—Así que ya ves: debo regresar. —Los delgados dedos de Perd Nordenson oprimían la vacía taza de hojalata como si quisiera darle una nueva y fantástica forma—. Debo, Niahrin. Debo verla. Debo hablar con ella. Debo decirle...
—Espera, Perd, espera —lo interrumpió Niahrin, anticipándose a un nuevo torrente de palabras sin sentido.
A pesar del alborotado ataque que había intentado realizar, Perd se encontraba en un estado más lúcido que de costumbre, y con tiempo y esfuerzo había conseguido obtener de él algo parecido a una sosegada coherencia. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, la esencia de sus confusas explicaciones seguía burlándola. Y la reacción de Grimya no ayudaba en absoluto. Ya había resultado bastante difícil convencer a Perd, contra todos los instintos de su mente enferma, de que la loba era una amiga y una compañera, a la que no se debía atacar, no se debía odiar, y en cuya compañía podía sentarse junto al fuego sin temer por su vida; pero, mientras que había conseguido finalmente apaciguar a Perd, no sucedió lo mismo con Grimya. Niahrin no sabía qué se ocultaba en el fondo de aquella desconfianza, pues Grimya se negaba a hablar en presencia de Perd. La loba permanecía tumbada al otro lado de la hoguera, con las orejas gachas y el pelaje erizado, contemplando al anciano con muda y temerosa desconfianza, y de vez en cuando un ahogado gruñido competía con el chisporroteo de las llamas. Niahrin, colocada entre ambos y con la terrible sensación de ser un suculento hueso por el que peleaban dos perros, estaba decidida a hacer caso omiso de la demostración de hostilidad de Grimya. Sólo con Perd ya tenía trabajo más que suficiente; por el momento al menos, Grimya tendría que ocuparse de su propio bienestar.
—Perd... —Le cogió el tazón y volvió a llenarlo, aunque sólo hasta la mitad porque el viejo ya había derramado sobre sí una buena parte del primer tazón y parecía una tontería desperdiciar más—. Perd, escúchame e intenta prestar atención esta vez. Comprendo una parte de lo que dices. Sé que quieres regresar a Carn Caille... aunque lo que hacías allí es algo que no entiendo...
—Por ella... —empezó él.
—Sí, por ella, lo sé. Pero ¿quién es ella? —Dejó caer el cucharón en el interior del cazo, y el estrépito sobresaltó visiblemente a Perd—. Eso es lo que no me has dicho.
—«Eso y muchas otras cosas», pensó, pero no lo dijo—. Sólo dime eso, Perd. Dime quién es ella.
Sus manos seguían retorciéndose febriles. Niahrin le separó los dedos e introdujo el tazón entre ambas manos. El lo contempló durante unos instantes como si jamás hubiera visto algo parecido; luego la punta de la lengua asomó por encima del labio inferior, como un niño absorto en sus pensamientos.
—Perd —instó Niahrin otra vez al ver que no respondía—. Sólo dime a quién te refieres.
Perd sonrió y levantó la mirada hacia ella; sus apagados ojos tenían una curiosa expresión ausente.
—¿Quién va a ser? La reina, claro. ¿Quién otra?
—¿La reina? —Niahrin estaba perpleja. ¿Qué conexión podía existir entre Perd Nordenson y la reina Brythere?
—No comprendo —dijo—. ¿Intentas decirme que conoces a la reina?
—¡Oh, sí! Claro que la conozco. Y yo..., y yo... la amo. —El rostro de Perd se arrugó, y las lágrimas afloraron a sus ojos—. Siempre la he amado, siempre. Pero ella..., cuando ellos..., ella...
Y de improviso se echó a llorar, con un profundo y dolorido llanto que le estremeció todo el cuerpo. Niahrin no comprendía nada; la extraordinaria revelación la había desconcertado y no sabía qué pensar ni qué hacer. Torpemente, extendió una mano y la posó sobre el hombro del anciano, en un intento de ofrecer todo el pobre y mudo consuelo que pudiera; pero, en el mismo instante en que lo tocaba, su tristeza se trocó brusca y violentamente en cólera. La apartó con furia, arañándola con las afiladas uñas, y su voz se elevó en un malhumorado chillido.
