinar, se lo explicaría y le preguntaría si estaba de acuerdo en...
El pensamiento se vio interrumpido antes de terminar cuando, penetrando en su cerebro y haciéndose eco de sus temores como si existiera algún terrible lazo telepático, en algún lejano lugar de Carn Caille la aguda y frenética voz de una mujer empezó a chillar.
CAPÍTULO 10
En los pueblos y granjas por los que pasaban, el espectáculo de Niahrin empujando su pequeña carretilla prestada, con Grimya bien arrellanada en el interior, llamaba poderosamente la atención. Las gentes salían a las puertas, sonriendo y señalando, pero las risas eran amables en general y aquellos que en un principio se horrorizaban ante el desfigurado rostro de la bruja se tranquilizaban de inmediato ante sus joviales maneras. La misma Niahrin se sentía enormemente divertida por el interés que despertaba, y, por si esto fuera poco, las personas que encontraba resultaban buenos clientes para las pociones y remedios guardados en la carretilla junto a Grimya.
—Es una lástima que no pensara en este truco antes —dijo a la loba alegremente mientras, con las monedas tintineando en el bolsillo, se despedía de la familia de otra granja más—: transportar a un animal por todo el país como un número de feriante. ¡A estas alturas ya sería una mujer rica!
—Pero también una mujer muy cansada —respondió Grimya, y su lengua se agitó para demostrar que le seguía la broma.
La loba se había encariñado con Niahrin durante el tiempo que llevaban juntas; ambas se habían compenetrado profundamente, y a pesar de sus ansias por llegar a Carn Caille y hasta Índigo sabía que se sentiría triste cuando llegara el momento de separarse de su nueva amiga.
Llevaban dos días viajando, y según los cálculos de Niahrin debían de alcanzar las puertas de Carn Caille por la tarde de su tercer día de viaje. Habrían ido más deprisa andando a campo traviesa, pero, con Grimya incapaz aún de andar bien y por lo tanto obligada a ejercer de reacia pasajera, Niahrin consideró más sensato seguir las carreteras por las que la marcha resultaría más cómoda. Cadic Haymanson, el guardabosques, no había tenido el menor inconveniente en prestar su carretilla, pues sabía que Niahrin lo compensaría escrupulosamente, ya fuera en remedios a base de hierbas o en productos de su huerto. También le había tallado y modelado un robusto bastón de madera y, no obstante sus indignadas protestas de que era muy capaz de cuidarse sin recurrir a la violencia, había insistido en que lo llevara con ella.
—Nunca se sabe qué clase de vagabundos puedes encontrar por los caminos —le había dicho con firmeza—. Y no me lo perdonaría nunca si te sucediera algo, de modo que harás el favor de aceptarlo ¡y así podré dormir tranquilo en mi cama!
Por el momento, los temores de Cadic habían resultado infundados, y Niahrin disfrutaba enormemente con su aventura. Grimya, sin embargo, no estaba tan segura de disfrutar. Fingía compartir la alegría de la bruja, pero bajo la simulación todavía la perseguía la sensación de temor ante lo que podía esperarles más adelante. No dejaba de recordarse que Carn Caille no era más que piedra y mortero y que en sí misma no podía significar una amenaza. Pero esa seguridad no conseguía tranquilizarla, pues también sabía que más allá de Carn Caille había algo más. Allá en la tundra aguardaba la Torre de los Pesares, solitaria y vetusta. Y, aunque Índigo creía que tras las desmoronadas paredes de aquella torre se hallaban su objetivo y alegría definitivos, Grimya temía que la muchacha se equivocara.
Para aumentar la inquietud de la loba, ella y Niahrin tenían una compañía inesperada
en su viaje. Los lobos salvajes tenían buen cuidado de no dejarse ver, pero tanto Grimya como la bruja eran conscientes de su presencia. Cuando la carretera discurría por un bosque se mantenían a su altura, silenciosos como sombras; cuando se encontraban en terreno abierto y no podían ocultarse se quedaban atrás y las seguían a cuidadosa distancia. Y durante la primera noche, cuando acamparon junto al camino, los lobos se agruparon justo fuera del alcance de la luz de su hoguera, exactamente, dijo Niahrin, como si montaran guardia en un velatorio. La bruja tuvo la impresión de que eran dos o tres, desde luego no más de cuatro y no necesariamente siempre los mismos individuos. Y, aunque no encontró una explicación lógica para ello, tenía la firme convicción de que los lobos las custodiaban.
—Es a ti a quien quieren proteger —explicó a Grimya durante aquella primera noche, una vez que se hubieron instalado cerca del fuego—. No sé qué es lo que saben que yo no sé, pero percibo que existe un propósito para todo esto con la misma certeza con que siempre he presentido las cosas. —Su frente se arrugó, dando a su rostro un aspecto aún más grotesco—. Ojalá pudieras comunicarte con ellos, Grimya. Ojalá pudieras preguntarles cuál es su propósito.
Grimya no respondió. Se negaba a hablar en voz alta cuando sabía que los lobos salvajes podían oírlas, ya que el viejo terror de los días de su infancia, el terror de ser diferente, de ser odiada e insultada por los de su raza, la atenazaba como una mano sofocante. No podía explicárselo a Niahrin. Ni siquiera sabía si después de cincuenta años era capaz de comunicarse en la forma en que lo hacían los lobos; las habilidades que debería haber perfeccionado habían sido abandonadas cuando su madre se revolvió contra ella y la echó, y ahora temía haberlas perdido por completo. Además, aunque no sabía más que la bruja obre los motivos de los lobos, no compartía la seguridad de Niahrin de que éstos eran totalmente benévolos.
Grimya apenas había dormido aquella primera noche, y había dado gracias cuando se hizo de día y pudieron volver a ponerse en marcha. Ahora no obstante, con el sol en el ocaso y la granja y sus simpáticos ocupantes fuera de la vista tras la cumbre de una colina, se alzaba otra vez, amenazadora la perspectiva de otra noche de inquietud, pues no era probable que alcanzaran el siguiente pueblo antes de oscurecer. Tumbada entre las mantas de la carretilla, cómoda de cuerpo pero trastornada mentalmente, Grimya observaba nerviosa el entorno e intentaba no pensar en las horas que tenían por delante.