—¡Ellos me echaron! ¡Todos estos años, tantos años, y ellos me echaron, como si yo fuera un traje viejo que hay que tirar!
Le arrojó el tazón; Niahrin lo esquivó, y el tazón rebotó con un sonoro golpe metálico contra el tronco de un árbol próximo y cayó sobre la maleza. Grimya empezó A gruñir, y Niahrin gritó:
— Grimya, para! ¡Él no quería hacerlo! —Apretando los dientes y respirando profundamente para tranquilizarse se volvió otra vez hacia el anciano—. Perder los estribos conmigo no nos servirá de nada a ninguno de los dos, Perd. ¡Cualquiera que sea la injusticia que hayan cometido contigo, yo no fui responsable de ella! Ahora, vuelve a intentarlo. Dime qué te sucedió en Carn Caille.
Pero Perd volvía a llorar y en esta ocasión no quería o no podía parar. Niahrin escuchó sus sollozos, consciente de que nada podía hacer ante esto. Se habían despertado viejos agravios y penas hasta ahora dormidos en las lóbregas profundidades de su enferma mente, y éstos eran tan poderosos que lo habían empujado a la corte del rey en busca de una reparación. Si juntaba lo poco que le había contado, Niahrin podía imaginar muy bien la escena en Carn Caille. No era extraño que lo hubieran echado, y si había intentado asediar a la reina en persona con alguna loca declaración de amor tenía suerte de haber escapado tan bien parado.
Sin embargo, a pesar de todo aquel embrollo sin sentido —la obsesión de Perd por la reina Brythere y todas esas tonterías sobre una pasada injusticia—, la intuición de Niahrin se había puesto en funcionamiento, advirtiéndole que no considerara toda aquella historia simplemente como los delirios de un loco. Perd estaba loco, no había duda de ello, pero intuía que lo que le había contado era al menos una aproximación a la verdad.
Y las revelaciones del tapiz que había tejido, que ahora se encontraba cuidadosamente doblado y guardado en la carretilla, eran una prueba más firme que cualquier conjetura. El poder que había guiado sus manos sobre el telar le había mostrado que Perd Nordenson tenía un papel en este extraño asunto, y ese poder no mentía.
Un sonido áspero la sacó brusca e inopinadamente de su ensimismamiento. Perd se había doblado hacia adelante y, con la cabeza sobre las rodillas, roncaba. Dividida entre la compasión, el alivio y un resentimiento un tanto divertido porque el anciano no había tenido ni siquiera el detalle de desearle buenas noches, Niahrin se levantó con esfuerzo. No podía dejarlo sentado así porque lo más probable era que acabara de doblarse al frente y cayera sobre el fuego; lo sujetó por debajo de los brazos y tiró de él hacia atrás hasta dejarlo en posición supina, tras lo cual lo envolvió bien en su capa para que no cogiera frío. Perd ni se movió, y Niahrin se dijo que dormiría profundamente hasta la mañana. Cuando lo hubo dejado tan cómodo como pudo, rodeó el fuego en silencio y fue a sentarse junto a Grimya.
—Está bien dormido —aseguró—. Puedes hablar sin temor a que te oiga.
La loba la miró con ojos entristecidos.
—No me gus... gusta este hombre —dijo con voz ronca—. He intentado estar calmada pero es muy difícil. Hay algo maligno en él. —Hizo una pausa—. Él es el que vino a tu casa. El que me asustó.
—Sí, lo es. —Niahrin acarició la cabeza de la loba con suavidad y dulzura—. Pero él no es malo, Grimya, como he intentado explicarte antes. Está enfermo, y siente un terror y odio por los de tu raza que nunca he podido comprender. Pero no es malvado. —La mano aumentó ligeramente la presión de sus caricias—. Confía en mí, cariño, por favor. Perd no te hará daño, porque yo no voy a permitirlo y sé cómo desviar su atención en sus peores momentos. Pero lo cierto es que quiero ayudarlo si puedo.